Respira. Siento su presencia en la oscuridad. De pronto el perfil de su rostro pálido resalta entre las sombras. Su vestido se confunde con el fondo de la habitación de techo alto. Uno la creería etérea pero el eco doloroso de la madera que producen sus tacones de aguja le devuelven su naturaleza terrena. Un sollozo revela el dolor que anuda su pecho y deja que éste guíe sus pasos al centro de la habitación, el punto espacial que escogió su alma para abandonar su cuerpo y elevarse en dirección desconocida. Seis pasos y se eleva un escalón que la acerca a su destino final. Solloza. El recuerdo estrangula su alma y en venganza, la cuerda estrangula su cuello. El banco metálico que sostuvo su peso cae derrotado contra el piso. El aire se vuelve infinitamente pesado. Demasiado denso y áspero para su garganta-satín rojo que durante sus últimos instantes de eternidad encierra el mínimo espacio de vida. Sus ojos filosos apuntan hacia el techo que debe ser color Cielo. Sus ojos, en su último respiro, reclaman a Aquél que utiliza el techo de todas las habitaciones, de todas las cárceles, de todos los hospitales, de todos los manicomios del mundo, para evitar la mirada de los seres que hizo de barro y que ahora buscan aliento, que reclaman alguna esperanza, la mano divina que espante para siempre los fantasmas inasibles, los demonios incansables. Nunca sucede y ella lo sabe. Se escucha el último aire de vida que pudieron contener sus pulmones. Ella desaparece en la oscuridad. Todo lo que existe en la Tierra desaparece en la oscuridad. Su muerte fue la muerte más aplaudida sobre las tablas. Los espectadores, sus testigos, no lo sabían. Por ese último acto sería recordada. Ella mucho antes, ya lo sabía