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El viento golpeaba mi rostro como un gélido látigo, mis manos entumecidas se escondían dentro de los bolsillos del avejentado saco gris. Caminaba lentamente en una especie de paseo irracional. Aquella madrugada, horas antes había llovido torrencialmente, y se respiraba la desgarradora humedad en el ambiente. Elegí ese momento para salir de mi casa, ya que nadie debía enterarse de lo que hacía. Pretendía recorrer la ruta más segura para no ser visto, la oscuridad y peligrosidad de las calles alejarían toda posibilidad de toparme con algún conocido, como lo suponía no había nadie en las calles, sin embargo, cuando estuve apunto de llegar a mi destino observé a lo lejos la silueta de una persona, mi paranoia llegó en ese instante a su máximo punto de ebullición, di media vuelta, doble la esquina, y corrí desesperado, tenía que asegurarme de que no me reconocieran, no puedo correr riesgos innecesarios, más tarde podré retomar mi camino.

Pensar que no hace mucho tiempo había otros como yo, no sé que es lo que ha pasado con las personas, a pesar de la falta de apoyo y condena a mis actos seguiré con mi deber. Me enteré del caso en la televisión, sentí como mi espíritu se estremecía debido a la estremecedora historia, los lamentos, las imágenes desgarradoras y las azotadas palabras eran como arañazos de clavos oxidados en mi alma, lloré inconteniblemente arremolinado en el sofá, la cabeza palpitante, el temblor compulsivo, todo su dolor convertido en el mío. Felizmente en esta ocasión no se encontraban muy lejos, pensé, y no tardaría en acabar con el sufrimiento.

Luego de una sigilosa y atenta caminata por esas calles sucias, llenas de lodo y mierda, llegué a la humilde choza, me paré y volteé la cabeza hacía los lados para asegurarme de que nadie me había visto. Nuevamente pensé en ellos y el llanto quiso regresar, pero esta vez fue ahogado rápidamente por una terrible excitación, forcé la puerta, sin hacer ruido, miré ese desvalido cuerpecito iluminado por la luz de luna que dejaba pasar el agujereado techo y sin más me abalancé sobre el sacando del bolsillo del pantalón una pequeña navaja recién afilada, le di un corte perfecto en el cuello y otro en el corazón, las lágrimas brotaban de mis ojos, rodaban por mis mejillas, mi cuello y finalmente se congelaban en mi pecho, la sangre coagulada por la fría madrugada formaba una horrible costra en mis codos. En esos momentos sentí el brusco movimiento de la madre que dormía ahí cerca, de un solo tajo le corte la yugular y nuevamente el líquido viscoso y caliente rodó por mis brazos.

¡Pobre muchacho! ¡Pobre madre!- me repetía sin parar hasta que los cuerpos dejaron de convulsionar. Yacían ya completamente inertes, fue el momento en que acabó el sufrimiento y las lágrimas cesaron.

Texto agregado el 16-05-2005, y leído por 126 visitantes. (1 voto)


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