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Inicio / Cuenteros Locales / negroviejo / KLAGENFURT Recuerdo de adolescencia

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La noche era muy fría.

El temido invierno europeo acababa de llegar y me extendía sus cartas de presentación. Mi orgullo patagónico me decía que el invierno de Austria no podía ser más bravo que el de mi Puerto San Julián, pero no estaba muy seguro. Además allá tenía nueve años de edad, una casa confortable, una cama calentita y papis que se ocupaban de todo.

Ahora había cumplido los diecinueve, estaba solo en Europa, no conocía a nadie, ni siquiera el idioma, tenía unos diez dólares en el bolsillo prendidos con un alfiler de gancho y una muy ligera idea de como resolver mis problemas inmediatos.

Cayendo el sol, había atravesado la frontera luego de una agotadora jornada “a dedo” desde Venecia a Tarvisio, puerta de entrada a Austria desde Italia, y ahora debía llegar a Klagenfurt, primera población con Albergue para la Juventud en mi camino a Viena.

Hacer dedo en invierno por Europa era duro. En primavera y verano los automovilistas estaban acostumbrados a transportar a los jóvenes turistas provenientes de países del continente o de ultramar que viajaban alegremente con sus mochilas a cuestas en plan de conocer y aventurear un poco, pero en invierno era otra cosa. Los juveniles rostros inocentes de los días cálidos y soleados que amenizaban un viaje aburrido, se tornaban sombríos y sospechosos en invierno. Como si las brumas que encapotaban el cielo se proyectaran también sobre la memoria colectiva de los automovilistas, recordándoles historias tenebrosas del camino alguna vez leídas o escuchadas.

No obstante, de a trechos cortos fui cubriendo la distancia, primero en la camioneta de un carpintero veneciano que viajaba a una pequeña villa vecina a la frontera, luego en un destartalado Volkswagen conducido por una robusta matrona austríaca que retornaba a su casa rural y finalmente con un señor alemán que pareció arrepentirse de haber parado ni bien subí a su auto.

Había frenado cincuenta metros mas adelante de donde me hallaba haciendo “dedos” cada vez mas angustiados y yo había corrido, ilusionado, jadeante, bamboleando mi pesada mochila, para espetarle:

-¡Klagenfurt!

Dubitativo, había contestado:

-Ia

Y fue todo lo que nos dijimos hasta que detuvo el auto en un cruce sobre la ruta en la que un cartel rezaba: Klagenfurt 2 Km

-¡Tankeshen!

Grité cuando el auto arrancaba, y alcancé a ver un ligero saludo con la mano mientras los faros rojos se perdían en la oscuridad.

Deben haber sido los dos kilómetros más largos de mi vida, pese al entrenamiento que ya tenía en eso de caminar por la ruta cuando viajaba a dedo. El frió mordía y el hambre también. Las correas de la mochila de catorce kilos me destrozaban los hombros luego de doce horas en el camino. Pero lo peor era el cansancio y la incertidumbre de lo que me esperaba en esa noche tan helada y oscura.

La carretera era buena y bien iluminada, como todo acceso a zona poblada, pero no pasaba ningún vehículo. Al fondo del mismo, se advertía la luminosidad del alumbrado de Klagenfurt. Paso a paso, silbando, diciéndome que todo iría bien me acercaba a la pequeña ciudad. Y en realidad, ¿que podía pasarme? Peor que en Milán no me podía ir. Llegado a un caso extremo, todo lo que tenía que hacer era tirarme al suelo, gritar, y esperar que viniera a buscarme una ambulancia. Pero ésa era una salida denigrante, debería estar muy mal para llegar a eso.

Finalmente entré a la ciudad alrededor de medianoche. Caminaba por el centro de la calle, en la que no se veía un alma. Primero fueron casitas bajas, coquetas, pero claramente pertenecientes a gente de trabajo. Luego a medida que me adentraba, la edificación se hacía más importante, mejores casas, alguna plaza, comercios, un cine, pero seguía sin ver a nadie y todo estaba cerrado. No había una ventana con luz, como si se tratara de una ciudad desierta. Yo había sacado del bolsillo de mi anorak la guía internacional de Albergues para la Juventud y ya tenía ubicada la dirección del de Klagenfurt. Mi problema era a quien y como preguntarle, donde quedaba esa bendita “no se cuanto strasse”.

De improviso, apareció un hombre joven en bicicleta. Le grité algo, no recuerdo qué, y se detuvo. Puse la guía ante sus ojos y le marqué la dirección, a la vez que con un dedo señalaba mi pecho. El hombre me miraba como quien mira a un marciano recién llegado del espacio exterior y hacía esfuerzos por entender la situación Repentinamente sonrió y me dijo cosas en alemán de las que solo entendí:

-Ia, Ia Jugenherberge…

Con una mano indicaba el camino por el que yo había venido. Me tomó de un brazo y me arrastró hasta un cartel donde figuraba el nombre de la calle en la que estábamos, luego puso su dedo en la guía y rió. Entonces comprendí que esa era la calle y que había pasado por la puerta. Me sentí muy estúpido pero agradecí al hombre y a Dios, mientras lo veía alejarse en su bicicleta.

Desanduve el camino, tratando de ubicar la numeración que indicaba la guía, hasta que llegué a unos galpones de chapa circundados por un alambrado perimetral con un gran portón, también de alambre. Yo los había visto al pasar, pero jamás los hubiera asociado con un Albergue, pero sin duda el lugar era ese. Primero llamé batiendo palmas con vigor, luego agregué fuertes voces.

-¡Hola! ¡Helló! ¡Good evening!...

Nada. El lugar parecía deshabitado. Ya muy angustiado, busqué trozos de piedras o madera y cuando reuní unos cuantos, comencé a arrojarlos uno por uno al techo de zinc de los galpones. En el silencio nocturno de la pacífica Klagenfurt los piedrazos sonaban como el asalto a Normandía. La respuesta seguía siendo nada, absolutamente nada.

Ya desesperanzado, y con bastante bronca me disponía a arrojar una piedra considerablemente grande, cuando con el rabillo de un ojo advertí una presencia a mi costado. Un señor de mediana edad, de agradables facciones y rostro impasible me observaba con curiosidad en total silencio. En realidad, creo que lo que más me impresionó de él, fue su evidente uniforme negro de policía. Debo haber mirado la piedra como preguntándome que hacía esa cosa en mi mano, y luego con mí mas amable sonrisa farfullé en perfecto cocoliche:

-Guten nacht, Herr polizei, Mi argentinien, student, Jugenherberge closen, nobody answer.

El policía solo dijo: -¡Papiers!, o algo así

Saqué mi pasaporte de la mochila y se lo extendí. Lo revisó atentamente hoja por hoja luego de mirar la foto y compararla con mi cara barbuda y cansada.

-¿Argentinien, eh? ¡Ia so!

Y me seguía estudiando como preguntándose que hacía un argentino de diecinueve años a quince mil kilómetros de su casa tirando piedras a medianoche sobre techos de Klagenfurt.

-I am very tired, need to sleep (estoy muy cansado, necesito dormir) dije en mi pobre inglés, mientras inclinaba la cabeza hacia un costado sobre las dos manos juntas y cerraba los ojos, la clásica seña internacional.

–Nobody answer (nadie contesta) agregué.

Parecía haberse hecho cargo de la situación y movía la cabeza dubitativamente como pensando que hacer. Finalmente, se alejó dos pasos, volvió la cabeza y me invitó con el brazo

-Kommen, kommen.

Caminamos largas cuadras uno al lado del otro sin siquiera mirarnos, cada tanto exclamaba:

-¿Argentinien eh? Ia, so.

Y yo respondía: -Ia, Ia.

Al cabo de un rato arribamos a un viejo edificio con un escudo sobre una gran puerta iluminada por un farol. Sin duda alguna era la comisaría.

A esa altura yo no terminaba de decidir si era objeto de una cortesía turística o si me estaban metiendo preso por indeseable. Entramos a la sala de guardia y me indicó sentarme en una banqueta de espera. El se introdujo en una oficina en la que había otros policías y yo escuchaba el murmullo de su conversación. De a ratos se asomaba alguna cara que me observaba por un instante con curiosidad. Ya me estaba durmiendo sentado en esa banqueta, cuando mi amigo el policía me zamarrea suavemente y me indica que lo siga por un largo pasillo. Al final del mismo nos detenemos en una puerta más importante que las otras y golpea respetuosamente. Una voz autoritaria dijo algo en alemán que significó:

-¡Entre!

Comprendí que iba a ver al que mandaba y sentí un poco de aprensión, pero a la vez tuve la seguridad, vaya a saber Dios por qué, que estaba en buenas manos, que no peligraba.

El Jefe era un hombre de unos cuarenta años, de pelo oscuro y lacio peinado hacia atrás. Me recordaba al actor inglés Dirk Bogarde. Sin ofrecerme asiento, con rostro y tono severo me dijo en inglés:

-¡Passport!

Se lo extendí y lo examinó cuidadosamente. Finalmente lo cerró, me lo extendió y con un gesto me indicó que me sentara. En un inglés muy claro, serio, mirándome directo a los ojos, preguntó

- ¿Que hace en Austria?

-Soy estudiante y estoy tratando de conocer Europa, respondí.

-Con que dinero, ¿me lo puede mostrar?

Viajo a dedo y tengo lo justo para llegar a Viena. Allí recibiré un giro de casa, mentí.

-¿A que se dedica su padre?

-Lleva la contabilidad en una empresa.

Se puso de pié y se acercó a un gran mapamundi que adornaba una pared. Buscó con un dedo Buenos Aires y con el mismo dedo trazó una línea imaginaria a Austria. No dijo nada pero hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.

-Lo único que puedo ofrecerle es dormir, por esta noche, en un calabozo, dijo con cara de no estar muy seguro de mi aceptación.

-OK, le contesté sin vacilar.

Apretó un timbre e inmediatamente apareció mi amigo el agente. Le dijo algo en alemán y entendí que me conduciría a mi suite.

Antes de salir de su oficina me llamó por mi nombre, me volví, y con el mismo gesto duro con que me había hablado dijo:

Cuídese.

El calabozo era realmente deprimente. Mi cicerone había cerrado la puerta con pesado cerrojo tras mi entrada y yo estudiaba las comodidades. Tendría dos metros de ancho por tres de largo y cuatro de alto. Era altísimo, y allá arriba, inaccesible, había un ventanuco guardado por barrotes. El camastro era de material y tenía un colchón plagado de manchas. Evité pensar que serían. Arrollada a los pies, una pesada cobija, no había almohada.

Me dejé caer, apoyé la cabeza en la mochila y me cubrí con la mugrienta frazada, cerré los ojos y sentí que me deslizaba suavemente hacia las tinieblas.


Mi próximo recuerdo es el violento golpe del cerrojo al destrabar la puerta. Desdibujado por la penumbra y el sueño vi a mi amigo el agente que me hacía señas de salir. Miré el ventanuco y percibí que amanecía. El frío era atroz. Que ganas de envolverme en esa frazada y seguir durmiendo, pero no podía. Ese teutón no era mi mamá.

En la sala de guardia me esperaba una sorpresa. Alguien me había servido una taza de café con leche con rebanadas de pan negro con margarina. Mientras devoraba mi desayuno noté rostros de policías que me miraban sonrientes. Cuando hube terminado mi amigo y otros dos policías me acompañaron hasta la puerta.

lagenfurt era blanca, todo estaba cubierto por diez centímetro de nieve. Me calcé mi mochila, les extendí la mano y dije:

-¡Tankeshen!

Antes de doblar la esquina me volví, todavía estaban allí mirándome. Levanté la mano y los tres me respondieron de la misma forma.

El descanso y la luz del nuevo día me llenaban de optimismo. Pateando la nieve apuré mi paso hacia la autopista


Texto agregado el 16-06-2005, y leído por 701 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
03-10-2005 Un texto como todo lo tuyo, "excelente". ***** fabiangs
17-06-2005 Es curiosa tu forma de narrar hace que parezca un viaje exótico. Mis felicitaciones iolanthe
17-06-2005 me agrado mucho,vivencie las sensaciones del joven que creo eras tu, mis estrellitas brisandina
17-06-2005 Un relato muy entretenido, narrado con mucha maestría e invita al lector a acompañarte en la aventura, hubiese seguido leyendo mucho más, el final se me vino encima. En el comienzo sentí en cada momento ese pensar que porque se nació en la Patagonia ( yo nací en la Patagonia chilena ), podrá uno resistir cualquer clima. Ayer llegué desde Alemania, primavera, no precisamente en viaje de estudiante, y hacía mucho, pero mucho frío. Me volvieron de inmediato a la memoria los letreros de las Strasse, los policías de negro y los vozarrones alemanes. Tu narración espero continúe, hace dos meses y medio que no estaba en Chile, no te conocía, me alegró conocerte y leerte, escribes muy bien, describes muy ben, te felicito y mis cinco estrellas son para ti. Ignacia
 
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