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RELATO PÓSTUMO




" He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan, despiadados."

Jorge Luis Borges.




CUANDO recobré la conciencia, no tenía idea de nada: ni de quién era, ni de qué hacía en ese lugar. Todo era una tormenta de sensaciones. Todo el cuerpo era un solo y punzante instrumento de dolor. Poco a poco fui recuperando la sensación en los miembros. Sentí calor. Sentí frío. Temblaba y me tragaba mi propio sudor salado. No podía ver más que unas membranas color naranja que cubrían mis ojos; después, supe que era sangre.
Una vez que pude controlar (precariamente) mis manos me froté los ojos. Me los froté muy bruscamente y mis ojos se inflamaron, como si me hubiesen dado mil puñetazos en ellos.
Después que pude sacarme la costra sangrienta de mis ojos, y antes que se serraran forzosamente por la hinchazón, pude ver un poco dónde estaba y cómo estaba yo. Lo que pude ver fue una especie de túnel. Un túnel muy grande. No podía verse el final de este. Estaba escasamente iluminado por antorchas ubicadas a ambos lados. Había antorchas cada 10 metros, creo yo.
Me vi con un overol verde oscuro todo roto. Todo mi cuerpo estaba recubierto por una cáscara de sangre seca; nada comparado con lo que pude ver luego, como doce horas después.
Volví a perder el sentido; creo que fue un desmayo. En el transcurso del cual, tuve innumerables sueños que entendería mucho mas tarde.
Desperté, nuevamente. Las sensaciones, esta vez, fueron más leves. Pude ver con más claridad. Permanecí mirando la parte superior de aquel lugar. Un olor fuertísimo de excremento me hizo despertar más y volví mi cabeza hacia los costados; descubrí que estaba tirado, boca arriba, en el centro de aquel túnel; estaba embebido en un canal de dos metros de ancho lleno de un líquido espeso y asqueroso: agua y excrementos; también, otros objetos. No supe descifrar qué eran.
El dolor que, al principio, era generalizado, ahora se concentró en mi cabeza y en mi espalda. Pude sentarme y, en cuanto me hube puesto de pie, abandoné ese canal putrefacto. Fui hacía la derecha y me tiré en el suelo, de ladrillos ásperos, y me raspé la cara, pero no me importó; en ese momento no sentí dolor alguno. Descubrí que mis muñecas estaban esposadas con unos grilletes de hierro unidos a una cadena negra, pesada. Mis pies, de igual manera.
¿Pensará usted que he sido algún criminal, asesino o ladrón? y ¿que fui condenado a estar en aquel lugar? ¿Pensará quizás que es un justo castigo por algún delito o de alguna terrible, inhumana perversión? O ¿podría imaginarme inocente, víctima de terribles villanos que quisieron deshacerse de mí, enviándome a este lugar, demoliendo mi cuerpo?... Sea cual fuese su pensamiento, por favor, líbrese la mente de prejuicio alguno y escuche atento cada palabra que he de decirle, que sus dudas se saciarán a medida que avance por este relato.
Lo cierto es que, en ese momento, yo, no sabía el porqué de esa situación ni absolutamente nada a cerca de mi identidad.
Me incorporé nuevamente y, cuando pude dominar los movimientos de mi cuerpo, conseguí observar más del lugar. Dicho túnel, se extendía unos 50 metros detrás de mí; asta ahí llegaba, y ese parecía ser su inicio. En ese lugar (50 metros de donde estaba yo de pie, con manos y pies encadenados, overol verde ensangrentado, así como la cara y la cabeza), caía una cascada inmunda de aquel excremento que llenaba el canal donde yo desperté. Aquel liquido apestoso caía desde un gran tubo que salía de la pared, unos metros abajo del techo, a unos 20 metros de altura. Descubrí que la corriente hacía un gran estruendo y que se hacía más lento su avance conforme se alejaba; así es que, hacia donde yo estaba, la corriente sólo era un caudal que se desplazaba lentamente y con ondas suaves y no hacía prácticamente ningún ruido. El color de aquel líquido era muy variado, predominando el verde, el marrón y el rojo muy oscuro. Semejante espectáculo, que proporcionaba aquel prodigioso caudal, tan asqueroso, causaba en mí un asco imposible de describir con mi modesto repertorio de palabras. En ambos lados del canal, se extendían dos franjas paralelas de dos metros de ancho, de ladrillos disparejos y de diferentes tamaños, con salientes filosos, que anteriormente me hirieron el rostro y, luego, la planta de los pies al caminar.
Mi respiración era acelerada, puesto que los dolores de espalda me impedían tomar mucho aire: esos dolores me atormentaban sobremanera cada vez que inspiraba. Luego estos dolores fueron cesando y pude respirar más pausada y profundamente; lo hacía por la boca, ya que mis orificios nasales estaban completamente tapados. Intenté destaponarlos con los dedos y me arranque, con los pedazos de mucosa y sangre, gran cantidad de mi propia vellosidad nasal. Gracias a eso y, producto de las grandes gotas de lágrimas, que me provoqué al arrancarme los pelos de la nariz, mis ojos se limpiaron y mi vista fue mucho más eficiente. Grande fue el alivio, pero insignificante ante el dolor que experimentaba en la espalda y la cabeza, y la incertidumbre, para la cual no encontraba remedio en ese momento.
Un impulso como instintivo me hizo caminar en la dirección que llevaba la corriente apestosa. Caminaba pegado a la pared, en un intento de estar lo más alejado posible de esa inmundicia que, en algunas partes, lanzaba unos vapores claramente visibles, que se esparcían lentamente por el aire y llegaban asta mí. Al tener mi nariz destapada, los olores eran más fuertes y lacrimógenos.
Avanzaba muy lentamente por dos razones: por un lado, la cadena que unía amos tobillos era muy corta y no me permitía hacer largos pasos; por otro lado, era la cadena muy grande y pesada y mis piernas, eran flacas y débiles, como pude ver.

* * *

Caminé por largas horas por aquel túnel interminable. Para calcular la distancia que recorría, contaba las antorchas en las paredes que estaban dispuestas en intervalos regulares. Al ver pasar a una rata de increíbles proporciones perdí la cuenta: era el primer ser viviente que vi desde mi despertar. Salió de entre los excrementos que transportaba el canal; tenía el tamaño de un perro pequeño; llevaba algo en su boca. La visión solo duró unos segundos asta que su cola, como un látigo, se sumergió en la oscuridad. Producía un chillido tan agudo y tan fuerte que nunca voy a olvidar. Lamentablemente ella no sería la única criatura viviente que vería. Escucharla chillar hizo que, de una manera diferente, cobrara conciencia de mí mismo: descubrí que tenía hambre y mucha sed. Pronto el hambre se desvaneció, a causa de una serie de cuestiones que revolvieron mi estómago; más no disminuyó la sed.
Mis tripas se retorcieron cuando, colgado de la pared por los brazos, vi a un ser que parecía estar muerto, toda la cabeza y el resto de su cuerpo estaban tan inflados que parecía estar a punto de explotar. Estaba en el mismo lado por el que yo venía caminando y me acerque con mucho asco, movido seguramente por una morbosa curiosidad. Eran sus manos las partes más hinchadas de su cuerpo. En una de ellas el pulgar sólo era un pequeño e insignificante hueso que salía de un agujero en la mano (el cual no estaba seco, pero tampoco sangraba) Su rostro era realmente repulsivo. Su nariz estaba como hundida, en la cara. Sus labios pálidos, replegados sobre sí, formaban la más aterradora sonrisa que jamás había visto. Tenía la misma ropa que yo, y también estaban encadenados sus tobillos. Debido, creo yo, a que le faltaba el pulgar a una de sus manos (como dije recién), esta se deslizó por grillete que sujetaba la muñeca y súbitamente el cuerpo de aquel ser quedó colgado de un solo brazo, el cual se desprendió a la altura del hombro y el cuerpo cayó de bruces al suelo. Su cara, al estrellarse contra el piso, se destrozó por completo y su brazo quedó balanceándose en la pared, sin derramar una sola gota de sangre. Ver eso me asustó grandemente y me obligó a reanudar mi marcha, para dejar atrás aquel cadáver tan horrible.
Pronto encontraría más cuerpos, colgados de la misma forma que el primero, a ambos lados del túnel. También, algunos brazos no resistieron el peso de los cuerpos obesos y cedieron, dejándolos caer al suelo. Llegué a contar cerca de cincuenta cuerpos colgados de la misma manera. Como pude ver, en aquel lugar abundaban los insectos, de toda clase y tamaño. Estos se deleitaban con los restos de aquellos cuerpos descompuestos y desmembrados.
Puesto que a mi mente, en ese momento, le resultaba imposible elaborar ninguna hipótesis acerca de la causa de mi presencia en ese lugar y de la falta total de mi memoria, mi pensamiento se centró en la duda que tenía acerca de sí esos cuerpos eran colgados ya muertos o si perecían después de ser colgados. Esa duda fue desplazada por suceder algo que me dejó absolutamente paralizado: presencié el momento exacto en que uno de aquellos individuos lloraba a gritos por el dolor que le causaba el haberse desprendido su muñeca y haber quedado sin la mano derecha. Cuando eso sucedió, así como el primero que había visto, pendió todo su peso del brazo izquierdo y, el peso de todo el cuerpo ejerció sobre una sola cadena, hizo que esta se desprendiese de la pared, y el sujeto cayo al suelo. De repente me sentí terriblemente aterrado temiendo que aquel me viese; mas él me dirigió una mirada fugaz que expresaba el más absoluto desinterés hacía mí. No así yo, que permanecí paralizado, observándolo, allí arrodillado en el suelo, cerca de mí.
Caminé lo más rápido que las cadenas me permitieron. Quise alcanzarlo para preguntarle de este lugar y si me conocía y si sabía porqué yo estaba allí. Cuando estuve, cerca él se levantó de golpe y se abalanzó hacía el muro como un toro que va a cornear. Al chocar la cabeza contra la pared se despedazó por todo el suelo y por la misma pared y por mí. Y en ese momento el cuerpo decapitado se incorporó y caminó lentamente en dirección al canal y ahí se zambulló y luego, flotando, fue llevado por la corriente.
El cuerpo rígido, en el líquido espeso, se desplazaba muy despacio y eso me dio una idea: puesto que la corriente llevaba la misma dirección que yo, y que mis pies heridos me martirizaban a cada paso, caminé hasta que pude colocarme paralelamente a la espalda de aquel ser; esperé que se estuviese más cerca del borde y luego, de un ligero salto, me puse sobre el lomo y, como había sospechado al comparar su tamaño con el mío, el cuerpo no se hundió. Me senté en aquella espalda amplia y esa leve sensación de satisfacción me hizo dormir súbita y profundamente. Otra vez, soñé miles de cosas y centenares de personas que no recordaba.

* * *

Mi despertar fue brusco puesto que, dormido, tragué excremento. Salí a flote rápidamente y me vi en una especie de estanque repleto de ese líquido espeso y heterogéneo. Movía mis brazos y mis pies para no hundirme. La orilla no estaba muy lejos. El cuerpo que usé como balsa flotaba a unos metros de mí. Mucha movilidad no me permitía las cadenas que me sujetaban los pies y las manos. No tuve otra opción que zambullirme para poder nadar y así salir de esa laguna puesto que con la cabeza a flote no podía hacer nada. En mi trayecto me golpeé la cabeza y los hombros varias veces con unos objetos sólidos que ascendían desde el fondo; eran duras y huecas. Cuando hube llegado a la orilla y me hube puesto de pie en ella, pude ver esas cosas eran cráneos: algunos salían a la superficie y otros se hundían. había centenares de ellos. Tanta sordidez ya no podía sorprenderme y, aquel espectáculo tan asqueroso y mórbido, solo era algo más que combinaba con todo el ambiente de ese lugar.
Parado en la orilla de aquella laguna, observé que el diámetro de esta era de más de cien metros. No alcanzaba ver el otro lado ya que todo encima de ella era una espesa nube amarilla que resplandecía a causa de la luz que entraba desde una grieta en la parte superior del lugar. El gas (o la nube) salía de la laguna y se metía por esa grieta. Miré detrás de mí y vi el túnel de dónde yo salí: era una especie de puerta semicircular, por donde entraba la luz de las antorchas. Unos metros antes de esta puerta, el túnel presentaba un ligero declive que aceleraba relativamente el contenido del canal, que desembocaba en la laguna. Como esta puerta había varias (no alcancé a contar cuántas) que se disponían en forma concéntrica al rededor del estanque. De todas ellas, desembocaba la misma apestosa y tóxica materia fecal. El lugar era una cueva gigantesca, de tremendas proporciones.
Alternando con los tributarios del estanque, habían unos huecos en la roca, que parecían reductos del tamaño de un hombre. Eran, a diferencia de los túneles, pequeños y oscuros. No sabía como era el lugar al otro lado de la acequia porque me lo impedía el mencionado vapor, o gas que salía de ahí.
Lamentablemente los datos asquerosos tienen que seguir, para informarle a usted la situación lo más exhaustivamente que pueda, y para que haga una más acertada inferencia a cerca de mis sentimientos y pensamientos.
Con respecto a mi conducta, podría decir que otra persona en mi lugar hubiese hecho otras cosas. Pero esta, además de ser una situación extraña por sí misma, la es más aún por que es a mí a quien le pasó. Quiero decir con esto que todo lo que relato está lejos de ser lo que hubiese hecho una persona normal en una situación como esta. Esta es solo mi opinión; usted ya sacará sus propias conclusiones. En todo caso, procuraré que el relato sea menos escabroso, menos aversivo para usted; aunque temo que no lo voy a conseguir.
Miré en dónde estaba parado y me di cuenta que todo el lugar era una montaña de restos humanos. Todo el suelo estaba cubierto de cuerpos despedazados: brazos, piernas, cabezas... Algunos cuerpos estaban casi enteros. Otros incluso estaban vestidos como yo. Todo, recorrido por insectos de todas las formas imaginables y roedores que me causaban una innombrable repulsión; no podía ni mirarlos.
Como quien pisa uvas o camina por el lodo, así andaba yo por el borde, por la orilla, para no pisar los cuerpos, para no ser picado o mordido. Observé que, en el interior de los recovecos oscuros el suelo era seco y, lo más importante: no estaban minados de miembros ni de insectos. Pero, para llegar hasta ahí, debía atravesar casi cien metros de cuerpos y podredumbre. Traté de aguantar la respiración y, con los ojos serrados, me decidí cruzar el trecho y poder así refugiarme, de tanto horror, en aquella seca oscuridad de las cavernas.
Llegué la mitad del trayecto y caí rendido de tanto cansancio. Algunos muslos, algunas costillas, se enganchaban por las cadenas que yo llevaba y, a cada paso que daba, me hundía hasta las rodillas. Me sumergí entero; pero me levanté muy rápidamente, impulsado por el asco, más fuerte en ese momento que la fatiga. Huesos partidos me cortaron la cara y rasgaron mi ropa. Y entonces grité de la inconmensurable rabia que sentí. Fue tal el grito, que después sentí un dolor en la garganta que nunca más se aliviaría. Lloré con todas mis fuerzas. La desesperación empezó a asomarse y a desgarrar mi corazón. Contrariamente a lo que les sucede a otro tipo de personas, a los cuales la tragedia les endurece, les mete el corazón tras un baluarte, yo me debilitaba; el dolor físico se transformaba en herida mortal en el alma. Pero seguí caminando, aunque con más esfuerzo, hacía las cavernas.
Escuché una voz que venía de ellas; no entendí sus palabras, por ser estas casi inaudibles; empezó a arderme el pecho y mis ojos se desorbitaron. Corrí como pude; llamé a los gritos, pidiendo que dijese dónde estaba el ser vivo que escuché hablar. "Calle y ocúltese, estúpido —fue la musitada respuesta— ¿Quiere, acaso que lo encuentren? ¿Qué no sabe dónde está?"
Llegué hasta la cueva y al fin pisé el suelo seco. Traté de encontrar al de la respuesta y una mano me tiró del brazo hacía un rincón. "¡Por ser tan idiota esta usted aquí, seguramente!" me dijo aquel ser.
—¿Dónde estoy?— le pregunté.
—¿Qué?... En el Infierno.

* * *

Miles de pensamientos se agolparon en mi mente. Acurrucado en el rincón busqué con la mirada a ese ser que me había dicho semejante cosa. Lo divisé agazapado en frente mío. La oscuridad sólo me concedía contemplar sus pies, que estaban encadenados cómo los míos. El resto era una leve silueta, una vaga insinuación. Salí de mi escondite para llegar hasta él y poder encontrar respuesta a todas mis preguntas, porque me atormentaba la ansiedad. Así, todo agazapado y lo más silencioso que pude, intente llegar a él y cuando extendí mi brazo para tocar su rodilla, vi que levantó su rostro y pude contemplar sus ojos; percibí en su mirada un infinito desprecio. La luz que entraba me daba de lleno a mí y él me examinaba. Sin decir palabra me apartó de sí con un empujón. Se levantó y, pegado a la pared de la caverna, se dirigió hacia adentro con pasos ligeros; yo, que no entendía por qué me trató así, intenté seguirle. ///
Caminaba mucho más ágilmente que yo y pronto lo perdí de vista. Sin embargo, seguí rumbo al interior de ese oscuro y estrecho camino. La oscuridad se hizo absoluta y el aire me congelaba las manos, los pies, la cara, la espalda.
Los únicos sonidos que se escuchaban eran los que producía yo al caminar: el arrastrar las cadenas y el respirar con dificultad.
Recuerde usted que, si bien el hambre se me había pasado ante semejantes espectáculos, todavía tenía sed y cada vez más.
También se escuchaba el chillido de algunas ratas y el crujir de la coraza de los insectos que pisaba. Uno que otro insecto me ha picado. Pero más me dolían, en los tobillos, las mordeduras de las ratas.
Escuché entonces unos murmullos en la distancia, en dirección opuesta a la entrada de la caverna. Solo distinguí algunas sentencias sueltas que provenían de una sola voz y otras voces que expresaban sorpresa o frustración conforme a lo que esta decía. Escuché decir lo siguiente: "No había ningún demonio…Estaba desierto…" —y luego— "Solo escuché a un idiota que se puso a gritar y, seguramente, le escucharon, los nefastos."
Escuche que se lamentaban y se quejaban de que tenían hambre y sed y que tenían que llegar hasta la acequia para conseguir carne.
Por un rato no se escuchó hablar a nadie. Yo no me animaba a decir nada porque tenía miedo de que me ataquen al saber que fui yo quien, según había escuchado, atrajo a los demonios hasta el estanque. Escuche el llanto de una niña y se me retorció el alma. Ese llanto me trastornó de una forma muy extraña. Algo muy difícil de expresar. Era algo parecido a la culpa. Era una angustia que me quemaba el pecho. No pude contener el llanto y los seres que estaban ahí me gritaron para que me callase.
Más allá de las personas, en la dirección que yo venía caminando antes de encontrarme con este grupo irritable, se vio un pequeño resplandor de fuego, de una antorcha, que se dirigía hacía nuestra posición. Algunos temieron que sea algún diabólico ser que los andaba buscando. Pero, cuando estuvo más cerca, dijeron que era uno más de ellos y que no había por qué temer. La niña lloró de nuevo. Una voz femenina le habló dulcemente y la calmó. Era una voz tan suave, tan dulce. Contrastaba tanto con todo lo que estaba pasando. Yo sentí un impulso casi irresistible de hablarle, pero me lo impidió el miedo que tenía de esas gentes. Por razones obvias, cuando más cerca estuvo este individuo que llevaba la antorcha, la oscuridad se hizo penumbra y luego leve claridad.
Hubo luz y pude contemplar a ese grupo de almas que se quejaban del hambre. Eran cerca de veinte. Entre ellos había hombres, algunas mujeres y unos niños. Vi a uno que le faltaba un brazo y un niño sin una pierna. Todos muy flacos. Los rostros todos tristes. Vi a la niña que lloró y a la que parecía su madre. Ambas y otros dos niños, al ver al hombre que traía el fuego, se dirigieron hacia él. La mujer le dijo unas palabras que no escuche por la distancia a que estaban y luego se fue con los niños por donde el hombre había venido. Yo intente seguirle pero me tropecé con uno y este al verme gritó que era yo el que había atraído a los diablos y que arruiné su oportunidad de traerles el alimento. El hombre de la antorcha, tomó un hueso que estaba tirado y se me acercó rápidamente, encolerizado. Otros hicieron lo mismo. Cuando estuvieron sobre mí comenzaron a golpearme, gritarme, escupirme, insultarme. Me dieron patadas, otros me arrojaron piedras. Luego, alcancé a escuchar que uno dijo que tenían que irse, que quizá los demonios andarían por ahí y los atraparían. Todos siguieron el camino que había tomado la mujer y su familia y me abandonaron a mí, maltrecho, destrozado. Dejaron un fémur que pude divisar cuando no estuvieron demasiado lejos y todavía había luz. Decidí llevarlo con migo para poder defenderme. Lo tomaría, horas más tarde, cuando hube podido moverme.
Cuan triste me sentía, cuan desdichado. Ignoraba los próximos acontecimientos que el destino me estaba reservando.
Un rato largo después, escuche ruido de cascos en dirección opuesta a la que tomó aquella gente. Se acercaban a gran velocidad. Escuché el relincho de un caballo. Doblé todo lo que pude mi cuello para ver quien venía a tan prodigiosa velocidad. Vi una luz, lejos. Temí, y no me equivoqué, que fuese un demonio. Yo no pude moverme. Estaba tirado en el suelo. Se escuchaba que hablaba a los gritos. Pero no se veía a nadie más. Se acercaba a gran velocidad. Castigaba al animal y le gritaba. Este resoplaba y aceleraba su marcha. Pronto llegaría hasta mí. Yo estaba aterrado.
El caballo se detuvo en seco a centímetros de mi cabeza y sentí el aliento caliente del animal. El demonio se bajó se colocó a mi lado. Con el pie giró mi cuerpo. En vano intenté hacerme el muerto. Pareció no interesarle si estaba con vida o no. Se agacho y me observó detenidamente. Yo lo espiaba y le vi sonreír al ver mis vestiduras ensangrentadas. No pude aguantar mi respiración que se aceleró y él soltó una carcajada. Con una mano me tomó del cuello y me levantó y me colocó en el lomo del enorme animal como si fuese una bolsa de papas. Yo no pude moverme del miedo que tenía. Se montó al caballo y siguió su camino, con migo en el anca. En una mano llevaba una encendida antorcha y con la otra asía las riendas del enorme caballo.
Seguramente, usted querrá saber el aspecto de este demonio. Sobre ese tema, puedo decir que era como un ser humano solo que más grande, más robusto. Estaba vestido como un soldado de alguna cultura antigua, similar, creo yo, a un samurai. Con dos huesos muy grandes que le salían de su espalda y que estaban rotos. El caballo, pese a su gran tamaño, no era muy diferente a los caballos que usted puede conocer. También este, estaba adornado como un caballo de guerra, con muy decoradas armaduras de cuero y metal. Así también, el metal y el cuero y colores muy vivos, predominaban en la armadura del demonio.
Como supuse, el demonio se proponía alcanzar a aquel grupo de personas que me habían atacado. Debo admitir que, en el fondo, sentí deseos de que sean encontrados. Sea cual fuese el destino que me aguardaba, lo imaginé menos aterrador pesando en que a ellos les esperaba el mismo destino. Afortunadamente esos rencores no duraron mucho.
El galope recio y constante no tardó en dar alcance a la gente que caminaba a pasos tan lentos y pesados. Todos llevaban cadenas, igual que yo.

* * *

¡Oh, la ignorancia! ¡Maldita la hora en que me vi despojado de ella! ¡Cuán insignificante era mi dolor cuando en sus amplias manos yo estaba! ¡Cuánto dolor estaba esperando por mí a la vuelta de la esquina! ¡Cuánta desdicha! El castigo implacable del infierno todavía no se había mostrado en toda su magnitud. Esta es la hora en la que este infernal sitio comenzó tejer su terrible trama. Tan aterradora historia esta es, que ya no quiero volver a revivirla nunca más. Solo esta vez, la primera, y la última, será. Tan insignificantes me parecieron después los dolores físicos y la incertidumbre. Acuérdese usted que yo ignoraba todo a cerca de mí. Acuérdese que yo no sabía nada. Así fue cómo volvió a mí la memoria, así como voy a contarles ahora.
El nefasto ser que en ancas de su caballo me llevaba serró el paso a la procesión. En ese lugar, el camino se dividía en tres corredores más pequeños, igualmente lóbregos. El animal dio un relincho aterrador. Las gentes se estremecieron. Gritáronle al demonio. Intentaron, en vano, asustar al animal. El nefasto les ordenó callar, levanto por encima de su cabeza una gigantesca espada y la hizo girar. Algunos se arrojaron hacía él y este los lanzó lejos con increíble fuerza. A más de uno decapitó con su espada. Más de un cuerpo fue partido en dos. Pero se notaba que lo hacía en situaciones excepcionales, su intención no parecía ser la de matar. A todo eso yo permanecía tras él y, no sé cómo, no me caí con tanto movimiento. Estaba yo impresionado de la bravura de aquellas personas, de su valentía. De cómo se defendían En un momento dado, el demonio envainó la espada y, de un compartimiento en la armadura del caballo, sacó unas extrañas herramientas de hierro. Sin hacer caso a la arisca multitud, tomó a uno de la cabeza con la mano derecha, y sujetó la cabeza de este con una de sus artefactos, el cual tenía, en ambos lados, unas especies de "mariposas" que presionaban las sienes del sujeto mientras este gritaba de terror y de dolor y agitaba con violencia todo su cuerpo intentando zafarse de las garras del demonio, aunque sin éxito. En la parte superior de esa cosa (que no sabría darle un nombre porque nunca vi nada parecido) había un orificio por el cual él introdujo una especie de punzón, también metálico y lo hizo girar como enroscándolo de tal forma que se clavaba en la parte superior del cráneo del infeliz. Luego giró el punzón en sentido contrario, mientras el pobre individuo gritaba de dolor, desenroscándolo. Giró su herramienta de tal modo que el orificio apuntó hacia la nuca y realizó el mismo procedimiento con el punzón. Lo giró nuevamente pero el orificio apuntó hacia la frente. Una vez terminada la operación, quitó artefacto de la cabeza del sujeto y arrojó a este al suelo y siguió la rutina ya con otra persona. Esta vez, fue una mujer que parecía de avanzada edad. El primero que fue sometido a esta tortura se retorcía como una hormiga que se aplasta con el dedo. Luego, simplemente, dejó de moverse y quedó completamente petrificado y con una mirada de infinita tristeza. Pensé yo que se había muerto por segunda vez, teniendo en cuenta que estábamos en el infierno, en donde es condición excluyente el haberse muerto para poder entrar.
Y así lo hizo con muchos otros, después de la mujer. Todos quedaban igual que el primero: exánimes. Llegó el momento en que lo hizo a la mujer a quien yo había visto anteriormente y también a sus niños. Era un espectáculo aterrador. Yo lloraba de pena al verla padecer y más lloré y sufrí cuando lo hizo con sus hijos. Intenté apearme del caballo pero justo me agarró de la ropa y me puso frente a él. Aquel hombre, del cual dije antes que apareció con una antorcha y que luego le dijo unas palabras a esta mujer y que guió a todos por el camino que el venía, al ver que la mujer era torturada, empezó a gritar y a ponerse cada vez más furioso. Insultaba y maldecía al demonio y este le ignoraba, muy concentrado estaba en el trabajo que hacía. Cuando vio que tiraba al suelo al último de los niños de la mujer, ya no pudo contenerse, su ira le desbordaba. En ese momento ya esa cosa estaba sujeta a mi cabeza, ya estaba enroscando el punzón. El punzón clavóseme en la cabeza y el dolor que sentí es indescriptible. Sentía una electricidad que recorría todo mi cuerpo. Mis miembros se movían y yo no los controlaba, todo mi cuerpo convulsionaba. Sentía que mi mente se derretía, que mis pensamientos se esfumaban. Me sacó el punzón y dirigió el orificio a la nuca. El dolor fue peor. Dejé de sentir mi cuerpo. El dolor se concentraba en la cabeza. Cuando estuvo a punto de empezar a hacerlo en mi frente —maldita mi suerte—, aquel hombre (del que dije que se puso furioso), no supe cómo, dio un salto tal que se puso arriba del caballo, el demonio no tuvo tiempo a reaccionar. El hombre, en el cuello del animal, hundió el hueso que llevaba en la mano en el rostro del gigante. Yo caí al suelo y se desprendió de mí aquel artefacto de tortura. Las mariposas dejaron tremendas heridas en mis sienes, pero no eran nada comparado a los enormes agujeros que tenía, uno en la nuca, otro en donde se juntan los huesos frontales y parietales del cráneo. Las heridas no sangraban; tal, era la característica más notoria de este segundo cuerpo, al cual estaba sujeto mi espíritu.

Acosado por el dolor, pero más aún por la confusión, traté de huir de aquel lugar. Apoyándome por las paredes fui caminando, ciego. Tropezaba y caía con mucha frecuencia pero, incluso arrastrándome, seguía avanzando. Lejos se escuchaban ya los gritos y relinchos. Caí en un sueño profundo. Creí que moría. Más no fue así. Era el preludio al regreso de la memoria. Las imágenes de un sueño se agolparon en mi mente, me invadieron por completo. Mi cuerpo yacía inmóvil en el suelo. La tormenta sucedía cabeza adentro. Así recordé lo que era de mí. Volví en sí y mi mente me aturdía, gritándome recuerdos que, poco a poco, iba asimilando. Tuve una casa, tuve una familia, tuve quien me quiso.

* * *

¡Al fin podré pasar a esta parte tan esperada de mi relato! ¡Por fin podré hablarle de cosas más agradables, más felices! ¡Abandonaré por un rato (lamentablemente será por un rato) todo este sufrimiento, toda esta sordidez, para pasar a contarle una historia que habla sobre el amor, la alegria, la paz!.

La sobria frescura que solía reinar en esas mañanas, a eso de las seis, era como una bofetada. En esas mañanas, sentado en la silleta en la galería de mi casa, contemplando la desierta calle de arena toda mojada por el rocío, me sentía completamente a gusto. A mis pies dormía un perro, que tenía como mascota, cuyo nombre no recuerdo. A mi derecha, una silla vacía, que sería ocupada un rato después por mi mujer. El piso de cemento de la galería tenía numerosas grietas y, por alguna de ellas, salían interminables procesiones de hormigas coloradas. Yo observaba un agujero en mi alpargata por el que salía el dedo gordo. Como no había casi nadie en la calle a esa hora pude dejar libre a unas flatulencias que pugnaban por salir desde el amanecer. El aroma era ciertamente impresionante. "Me debo de estar pudriendo por dentro", pensé en aquel momento. Disculpe usted que le de este tipo de información, pero es que quiero relatar específicamente los recuerdos que vinieron a mi mente y que eran, como me di cuenta más tarde, los más significativos.
Desde el interior de mi casa, venía a mis oídos la melodía típica de la mañana: mi mujer retando a mis dos hijos mayores para que se levanten para ir a la escuela y mi hijita menor que anda por el corredor hablándole a su muñeca. El sonido de una frecuencia modulada en el transistor de la cocina, un programa que siempre escuchaba mi esposa. Me rasco la papada mientras observo de reojo un "diez-pesos" que tengo en el bolsillo de mi camisa antiguamente blanca. Así como así, me dan ganas de orinar y entro a la casa. Pronuncio al pasar los nombres de los perezosos, en un tono imperativo que ellos ya conocen y rápidamente se levantan y se visten y se lavan sus caras. El baño está afuera en el patio: una casilla de un metro y medio de lado, de material, con un permanente olor leve a creolina. Tiene dos agujeros triangulares como ventanas, a cada lado. Y la puertita de madera se traba desde adentro con un alambre. Extrañaba ese olor a Fluido Manchester. En la cocina (lugar a donde se entra inmediatamente al cruzar la puerta que da al patio), hervía el agua para el cosido en una jarra y la leche en otra. Yo me dirigía al frente de la casa, en donde estaba, cuando al atravesar la cocina, la leche que hervía se desbordaba de la jarra de aluminio. Como correspondía, fui a apagar el fuego, no sin antes pegar un grito a mi mujer para que viniese a controlar aquel despliegue burbujeante que ensuciaba la cocina. De vuelta, en mi silleta, despido a mis hijos que marchan a la escuela y le doy un beso a mi hijita que se dispuso a jugar en aquel lugar. Ella se levantaba temprano, junto con mi esposa e inmediatamente se ponía a jugar con su muñeca. Con el termo y el mate, llega mi mujer a la galería y se sienta en su silla; automáticamente comienza ha hablar y, forzadamente, pronuncio las primeras conversaciones del día. Después de aquel ritual, mi mujer se disponía a realizar las múltiples labores de la casa y, el que le habla, se entregaba a los trabajos necesarios, para poder traer el pan a aquella humilde familia.
Mi casa era conocida en el pueblo. "Paraje Tres Pistolas"; así se llamaba mi pueblo y que en verdad era no más que un paraje: un conglomerado de casitas y ranchitos, en ambos costados de una ruta provincial. Digo que mi casa era conocida porque en ella estaba nada menos que la capillita de San Sirilo, Patrono de este pueblo. Dicha capilla era una especie de "nicho" del cementerio. La construimos en dos tardes, con unos vecinos y mi hijo el mayor. Mi mujer, con otras señoras, juntaron lo que se podía de plata o algún que otro ladrillo, para la construcción. La capillita, pintada con cal, con una pequeña puertita y una ventanita a la derecha, guardaba en el interior una imagen de quince centímetros que, según mi suegra, era de San Sirilo. Estaba ubicada a la izquierda de mi casa. Tenía un crucifijo de hierro en la punta del techo a dos aguas, que fue donado por una señora llamada Rogelia, una viuda que enterró a su esposo atrás de su casa y nuca hizo bendecir el crucifijo para la tumba (no sé por qué). Quince años después, cuando se hizo la capillita, pensó en donarla. Mi mujer se apresuró hacerla bendecir; no sea que tuviese alguna especie de embrujo o por si acaso la quería para su primer dueño, el muerto. Una vez al año, preparábamos la fiesta para el santo. Un locro, si no un guiso, que se preparaba en mi casa y se servía al mediodía. Casi toda la gente de la zona asistía a la fiesta, donde había música, lotería de noche hasta que se iban a dormir todas las señoras más ancianas, festejando a la que, más favorecida por la suerte, se marchaba a su casa con veinte o treinta pesos. Al la mañana, de ese día, si es que venía el cura, había un rezo y hasta una misa cuando asistía mucha gente. Después de la lotería, se encendía el grabador de un joven vecino y se iniciaba u modesto bailecito, gratis la entrada pero no la bebida ni la comida. Gustaba yo de sentarme a mirar, junto con los señores mayores. La imagen se sacaba de la capillita y se la ponía en una mesita con velas. Era todo un tema mantener las velas encendidas todo el día. El viento sopla fuerte, en un lugar tan descampado como aquel, y lógicamente las velas se apagaban constantemente. Una hija de tal o cual vecina, era la encargada de mantenerlas encendidas durante el transcurso del día. La desdichada, debía estar constantemente sentada junto a la mesa con un encendedor, o fósforos, a la expectativa de alguna vela que se apagare. Generalmente, la persona a la que se le asignaba tal tarea, la cual requería de mucha destreza visual y fosforil (sí no ensendedoril), era seleccionada o, mejor dicho, sentenciada, en castigo por alguna fechoría realizada en épocas próximas a la celebración. Por lo tanto, generalmente eran niños de ambos sexos o muchachitas quinceañeras. Aunque no faltó el año en que se vio a algún vecino resignado y castigado realizando tal infantil o mujeril tarea, en virtud de haber llegado ebrio a su casa y haberle descubierto, su señora esposa. Cosa que no pocos motivos de burla generaba entre los muchachos.
El cura, sí es que venía, solía llegar en su desgastado Ford Falcon celeste. Como seguramente lo diré más adelante, este pueblo forma parte de un departamento. En la sección principal del mismo, está la parroquia desde donde vigila, cual pastor de ovejas, el cura que era porteño y viejo lobo de mar y andador de todos los caminos de aquel grande departamento. Solía aparecerse temprano y se quedaba todo el día por el pueblo, tiempo en que se repartía en múltiples funciones, entre las cuales se encontraban: confesiones de los fieles, bendiciones de casas y autos, bendiciones de alguna cancha de fútbol enfrente de mi casa, bautizo de aquellos que en intervalo de una fiesta de San Sirilo a la otra han nacido; también se dedicaba a, con menos frecuencia, impartir extremaunciones y algún que otro casamiento. Casi siempre se quedaba el cura hasta el baile, conde gustoso aceptaba que le conviden con vino, o cerveza si hacía calor. Se sentaba cerca de mi grupo de amigos y charlábamos de cosas de hombres y casi no de cosas de iglesia. Aunque casi siempre, los temas de que hablábamos en esas noches, se podían relacionar claramente con temas teológicos, pero yo los evitaba. El cura sabia como hacer venir a cuento alguna palabra o frase de la Biblia muy a propósito, nunca tirada de los pelos, inadecuada o inoportuna. Demostraba él ser muy idóneo, tanto en temas de su oficio como en temas mundanos, baladíes que eran los temas que yo generalmente proponía. Tipo joven, con la sabiduría de un viejo y con la presteza para la fiesta y el brindis, como cualquier hijo de vecino, ese era el cura.
Hubo años en los que, con motivos de la fiesta del santo, se organizaban campeonatos de fútbol en la cancha de enfrente a mi casa. Cosa que no me interesaba mucho, por no ser muy aficionado de aquel deporte tan popular. Algunas veces oficié de árbitro en aquellos partidos por ser considerado yo entre las gentes como persona muy despierta y observadora. Yo lo tomaba como una excusa para destacar las faltas de los demás, como si fuera yo algún impoluto, era solo un juego.
En los bailecitos de las trasnoches, que solían extenderse hasta muy altas horas de la madrugada, se agrupaban los señores entrados en edad, ávidos por ver mujeres jóvenes, también tipos como de mi edad, que más ávidos de las charlas suspicaces y del vino en vaso de lata estaban que de las jóvenes siluetas. Muchachos de la edad de mi hijo, el mayor, que la cerveza y las conquistas potenciales eran sus principales alicientes y niñas, en sus primeras salidas, luciendo sus vestidos mejores y sus mejores sonrisas y sus ensayados desdenes, según fuese necesario. Eran acompañadas —las más menores— de sus respectivas madres, que más por vigilar a su marido pasaban la noche en vela, que por cuidar la honra de sus hijas. Al final de aquella larga e importante jornada, tan solo quedábamos en pie algunos pocos que éramos los de siempre, típicos borrachos de San Sirilo, comentando o mintiendo a cerca de amoríos pasados, de amoríos actuales y de algunos que podrían ser. Ya la juventud se marchaba, los más agraciados, sin ganas de dormir, con alguna promesa de amores conseguida; los otros (los más) tan solo se marchaban con alguna frustración o simplemente sin pena ni gloria, con dolores —bien ganados— de cabezas y pies, a dormir a sus casas, sí no a comenzar con el día rumbo al trabajo. Yo, ahí me quedaba, sentado en mi silleta, saboreando mi mal aliento. En ese mismo lugar, una vez que todos se marcharon. Quedaba dormido, expuesto a la claridad del recién llegado día, hasta que mi paciente esposa me llamaba para la pieza.

* * *

Las imágenes, los sonidos, los olores, los sentimientos, las emociones, los miedos, las risas de mis hijos, los ojos de Ester, sus labios, sus manos, sus caderas, mi casa, el vino, la cerveza, las fiestas patronales, los cumpleaños, el mate, los sucesos de mi niñez, las caricias de mi madre, la sobria frescura de la madrugada, los sabores, el trabajo, las canciones, mi guitarra, las pocas novias de mi juventud, los amores imposibles, las recetas de cocina, los regaños del patrón, la ternura de mi familia, mi cabeza apoyada en su regazo, su tibio regazo, sus senos, sus dientes, la luz del sol los domingos, la noche. Los amigos, las serenatas, el infinito horizonte todo verde, los utensilios, las sabanas, mi almohada, la casa de mis padres, la despensa, la escuela secundaria, el campo, todo era el campo, no había más que eso, no quería más que eso. Todo lo perdí.

Caminaba con dificultad, buscando salir de la oscuridad que me rodeaba. No podía pensar en otra cosa que en mis recuerdos. Todos ellos eran buenos recuerdos. Comprendí que las imágenes ambiguas que soñaba al principio, eran atisbos de mi pasado. Recordé lo que era el amor y cayó sobre mí la nostalgia. Primero era agradable percibir cada imagen que venía a mi conciencia. Todos eran buenos recuerdos. Pensé: "qué feliz que era en aquel entonces" Estaba hambriento de recuerdos y los recibía en abundancia. Pensé: "el infierno no es tan aterrador. Solo tengo que sentarme por ahí a ver aflorar los momentos felices" Pero llegó el momento en que ya no venían más recuerdos. El caudal se agotó, pensé. Ya no tenía en qué refugiarme de la infernal realidad. Ya no pude escapar del presente. Anduve ocultándome en las reminiscencias, en la ilusión de volver en el tiempo. En todo lo que había en mi memoria, nada me ofrecía una pista a cerca de la razón por la cual esté yo en el infierno.
Como dije, primero sentía un innombrable éxtasis cada vez que afloraba un nuevo recuerdo en mi conciencia. También me deleitaba en repetir y repetir los que ya tenía. Recorriéndolos de punta a punta, agotándolos. Pero cuando cesó el acordarse y ya había recorrido centenares de veces cada episodio que guardaba en la memoria, esos recuerdos empezaron a atormentarme. Ya, de manera involuntaria, me venían a la mente. Se metían en mi cabeza y no me abandonaban. Me aturdían. Me acosaban. Terminé tratando de evitarlos. Pero era imposible. Tirado por oscuros y húmedos rincones, me retorcía como tratando de salir de mi cuerpo para abandonar así esa mi mente que me torturaba. Y llegó al fin un momento en que los fantasmas del pasado se compadecieron de mí y los recuerdos ya no me dolían tanto. Pude así seguir adelante con la principal y más urgente actividad que llenaba mi tiempo en aquel diabólico lugar: esconderme de los demonios que constantemente patrullaban por todos los recovecos del infierno.
Me imaginaba que número de diablos era infinito. Los escuchaba cabalgar por las cavernas. Oía cuando encontraban a la gente y la masacraban. Escuchaba los lamentos que quienes no aceptaban su eterno castigo. Oía suplicas, oía que en vano clamaban por sus vidas. A todos les llegaba su hora. Me encontré con varias almas en mi camino. Algunas me pedían ayuda, otras me ayudaban a esconder. Había quienes, rendidos ya, se entregaban dóciles, resignados, muertos antes de morir. Alguno me dijo que era inútil huir, que sólo aplazaba el consabido e inexorable destino, que me entregue, que no me esconda. Y luego este corrió hacía un demonio que venía cabalgando por al caverna y, al verlo el demonio, con un gigantesco venablo o arpón o fija, lo cazó, como quien atrapa peces en aguas poco profundas. Sin detener el animal, levantó con la lanza al atravesado y con una mano lo desclavó y lo ató con una cordón de cuero, por el cuello, a una argolla en la silla de montar. Guardó la vara en su espalda y siguió su camino. Y así como esta, vi muchas otras. Escenas cruentas, desesperantes.
Todos los demonios, como soldados, llevaban esos trajes tan elaborados, semejantes a los del samurai, todos tenían esos huesos rotos que le salían sus espaldas. Afiladas espadas gigantescas, resplandecientes. Todos llevaban aquel aparato de tortura del cual yo pude zafarme.
Grande fue mi sorpresa cuando al encontrarme, por casualidad, vi, con un grupo de almas que marchaba cansada por uno de los infinitos túneles, a personas que yo conocía. Me oculté espontáneamente, y observé tratando de ubicarlos y descubrí que eran vecinos míos. Estaban en el infierno como yo. Sentí que el corazón me estaba por explotar. Sentí que ya no estaría vagando solo. Recorrería el infierno con ellos que fueron mis amigos. Eran dos hombres, que parecían tener mi edad. Los recordaba en una despensita a la noche cuando nos juntábamos a tomar y a jugar a las cartas. Los dos eran hermanos y marchaban juntos en esa multitud de condenados. Yo sentí morirme de alegría. No cabía dentro de mí el corazón. Salí de mi escondite cuando estuvieron cerca. Grite sus nombres. Les llamé para que me vieran. Corrí a su encuentro con los brazos levantados. Les dije mi nombre. Les recordé las veces que nos juntábamos a tomar vino y a jugar a las cartas. Lloré de alegría. Corrí con las escasas fuerzas que tenía y con el impedimento de las cadenas. Ellos ya no tenían la amnesia que yo tuve. Vi en sus ojos que me reconocieron. Mas no se alegraron de verme. Sus expresiones fueron de enojo, de un gran enojo. Me insultaron, y gritaron palabras muy duras. Uno me dijo, mientras el otro sacaba del canal de excrementos un cráneo pelado, que "el infierno no podía llamarse así, si es que no estaba yo en él"; que "lo que más le tornaba infeliz, en este lugar, era que inevitablemente tendría que verme". El otro hermano me arrojó la clavera y esta dio en mi faz, rompiéndome la nariz. Caí al suelo del impacto y todos se rieron de mí. Entonces yo me levanté y les repetí quién era, les dije "¡Soy su viejo amigo!" "¡Soy..." Pero no me dejaron terminar. Gritándome que no podía ser tan "hijo de puta", uno me pateó y los otros me escupieron y caí al canal de los excrementos. Salí a la superficie y les grité que me confundían con otro ser. Les volví a decir mi nombre. Pero ellos siguieron su camino y ya no voltearon a mirarme, mientras yo exclamaba mi identidad y las cosas que habíamos hecho juntos.
En aquel momento, no había notado las marcas en sus frentes: las mismas marcas que les hizo aquel demonio a las personas con las que primero me encontré. No estaban marcados como yo, que no las tenía todas, sino como los que quedaron exánimes, tendidos en el suelo, bajo los cascos del animal. Yo pensaba que estos habían quedado muertos. Pero comprendería mi error mucho más tarde.

* * *

Conocía al pueblito como a la palma de mi mano. Sinceramente, no era mucho más grande que eso. Lo sentía tan mío que era casi imposible, en ese entonces, imaginarme en otro lado. Cuando llegué a ese lugar (lugar de donde nunca más regresé) lo despreciaba por completo. Creo que tenía diecisiete años. Era un sujeto flaco, morocho; pasaba desapercibido. Vivía en otro lugar, en un pueblo sobrecargado de gente sin nada mejor que hacer que poner kioscos o almacenes y engordar hasta que llegase el tiempo morir, sentados en sus silletas, en la vereda. Era un pueblo con unas pocas calles asfaltadas y demasiado egocentrismo. En este sitio, pasé una infancia común y corriente. Jugaba en la plaza con mis amigos a la tarde, hasta que llegaba la hora de irse a bañar. Luego, la adolescencia dichosa. La época de las primeras salidas, los primeros bailes con los compañeros y compañeras de colegio. Y después los bailes de verdad. Recuerdo que ansioso esperaba la llegada del sábado, para ir al baile con los amigos. Tomaba cerveza y fumaba, invitaba a bailar a las chicas cuando podía superar la vergüenza.
Era un pueblo relativamente pequeño y no había demasiada gente como para que funcionen más de dos boliches a la vez. Y, efectivamente, en el pueblo, no había más de esa cantidad. Yo sólo iba al que estaba a dos cuadras de mi casa, dónde se juntaban todas las personas que yo conocía. Era yo uno más del montón y era feliz. O por lo menos eso creía. Hubo una época en la que se serró el boliche, por alguna razón. Fue un tiempo en el que tenía uno que amañarse para conseguir un lugar donde pasar en vela un sábado a la noche. Fue la dichosa temporada de los quinces, casorios, cumpleaños y demás. Había que averiguar durante la semana, en la escuela o en otro lado, en qué lugar habría algo el fin de semana. Nos íbamos a los lugares más remotos e inimaginables. Lo que con más frecuencia sucedía eran los "quinces"; la prima de algún compañero, la sobrina de un vecino, la cuñada de la hermana del ese tipo que me prestó su carpeta, que es compañera de un amigo... Casi nunca era yo uno de los invitados. Había que colarse. Aunque no siempre se podía. A mí me resultaba fácil viajar de aquí para allá. Por que contaba con la camioneta de mi padre. Él nunca tubo problema en facilitármela. Con ella, íbamos yo y mis amigos hasta el lugar de la fiesta.
Le cuento a usted todo esto porque, precisamente, fueron esas costumbres las que me arrastraron al bendito paraje en donde volví a nacer. Fue el arte de encontrar quinces y casorios suburbanos lo que me llevó a ese lugar del que no hubo jamás retorno —solo la muerte habría de arrancarme, años más tarde, de aquel, el centro del universo—. Los detalles de esta historia insignificante, quiero contarle ahora.

Fue una vez, que estaba cebándole mate a mi madre, mientras ella atendía en la despensa. Era un viernes, a las seis y media de la tarde, recién venía de la escuela. Yo miraba fijo hacia el añoso mostrador de madera oscurísimo, que era tan miembro de mi familia como yo y mis padres y mi hermana y hermanito, más chico. Ver aquel mostrador viejo y enorme, me daba una extraña sensación de seguridad. Estábamos en la despensa de mi padre. Él estaba sentado detrás del mostrador. Al lado de él, mi madre, frente a su máquina de coser. De repente, dos manos conocidas irrumpen en mi campo visual al posarse en el mostrador. Levanté la vista y saludé a un compañero y amigo, cuyo nombre no recuerdo. Después, nos miramos larga y calladamente durante un buen rato (teníamos esa costumbre) Le pasé un mate y se apresuró a hablar, atragantándose con un biscocho de grasa que había puesto previamente en su boca. Una vez tosido, todo lo que había que toser, me comentó que se festejaría un quince en el campo y que sería aquel el único acontecimiento del sábado a la noche. Yo no estaba muy convencido de querer ir. Me acuerdo que quería quedarme por el pueblo ese fin de semana. Pero no tuve otra opción, aparentemente, que la de ir a aquella fiesta que no me atraía para nada. Esto de ir al campo, a cumpleaños y casamientos, nuca me había gustado. Pero lo consideraba como algo inevitable. Bien pude haberme quedado en el pueblo con mis amigos: comprar cerveza, ir a la plaza y escuchar música.
Pasó el viernes con su respectiva noche, en la que me dormí con la tele prendida, y llegó el sábado. Por la tarde, completé una carpeta con Pabla, una compañera. En ese momento se me fueron las no-ganas de ir al quince; ella me contó que iba y, luego, nos besamos apasionadamente (aunque fue solo en mi imaginación) Lo cierto es que Pabla iba al cumpleaños y yo no quería desaprovechar esa oportunidad (pobre iluso que fui siempre)
Me frotaba las manos, ya de noche. Mis amigos, en el acoplado de la camioneta: congelados por el viento. Aquel con el que hablé el día anterior y yo, íbamos adelante. Yo manejaba. La camioneta avanzaba hacia el quince, por el camino que va al pueblo Manantiales. Otros amigos míos iban atrás. El camino se bifurcaba en cierta zona. Me indicaron doblar por la opción más angosta. Aquel camino era insufrible. Se me hacía más difícil maniobrar en él por el frío que traspasaba el vehículo, más que por mi inexperiencia en ese tipo de senderos. Me acuerdo que miré al cielo y este me infundió una leve tristeza. Estaba despejado y había luna llena. Imperaba, en aquel escenario, una claridad casi sobrenatural. No tardó en divisarse, frente a mis ojos, una luz (y la luna, ya no fue la única) Allá, más adelante, se divisaba el lugar del cumpleaños. Yo suspiré, aliviado por estar ya cerca. Recuerdo que estaba muy nervioso por ver a Pabla. Ya me parecía sentir en mis hombros, entrelazados, sus delgados brazos al bailar.
Llegué y en la entrada que daba a un gran pastizal prolijamente cortado en donde se dibujaba las marcas de las ruedas que llegaban hasta una casi perdida casa blanca y simplísima. Entre la entrada y la casa, se desplegaba una laguna de gente que iba y venía. Varios tablones que se interponían a la gente, resaltaban largos y blancos, repletos de platos, de centros de mesa, de gaseosas, de señoras sentadas y de señores sentados y de niños (algunos sentados, otros no) Pocos de mi edad estaban sentados. Se agrupaban más bien en pequeños túmulos que se disponían en diversos rincones del lugar. A un lado de la puerta de la casa, alumbrada por un improvisado farol, una muy decorada torta de cumpleaños. Más a la derecha, una señora le tomaba fotos. El humo que salía de atrás de la casa hacía inferir sobre el asado, a la estaca o a la parrilla, que se estaba preparando. Se erguía, contiguo a la casa, un quincho, debajo del cual se instalaron varios refrigeradores de los que se sacaban casi frenéticamente botellas de vino, gaseosas y cerveza. Niños corrían en todas las direcciones, jugando "a la pelota" con un globo. Otros jugaban con una botella de plástico. Atrás de la señora que fotografiaba la torta, había un pequeño tocadiscos al máximo de volumen. El ruido de la gente, al hablar y al moverse, casi tapaba completamente la música.
La fiesta parecía tener todas las cosas dignas de un buen cumpleaños relativamente grande. Solo le faltaban dos cosas, pensé en aquel momento: algo que suene más fuerte que aquel extraño aparato viejo y Pabla.
Así es. A Pabla no se la veía por ninguna parte. Y es que no se había ido. Esperamos unas dos horas en la calle a que nos dejen entrar. Creo que había más gente afuera, en la calle, que adentro en la fiesta. Una larga hilera de autos y camionetas se extendía a un lado de la calle y se perdía en la oscuridad. Nosotros nos pusimos del otro lado, donde había también otros vehículos. Nos quedamos todos en el acoplado, conversando de pavadas, tomando sidra que algún conocido que fue invitado salió para convidar. Yo no pensaba en otra cosa más que en la repentina ausencia de aquella prometedora compañera de estudios y de otras cosas. La sensación era similar al desengaño.
Llegó el momento de entrar y todos lo hicimos, algunos entusiasmados, otros (como yo), porque no había otra cosa mejor. Y fue en aquel momento en que mi vida daría una especie de giro rotundo. Un tipo, seguramente algún tío o primo, colocó un disco en el ya mencionado artefacto musical y llegó el tan tradicional y aburrido momento del vals. No significaba nada para mí aquel momento, hasta que la vi. Aquella figura que me deslumbró como nunca nada en esa vida. Fue cuando, por primera vez, pude ver a aquella que sería mi mujer poco (muy poco) tiempo después. Llevaba un vestido blanco, inmaculado. Parecía un ángel. Nunca antes había visto un ser tan encantador. Podría describirla con más detalles, pero no haría otra cosa que aburrirle puesto que no le ha visto nunca (además, no parezco otra cosa que estúpido, cuando hablo de ella) La cosa es que esa niña, de pelos negros y sonrisa dibujada, me estaba enamorando. El vals comenzó a sonar y ella, que era nada más y nada menos que "la quinceañera" con su padre, bailó entre aplausos y parientes adolescentes, que ya empezaban a ser tirados de los brazos y de las camisas. (Acá, hago un paréntesis: siempre el vals constituye un momento muy complejo para los invitados varones, especialmente los adolescentes; Nunca falta la tía gorda que incita a uno con sus múltiples cánticos, molestos e imperativos para que vaya, y baile con la quinceañera; los chicos corren despavoridos; los más, se niegan de maneras más disimuladas y, por ende, menos eficaces) En esa ocasión, parecía que no había nadie para el sacrificio. Nadie interrumpía a aquellos bailarines.
Con cuna mano en la espalda del pobre padre que sudaba sangre bailando y bailando con su hija, hice mi aparición en el centro de la pista, para que se me conceda el honor de bailar con la festejada. He aquí un acto muy poco usual en mi persona: no sé por qué, pero me hice camino entre la muchedumbre, llegué al círculo, posé la mano en la espalda de aquel señor y sonreí como insinuando una súplica. El padre me miró tratando de reconocerme pero no lo conseguía. Pero asintió con la cabeza y me permitió que bailase con su hija. Creo que en ese momento él estuvo más agradecido porque le libré de aquel suplicio que extrañado por mi identidad desconocida. Yo a él lo conocía pero evidentemente él no, a mí.
Mientras bailábamos el vals, no me atreví a decirle una sola palabra. Ella había notado mi nerviosismo y se propuso intentar alguna conversación. Me preguntó quien era y me dijo que no me relacionaba con ningún pariente, ni amigo. Yo, respondiendo todo con monosílabos, le hice saber que no estaba invitado. Ella pareció no escandalizarse por mi condición; le pareció más bien una picardía. La señora que sacaba fotografías, nos tomó una foto y fue la última del único rollo que había traído.
Unos niños que corrían por ahí, jugando con una botella de plástico, pasaron por cerca del toca discos y lo derribaron. El disco del vals se dividió en mil partes y se terminó, obligadamente, aquel ritual quinceañero. Unos expertos en el tema lograron unir las dos partes en que se había separado el tocadiscos, pero dijeron no ser tan idóneos en el trabajo de unir las partes rotas del disco. Colocaron otro y siguió la música. Yo, que me había quedado a su lado mientras fingía hacer lo que todos: espectar aquel acontecimiento accidental, cuando siguió la música y las niñas se agruparon en el círculo para bailar entre ellas. Entonces, inicié mi retirada. Ella me tomó del brazo y me ofreció seguir bailando. Acepté de muy buen parecer y bailamos así: charlando, riendo, toda la noche. Poco, o nada, me acordé de la ausencia que aquella compañera, durante lo que duró esa noche. Por lo que pasó esa noche y después, de madrugada, nunca más regresé de aquel lugar. Y nada más supe de nadie. Nunca más vi a los que vinieron conmigo. Solamente, supe, que aquel que se fue el viernes a la tarde a mi casa, una noche soñó que se murió y cuando despertó creyó haber resucitado y que se le había concedido una especie de segunda oportunidad. Se fue de su casa y nunca más apareció.

Terminada la fiesta, yo esperaba en la camioneta —que la había llevado un poco más a lo oscuro—, ansioso por que se termine de ir la gente.
Contrariamente a mis temores, la gente se dispersó bastante temprano. Temía yo que la fiesta se extendiese más allá de las seis de la mañana; terminando esta con el comienzo del día domingo. Sin embargo la fiesta no duró mucho. Puesto que el factor que hace que una fiesta perdure, hasta más allá de las seis, son los jóvenes, que todavía siguen bailando y todavía siguen tomando. Y lo que hace que estos permanezcan en dicha fiesta es justamente la posibilidad, para algunos, de bailar y para otros, de tomar. Tenemos aquí la posible explicación de la temprana muerte de este cumpleaños: la bebida no tardó en agotarse, la música no ofrecía demasiado entretenimiento ya que solamente se podía escuchar un disco o un cassette a la vez y eso constituía una verdadera molestia, cada que se terminaba uno de estos. Cabe mencionar que tampoco había muchos ejemplares (cassettes y discos) O sea que, habían pequeños instantes en los que la gente, en el círculo, se quedaba parada sin saber cómo ponerse o qué hacer, hasta que se colocara otro disco o cassette, que ya había sido puesto seguramente un rato antes. Los temas repetidos y las interrupciones en el baile, junto con la falta de motivación etílica, fueron los asesinos de aquella fiesta.
Cuando yo llegué a la camioneta, a esperar un encuentro con aquella recién conocida quinceañera angelical y de sonrisa generosa y manos pequeñas, ya no divisé por ningún lado a mis amigos. Ni ese momento, ni ningún otro, eso fue motivo de preocupación para mí. Pero tan solo fue algo que me llamó la atención.
De estar con ella, bailando, hablando de nuestras vidas, sintiendo una inconfundible empatía, una intensa y mutua atracción, llegó un momento en que nos enamoramos. Esa, es la verdad.
Estábamos en medio de una cumbia que estaba de moda cuando ella declaró que los zapatos, que le quedaban chicos, le estaban torturando los pies y ya no podía dar ni un paso más. En la expresión que afloró en mi cara, ella habrá entendido que no quería dejarla y que ya era insostenible el corazón. Me prometió que nos veríamos después que la fiesta termine, si es que esta no terminaba demasiando tarde. Una risita que me regaló después, me garantizó que la espera no sería en vano.
Y, efectivamente, la espera en mi camioneta, con el frío de la madrugada y la ansiedad, dio sus frutos. Una vez que todos los invitados se habían ido y que todas las luces ya estaban apagadas, la vi a ella resplandeciendo en la escasa oscuridad de la noche que ya terminaba. Salió de la casa, con su vestido blanco que usó en la fiesta, y corrió descalza hasta la entrada. Yo me apresuré a salir de la camioneta, tratando de no hacer ruido y mirando a los costados por que no hubiese nadie y agarré camino hacia ella. Y nos encontramos el uno frente al otro.
En resumidas cuentas, lo que pasó en aquella madrugada fue lo siguiente: nos fuimos hacia unos matorrales, al otro lado de la calle. Saltamos el alambrado y nos escondimos entre los arbustos. No tardó en aflorar la pasión y el desenfreno de una manera casi brutal (adolescentes, los dos) Recuerdo que la tenía frente a mí y que me besaba el cuello y yo estaba infinitamente nervioso: nunca antes lo había hecho. Me consoló la idea de que ella tampoco. Pero más fuerte que mis nervios fueron las ganas y nos confundimos entre la ropa sacada a las apuradas, la tierra, las hojas secas y el rocío. Por respeto a ella y también por no encontrar palabras discretas y bien puestas, no voy a ser demasiado puntilloso con este tema. Nos amamos entre los arbustos, frente a la casa de un amigo de su padre, donde se había dado la fiesta y en donde descansaba toda su familia.

La parte más inverosímil de esta historia, por demás verídica, vino después, con el acaecer del domingo. Yo regresé a la camioneta y me quedé profundamente dormido, ya sea por un hechizo o por un intenso cansancio. Ella volvió a la casa donde fue vista por su padre que recién se levantaba y con su amigo, dueño de la casa, se disponían a tomar mate. Inmediatamente, mi futuro suegro cayó en la cuenta del estado tan perceptible del vestido de su hija y las hojas y tierra en su cabello y en los brazos. Un arranque de colera y, de los pelos, la llevó hacia su madre, quien fue despertada con los gritos y las súplicas de piedad de la quinceañera que era ya una mujer. El padre la arrojó en la cama donde yacía sentada su esposa y. A los gritos, le comunicó lo que estaba sucediendo. La madre comenzó a llorar y a rezar y a suplicar el perdón divino. Tomó una escopeta mi suegro que encontró arriba del ropero en aquella habitación y salió a la calle para encontrar al demonio que era responsable de la pérdida de la inocencia de su hija. El cual dormía en profundos sueños, en la camioneta a una cuadra estacionada. Mi suegro que salió a la calle sin saber con quién vengar la honra de su hija, lo primero que hizo fue divisar la camioneta, figura tan inusual en aquel escenario. De dos tiros de escopeta, yo me desperté en un salto y atisbé a mi suegro, que con llamas en los ojos y como endiablado venía hacia mí. A media cuadra atrás de él venía corriendo la que había perdido la honra y tras ella, su madre, llorando y esparciendo plegarias a los cielos.
Antes de pudiera matarme, lo detuvo su hija que entre llantos, diciéndole que no lo haga, que no me mate. La actitud de su hija pareció conmoverle y dejó de apuntarme con la escopeta. Mas su ira no se sofocó y se saco el cinturón de suela del pantalón y a mí, por el cogote, me extrajo de la camioneta. Nunca antes había recibido tal paliza.
Asta que me sangraron, las pantorrillas y las espaldas, él continuó dándome de azotes. Dejó de azotarme y yo, medio muerto o medio vivo, estaba tirado en la húmeda y fría calle de tierra. Ella se abalanzó sobre mí como interponiéndose entre su padre y yo. Y parece ser que en ese momento la cólera de mi suegro disminuyó y me perdonó la vida. Miró la escopeta que tenía en la mano derecha, me miró a mí con un odio claramente infinito, miró luego la camioneta que daba la espalda a todo aquel acontecimiento. Tomó el arma con ambas manos, se posicionó a un lado del vehículo y le disparó a las ruedas, a las cuatro.
Me dijo: "Vos, no te vas más de acá. Te vas a quedar para siempre y vas a casarte con mi hija."

Así fue cómo se decidió el futuro de ambos. Aunque ella no había quedado embarazada y ambos éramos un poco inmaduros como para conformar una familia o algo así. Mi suegro me hizo trabajar con él. Viví en la casa de un vecino y, además, tenía prohibido verla. Y qué no se me ocurra intentar volver... estuve amenazado de muerte en aquel entonces, si es que me quería escapar.
En aquel entonces, dije, tenía diecisiete años. A los veinte, ya trabajaba con un estanciero que conocía a mi padre. Él me contó que, allá en mi pueblo, la gente, ante a mi ausencia, rápidamente supuso mi muerte y no tardó en olvidarme.
Una vez, que nos encontramos con Ester de casualidad, de noche por el pueblo, se quedó embarazada y, ahí sí, nos casamos. Me olvidé aclarar que ese era su nombre: Ester.
Y esa es la razón por la que estuve el resto de mi vida en el paraje ese, cuyo nombre me parecía ridículo y nunca lo quise nombrar.
Mucho tiempo trabajé con el estanciero, como capataz. Después me decidí por dedicarme a ser albañil, también. Casi al final de mi vida, puse un kiosquito en mi casa y engordé unos cuantos kilos.

* * *

Discúlpeme que le sigua atosigando con la pena y la desdicha. Cierto es que resulta más fácil escuchar historias agradables, historias de amor, historias livianas, más que historias oscuras, dramáticas, de tragedia, de muerte, de tormento. Pero el relato de mis desventuras por el infierno es fundamental para hacerle llegar el mensaje que pretendo con la narración de esta historia. Pido pues su permiso, para retomar el relato de mis desventuras.
Confundido y sin poder entender aquella reacción de esos hermanos que eran de mis amistades. Pensé: ¿qué mal les he causado?... ¿Por qué tanto desprecio, tanto odio hacia mí?
Caminaba yo por los recovecos del infierno, recorriendo túneles, cuevas pozos, canales, acequias y demás. Mi oído prestaba atención a lo que me rodeaba. Atento estaba él a los sonidos que poblaban todo el lugar, esperando encontrar voces o algún galope amenazante que denuncie la presencia de uno o más demonios. Mi vista recorría todos los rincones, todas las sombras, todos los movimientos. Cualquier reflejo de la luz en alguna superficie me causaba un gran susto. Mis brazos ayudaban a mis pies en la ardua misión de llevar mi pesado cuerpo. La debilidad que sentía era descomunal, debido al hambre que tenía. La boca ayudaba a las fosas nasales porque estas no daban abasto con la recolección del oxígeno que demandaban los pulmones. Por momentos sentía un tremendo dolor o, más bien, un ardor en el pecho. Sentía como que mi corazón estallaría inminentemente y me moriría. El sudor era torrentoso y tenía que secarme la cara con la manga. Con esto quiero significar cómo mi organismo acaparaba toda mi atención y no me permitía concentrarme, salvo por momentos esporádicos, en lo que pasaba a mí alrededor. Resulta obvio expresar lo inoportuno que era mí cuerpo. Más atento tendría que estar a las amenazas del medio en el que me estaba moviendo y, sin embargo, estaba centrada toda mi atención en la maldita carne que me doblegaba.
Confundido y sin poder entender, caminaba yo por los recovecos del infierno. Y encontré a aquella multitud peregrina que había sido masacrada por mi culpa. Entre ellos había un considerable grupo de gente que yo conocía del pueblo en donde vivía. Eso me sorprendió, obviamente. Pero más me sorprendió cuando, entre esa gente conocida, de mi pueblo, entre los cuales se encontraban mis padres y hermanos, estaba ella, Ester. Estaba Ester con mis hijos. Todos mis hijos. Corrí hacía ellos, saliendo así de un rincón en el que me escondí para no ser visto, y todos ellos notaron mi presencia.
¡Ahí viene el idiota! Dijeron unos y se rieron. ¡Ahí se acerca el maniático! Dijeron otros y se tomaron la cabeza con las manos. Algunos más jóvenes me arrojaron restos humanos, piedras, tierra y otras cosas. Pero eso a mí no me interesó. Más presuroso yo estaba en llegar hasta mi pequeña familia que entre ellos caminaba.
¡Ahí viene la vergüenza! Dijo mi padre, ¡También la decepción! Dijo mi madre. Luego, ambos se perdieron en la muchedumbre.
Mi mujer venía acompañada por un hombre alto, robusto; más grande que yo. Me puse muy celoso. El sujeto cruzaba su brazo por los hombros de ella y ella le decía alguna cosa y los ojos brillando.
Pero sus ojos se oscurecieron cuando me vieron venir. Su semblante entero palideció. Su cara se llenó de temor. Mi hijita se puso a llorar al verme. Ella, rápido, la tomó entre sus brazos y la niña se calmó. Mis hijos se quedaron como paralizados al verme y no mostraban reacción. Yo me detuve en seco, sin entender lo que pasaba y vi al hombre acercarse a gran velocidad hacía mí. Me asestó un golpe en la cara y me rompió más la nariz de lo que ya estaba. Entre insultos y acusaciones que yo no escuchaba, me pateaba y me escupía. Yo, en el piso, me retorcía de dolor y trataba de cubrirme. Asta que pude con mis piernas lograr que el sujeto se caiga y pude ponerme de pie. Le llamé por su nombre a mi mujer y le dije de mi amor y de mi dolor. Pero ella dijo palabras que no escuché y se marchó deprisa con los tres niños.
Yo caí rendido, abatido, en el suelo. Lloré tan amargamente la injusticia del destino. Increpé hacía el cielo, reclamando mi derecho de tener a mi familia. Lejos ya, la multitud se iba. Solo y llorando me quedé en el suelo. Este es el infierno. Este es el destino de los impíos.
Un alma que pasaba apiadóse de mí como aquel samaritano. Me recogió mientras yo deliraba y musitaba la misma súplica una y otra vez. Algo me dijo y me quedé dormido. Algo me dio y el dolor pareció irse. Yo desvariaba, pero me quedé dormido.

* * *

Repasaba la superficie convexa con la mano derecha: La espalda de mi mujer. Ella observaba el televisor blanco y negro que precariamente agarraba "canal 13". Era una de esas novelas que para mí eran todas iguales. Yo devoraba el plato de guiso recalentado del medio día, que no tuve oportunidad de probarlo a esa hora por estar trabajando un tanto lejos de casa. Ella no comía; ya había senado con Los niños una hora antes. En la mesa, con mantel de hule floreado, estaba yo sentado. Ella apoyaba por momentos el codo en la mesa o se sostenía con sus dos codos en el regazo (como cuando duele la panza); en ambos casos, su vista estaba pegada al televisor. Las imágenes en el mismo se mezclaban con las de otro canal; todavía nuestra antena era una tacuara de quince metros apoyada contra la casa, con la parrilla vieja y oxidada en la punta.
Debo admitir que Estercita ya no estaba como cuando era joven (yo tampoco lo estaba), rebosante de frescura. Los años la habían transformado en una auténtica señora de la casa, vecina ejemplar y emprendedora que lideraba las reuniones con vecinas de características similares. Cabe mencionar que, dentro de todo, era una de las más jóvenes de esas reuniones. Ya no conservaba su pequeño cuerpo frágil. Los años la habían fortalecido, acorazado. Paradójicamente, y esto —creo— lo sabía solamente yo, nunca antes fue su cuerpo tan suave, tan blando, tan envolvente. Me di cuenta, en aquella época, que nunca antes estuvo tan hermosa. Me hubiese matado seguramente si le dijera que me gustaba, así gordita como estaba. No es que estuviese obesa, pero se le notaba una, incipiente pancita (sobretodo cuando se sentaba, o se ataba los cordones de las alpargatas blancas) y sus caderas eran un tanto más anchas, sus brazos más gruesos, más blandos. Nunca cometí el error de decirle estas cosas. Esas curvas que asomaban en sus formas la llenaban de belleza. No obstante todas estas cavilaciones en las que yo me encontraba, mientras la miraba de reojo para no llamar su atención, su mirada seguía pegada al televisor, ajena a todo aquello.
Recién había llegado de la estancia de mi patrón, eran como las diez y media de la noche, todos mis hijos dormían. El perro, cuyo nombre no recuerdo, entraba y salía se la cocina y se paseaba por el patio, tenía su fama de noctámbulo.
Me desperté a las seis de la mañana y abrasé el acurrucado cuerpo de Ester con mis brazos que parecían gigantes al abrasarla. Ella se contorsionó suavemente, como acomodándose, y siguió durmiendo. Yo, con el mentón en su hombro, sentía la respiración de esa mujer que me daba la espalda. De repente, roncaba un poco. Pero yo la dejaba dormir sin interrumpirla. Al mirar por la ventana, tomé conciencia de que comenzó otro día y me sentí agradecido de mi suerte: de tener una vida tan tranquila, tan carente de incertidumbre ni ansiedades, ni sobresaltos. Dulcemente rutinaria. Era una condición ideal para mí —persona tranquila y de costumbres tan conservadoras—. Mi vida resultaría aburrida a personas más activas, o a esas que les gustan las cosas diferentes, innovadoras, revolucionarias; personas aventureras. Otra vez me senté, en la galería de mi casa, otra vez el mate, el perro a mis pies, los gases, los chicos a la escuela, la muñeca de mi hija, las opiniones simples de mi mujer acerca de temas vernáculos y los saludos a las mismas personas que a la misma hora pasaban por ahí todos los días.
Pronto, mi mujer partió para la casa de una vecina mientras que yo chupaba una naranja en el acoplado de la camioneta de mi patrón, que me llevaba rumbo a la estancia. Aquella mañana, pasaríamos a buscar al veterinario. Para eso, debíamos ir hasta el pueblo. No era el pueblo en donde nací. Era la primera vez que dejaba el paraje. Fue durante unas dos horas nada más. Un problema con unas bacas que se estaban muriendo sin razón aparente, era el motivo por el cual necesitábamos al profesional.
Era esa la época cercana a la navidad. Las navidades de mi pueblito eran muy particulares.

El veinticinco de diciembre: día en el que me cuesta levantarme a una hora que no fuese las tres de la tarde. Era exactamente como los domingos de mi juventud, en aquel pueblo cercano. Los domingos, en aquella época juvenil, eran días para suicidarse, días en dónde se alcanzaba el pozo más profundo de la inhibición psicomotriz de la semana. Eran mucho más deprimentes que los jueves. Más aún en verano (o en primavera) cuando, a eso de las cinco, se daba inicio al concierto lastimero de las chicharras o cigarras. Uno se encontraba tomando mate en la vereda de la despensa. Uno parecía estar en otra dimensión. Fijaba la mirada en un punto en el espacio y pasaba los mates a aquel que estuviese al lado. Entonces se escuchaba el sonido (que odio profundamente, más que a la leche con miel) de las chicharras o cigarras. Uno se resignaba al inexorable paso del tiempo. Uno se resignaba, masticando la frustración, al inevitable lunes, a la inevitable escuela secundaria. Miraba mis pies descalzos y ya me imaginaba sentir como me apretaban los zapatos del riguroso uniforme, zapatos que me quedaban chicos y mi padre no quería cambiármelos por otros nuevos.
Así eran también los veinticinco de diciembre en aquel paraje. Exactamente los mismos sentimientos. Todavía eran muy recientes los acontecimientos de la noche. Tenía uno que ir obligadamente a la misa que se hacía a las nueve de la mañana. Es que la misa se hacía frente a la capillita de San Sirilo. O sea, en mi casa. Compromisos que uno toma y de los que nunca más puede librarse; como lo es la vida: deuda que no se termina de pagarse nunca, carga demasiado pesada, yugo áspero, corona de espinas. Lo que se daba en aquellos días era el encontronazo, la confrontación, el choque de dos fuerzas inmensas: la confrontación entre mis deseos (o necesidades), los reclamos que el cuerpo me hacía, muy egoísta de su parte, y las obligaciones intransferibles. Antes, la escuela, el trabajo en la despensa. Después, la misa en mi casa, los reclamos de mi mujer, el alboroto de los hijos que no te dejan dormir. Sin embargo, recuerdo todo eso como parte de mis momentos más felices.
Los ojos se irritaban con facilidad y del día era insoportable. Las primeras gentes ya estaban llegando a la casa. Las nueve de la mañana, en punto. Un calor insoportable. No hay domingo sin sol, dijo mi mujer una vez. Mi garganta me pedía agua a gritos. No quería ni ver esos pedazos de lechón que sobraron de la noche. Caminaba por el corredor y mis hijos se peleaban por una camisa. Es que tenían cada uno un ejemplar del mismo modelo, dos camisas iguales y, para colmo, del mismo tamaño. La nena seguía a todos lados a su madre. Ester me miraba con el ceño fruncido y me señalaba con el mentón la ropa en mi cama que me debía poner. Había planchado un pantalón que uso solo en ocasiones especiales. Pantalón azul marino, muy elegante. Y una camisa blanca. Todas mis camisas eran blancas. Aunque tenía una con rayas marrones. Me decía que me apure sin despegar sin separar los dientes. Miro por la ventana de mi pieza, que da a la calle, y veo llegar más señoras. El cura no llega todavía. Lo conocía muy bien y sabía que no estaría en circunstancias muy diferentes a las mías. Mis hijos todos ya vestidos y saliendo por la puerta al sol que calcina y resquebraja la calle de tierra. Camino, descalzo, y el piso de la casa está helado. Un inusual ruido de auto. La puerta celeste se abre y sale el cura Félix con la sabana pegada a la cara (no literalmente, claro) Las marcas que la sabana deja en la cara son señales de haber dormido con avidez. Los ojos achinados; el sol le molesta igual que a mí. Me veo a mí mismo en calzoncillos y caso el pantalón arrugándolo un poco de forma involuntaria. Pobre Ester, que lo planchó, pensé. Vestido ya, salgo a la calle y me refugio en la sombra generosa de un árbol. Un árbol grande, un mango. El cura me saluda y pronto ya nos estamos riendo a causa de mis anécdotas sobre la nochebuena. Él me cuenta algo más o menos parecido. La gente del pueblo, principalmente los de mejor situación económica, la gran sociedad del pueblo, invitaba siempre a los curas a pasar la nochebuena en su casa. Muchas veces los curas suelen recorrer varias casas de gente de la misma situación. En cada casa, una comida mejor que la otra. La resaca es una señora vieja, soltera, implacable. Me recuerda a la hermana de mi mujer, la segunda o la tercera. Creo que se llamaba Teresa, le decían "Tere". Ella también estaba presente en la misa de navidad. Me observaba con reprobación. Ella no sabía lo que era divertirse. Encontré un banco cerca del árbol y me senté. La misa ya empezaba. Uno de mis hijos, el segundo, hacía de sacristán. Se puso su ropa de la primera comunión. Era muy parecido a su madre. Miro al horizonte: árboles, campo, montes, la laguna, el estero. Bacas. Pensaba en las que se murieron en el campo de mi patrón. También pensaba que estaba cerca el cumpleaños de Ester. Y también en otras muchas cosas. Mi esposa empezaba a cantar y las demás señoras le seguían. Yo simulaba hacerlo cuando ella me miraba. Mi voz era ronca. Luego decidí no comulgar porque me había agarrado acidez.
La acidez me remontó a la noche anterior. El pequeño grupo de gente en torno a la mesa rectangular, en el patio de atrás. Mis suegros, todavía vivos en aquella época, que me querían como a un hijo; el hijo varón que nunca tuvieron. Yo en la parrilla asando unas costillas y un lechoncito. Mi mujer que se enorgullecía de los "chipas" que hizo en el horno de barro que está en la casa de sus padres, mostraba la bandeja a su hermana Teresa. Un pequeño árbol de navidad artificial. El prolongador se extendía hasta la cocina y, cada vez que mis hijos cruzaban corriendo y lo pisaban, se apagaban las lucecitas de colores. Mis hijos varones con el pelo bien corto y prolijo. Mi cuñada, dentro de todo, era buena gente y a mis hijos no los odiaba. Pero sí al resto de los niños del pueblo. Ella les cortaba el pelo gratis, como regalo de navidad. El resto del año había que pagarle, obviamente. No era un buen negocio para ella, teniendo en cuenta que lo que más había en el paraje era niños y estos le tenían un pavor inconmensurable. Los únicos que no le tenían por la bruja-que-se-come-a-los-que-se-portan-mal eran mis hijos. Ella adoraba a mis hijos. Ellos la querían, también.
La cena no duraba mucho. Mis suegros se iban temprano. Mucho más temprano, mi cuñada. Los chicos se cansaban de tanto correr y a veces tomaban una gotita de cidra. Eso les daba sueño, creo yo. Su madre les dejaba probar un poquito de cidra, solo un poquito. El asado siempre era bueno. No es que me quiera agrandar. Con ensalada y mandioca, quedaba riquísimo. La sopa paraguaya, que hacía mi cuñada, era exquisita. Mucha comida. Muy rica. Luego de la cena, venía lo mejor. Después de lo mejor, venía la reunión con mis amigos en la despensa. La despensa se convertía en un barcito, de madrugada. Asta la madrugada me quedaba allí. Asta la madrugada con buen vino y con buena gente, que se reía de mis bromas. Yo no era muy gracioso, ni ingenioso. Ellos estaban borrachos. Yo, también. Una de las cosas que más extraño de las navidades de mi pueblito.

* * *

"Ellos se dirigen a otro lugar. Tu perteneces aquí", me dijo el alma que me había curado del dolor.
Nos encontrábamos en una cueva pequeña, alumbrada por una antorcha. Yo le pregunté cómo hizo para conseguir el fuego (el fuego era algo muy preciado tanto más por lo necesario que por lo difícil de conseguir) y el alma me aseguró que arrebató la antorcha de las manos de un demonio. Yo quedé admirado de su valentía. Le hice saber de mi admiración hacia ella por su gran destreza y de mi gran curiosidad por conocer su identidad.
Su aspecto era como el de una sombra. Su tamaño, considerablemente mayor al mío. También lo era su fuerza; ella me había cargado hasta ese lugar. Su rostro era una incógnita. Sus ojos eran verdes y resplandecían en su lóbrego rostro.
Yacía como arrojado en el suelo. Ella me tomó de los brazos y mi frágil y endeble manojo de dolores no le opuso ninguna resistencia; no le fue a ella pesado mi cuerpo. Me dejó sentado en una roca grande y recosté mis formas por las paredes del agujero en el que estábamos. Ella se sentó enfrente de mí y mis dolores no eran al verla. Un extraño e invisible resplandor la cubría y me abarcaba al estar yo así cerca de ella. Y mis dolores no eran al verla. Y yo cautivo era de sus verdes ojos que me iluminaban más que la antorcha que colgaba de la pared y ardía indiferente de a quien agraciaba con su calor.
Me dijo, sin que yo le preguntase, que los excrementos que abundaban eran producto de la maldad de la gente viva. Que se acumulaba en este lugar a donde los que los produjeron venían a parar después del final de sus días. La putrefacción de este lugar es por causa de los excrementos que continuamente a él llegan.
—En vano huyes, pequeño ser—, me dijo luego. Y yo sentí que tenía ella las respuestas que darían fin a mis dudas, puesto que las primeras son incompatibles con las segundas, como nos dice el sentido común. Su era enorme: llenaba el lugar y se perpetuaba en ecos que parecían infinitos. Pero sus palabras yo no escuchaba. Jamás me dejaría atrapar. Nunca abandonaría los escondites. Alcé mi voz para replicarle. Pero ella sólo dejó mostrar una sutil compasión hacía mis ilusas e ingenuas razones. Yo permanecí convencido de que tenía yo la razón. Y ella no discutió con migo. Pensé en ese momento que calló por mis fuertes convicciones.
—¿Por qué el odio de mi gente?—, le pregunté al fin. Y me respondió que no lo sabía.
Luego, agregó que ya lo descubriría yo mismo.
—¿Por qué has dicho que ellos no pertenecen aquí y no así yo?—, inquirí.
—Es muy simple la razón— dijo ella —son las manchas de sangre en tu vestido.
Recordé que nadie como yo, de toda la gente que había visto, tenía manchada de sangre las ropas. Aunque sí creo haber visto a uno.
—¿Y por qué es eso así?
—Nada más puedo decirte. Es tuyo el camino a descubrir las causas.
—¿Y tu perteneces aquí como yo? Aunque no veo qué rompas tu llevarías manchadas de sangrientos colores—. Se rió y musitó alguna cosa inaudible.
—Yo pertenezco —dijo al fin— a todos los rincones, cuevas, túneles, caminos, desiertos, selvas, montañas, volcanes, de este colosal agujero que es el infierno.
Pero esas cosas yo no entendí ni en ellas me fijé. Mi cabeza estaba en otros temas, más tajantes que la identidad de aquella sombra. Pensaba yo en mis hijos y en mi mujer. Pensaba en quién era ese sujeto que vi abrazándola. Pensé en el llanto de mis hijos, en el pánico que se les salía por los ojos cuando me vieron, en el rostro pálido de Estercita, en el desprecio de mis padres y las palabras que hacia mí dirigieron con repudio. Recordé la actitud de aquellos dos hermanos, amigos míos. Vislumbré en mi memoria que hubo muchas risas cuando yo caí al canal mugriento. Busqué en mi mente la forma de volver a encontrar a los míos. Rechacé algo que la sombra que me acompañaba me ofreció para que comiese. Ella no insistió.
—¿A ti por qué aun no te han atrapado, los demonios?— le pregunté, cuando mis pensamientos me abandonaron.
—A mi no han de cazarme. Yo puedo más que ellos y soy más.
—Ayúdame, ya que eres tan poderosa, a recuperar a mi familia.
—Eso es imposible.
—Ayúdame a que se haga justicia con migo y con ellos.
—Ya está hecha, la justicia.
—¿Qué yo hice para estar así? Mi memoria, que recuperé por alguna causa desconocida, no da razón a estos padecimientos.
Pero ella no respondió. Y luego yo dejé mis preguntas porque mi dolor se disipaba cuando la veía. Solo quise que, en adelante, permaneciera yo cerca de ella y así mi dolor nunca sentiría.
Y entonces ella decidió marcharse y yo intenté seguirla. Pero ella se negó a que la acompañase. Y yo le supliqué que me permitiera su compañía porque esta calmaba el fuego de mi pecho. Pero ella me dijo que eso era imposible, que no podía yo seguirla. Pero yo no quise que me dejase solo e intenté igualmente acompañarla. Y la seguí desde cerca, como las moscas a las bacas.
Recorría por muchos lugares con total seguridad cómo sí el infierno entero fuese suyo. Y su paso era veloz. No tardé en perderla de vista y me quedé nuevamente solo y mi dolor fue más fuerte. Como quien se alivia las penas con alguna sustancia que al pasar su efecto, sus penas son mayores y más apremiantes, así me encontré yo, sin ella.
Desesperado, corría por todos lados, atendiendo a cada sombra que por los rincones veía, a ver si por ventura la encontraba. Y así fue que, siguiendo lo que manda mi naturaleza, dejé a un lado el buscar a mi familia. Antes que eso, andaba ansioso y desesperado buscando a la sombra que mi dolor calmaba.
Y tan concentrado estaba yo buscando ese conforte para mis tremendas angustias que me distraje de la cautela y del esconderme de los crueles demonios. Dejé de andar por los oscuros laberintos, deje de impedir el ruido de mis pasos. Dejé de fijarme a todos los lados. Abandoné la prudencia porque me abandonó el juicio. Mis ojos sólo veían los verdes ojos por todas partes.
Por un costado, una lanza me atravesó y caí en las manos de un demonio que reía a carcajadas porque fue muy fácil cazarme.

* * *

En estas últimas palabras, trataré de ser breve y conciso. No quiero abusar de su buena disposición. Tampoco quiero que usted se sature de tanta tragedia y desventura. Lo que, finalizando el relato, he de contar es algo muy difícil de soportar. Pero no es, el asustarle, mi intención. Es, más bien, hacerlo más fácil para usted. Creo que las ideas, humildemente, ya fueron expresadas.
Por segunda vez, un demonio me llevaba en las ancas de su corcel. Se dirigía no sé a dónde, al galope por los túneles y cuevas.
Llegó a un lugar grande, de mucho espacio, donde había muchos como él. Todos dispuestos a los lados de una especie de altar que estaba unos niveles por encima de ellos. Todos rodeaban al altar y todos estaban igualmente vestidos. Los corceles estaban hacía un costado. Un orificio perfectamente circular, ubicado exactamente por encima del altar, del cual ya cuenta me di que era un lugar de cruentos sacrificios. Se apeó del animal y me llevó consigo donde los suyos.
Habló a sus pares, el demonio, en su peculiar lenguaje. Todos rieron y dieron muestras de contento a lo que este les decía. Intercambiaron saludos de camaradería y charlaron, al parecer, de múltiples y variados temas. Noté que en sus últimas palabras algo de mí dijeron. A todo eso, yo colgaba como un costal en uno de los enormes hombros del demonio. Observaba todo, paralizado por el miedo.
Sus voces eran como truenos y despedían vapores al hablar. Sus dientes eran como de perros. Sus narices, puntiagudas. De ellas salían largos vellos que los acomodaban, de tal forma, que pasaban por bigotes. Sus barbas puntiagudas les llegaban a la barriga. Sus carcajadas me aturdían. Sus ojos eran pequeñísimos y casi imperceptibles en sus intrincadas facciones. Todos tenían esos huesos que les salían de las espaldas.
Finalmente, tomándome de la ropa, el demonio que me había cazado de manera tan fácil, el que sólo tuvo que voltear la mirada para ver al infeliz que corría como siego y hender su carne con el venablo y nada más, me sujetó al patíbulo. Me ató las manos y los tobillos con unas sogas. Yo pude soltar el nudo que ataba mi lengua a mi paladar y le grité:
—¿Es que, acaso, me van matar?
Pero ellos, aunque pareció que me entendieron, no me dieron respuesta, antes se pusieron a reírse a carcajadas de mí.
Movieron mi cabeza, inspeccionando las marcas que llevaba en ella. Uno trajo aquel artefacto maldito de tortura por el cual yo ya había pasado y lo acomodó a mi cabeza.
En ese momento apareció ante mí, de entre los demonios, la sombra de ojos verdes que calmaba mi dolor. Pero en ese momento mi dolor no disminuía al verla. Los demonios la miraban casi con temor. Tomó en sus manos el artefacto maldito y lo instaló en mi cabeza. Yo lo miraba pidiéndole socorro. Pero sus ojos no miraban los míos. Ella estaba muy concentrada en lo que estaba haciendo. Me dijo: "Te advertí de que no me siguieras." Y yo le suplicaba me liberase.
Nada más hace falta decir, sino que terminó lo que un demonio había iniciado. Me agujereó la frente y fue terriblemente doloroso.
Me retorcía de una forma muy limitada por que sujetos estaban mis pies y manos al altar del sacrificio. Las mismas sensaciones que sentí anteriormente. Luego, perdí el conocimiento.

* * *

Noche de luna llena. Pleno verano. Es domingo y es de noche. Sentí como si me despertase de un profundo sueño durante el cual anduve sonámbulo. Recobre la conciencia en el corredor de mi casa. En realidad no había estado inconsciente ni sonámbulo pues lo recordaba todo perfectamente. Pero sentí que no era yo uno hacía unos instantes. Pero sí, era yo.
Cubría la casa una paz tenebrosa. Yo, en el corredor, aterrado, no quería volver sobre mis pasos.
Se escuchaban las ranas, los gallos, algún perro, el crujir tétrico de una ventana en mi habitación. Pero no quería ir a mi habitación. La luz de la luna penetraba por donde agujero había y cubría el lugar de una implacable y acusadora claridad. La noche no ocultaba nada, lo mostraba todo. Sólo era silencio la noche. Sólo el se escuchaba en la casa el eco de mí agitada respiración. El viento sopló un poco y escuche el roce de las cortinas.
El piso estaba frío y yo, descalzo. Estaba en ropa interior, con una musculosa blanca. Era esa mi precaria ropa de cama. Y la musculosa estaba manchada en sangre. También lo estaban mis manos, mis piernas y mi cara. Yo no quería pensar en el porqué. Pero ese porqué me estaba arrastrando hacia mi habitación.
El umbral. Adentro la pieza, era más claro todavía. Irremediablemente tenía que entrar. Pero yo no quería. Abrigaba el estúpido deseo de regresar el tiempo. Me di cuenta que me había equivocado. Ya había aprendido la lección. "¡Fui un mal hombre, pero voy a cambiar!" Grité al cielo. Pero del cielo no escuché otra respuesta que no fuese el silencio absoluto. "¡Te prometo que todo va a ser diferente, Ester!" "¡Estercita!" Pero ella no podía responderme.
Al fin, crucé la puerta de la habitación. La cortina flameaba lentamente y la ventana crujía. La luz de la luna se reflejaba en el ropero. La cama estaba totalmente cubierta de sangre. En el medio de ella estaba el todavía tibio cuerpo de Ester. Su vientre estaba destrozado. Sus ojos miraban, pero sin ver, fijamente el techo.
A unos pasos de la cama estaba mi hijo mayor. Tenía el cuello roto y también estaba muerto. Y también estaban muertos los demás miembros de mí pequeña familia, pero no quiero describir esto en detalle.
El cuchillo estaba sobre el televisor. Lo tomé. Lo hundí en mi corazón.

* * *

Las sogas ya no sujetaban mis tobillos y muñecas. Yo permanecía en el altar con la cabeza agujereada. Permanecí así tendido durante muchas horas. Ya no me acompañaban los demonios. Estaba sólo.
Quizás sea necesario aclarar que lo que hacía ese instrumento demoníaco era devolver la memoria a las personas que la habían perdido al caer en este lugar. Al lograr zafarme de esa tortura en la primera oportunidad, sólo recibí una parte de mis recuerdos.
Con lentitud, quité mi cuerpo del altar. Caminé hacia una enorme puerta circular. Salí de ese concéntrico recinto en cuyo eje se encontraba el patíbulo.
Los orificios en mi cabeza eran muy grandes. Pero de ellos no salía ni una gota de sangre. Podía introducir hasta tres dedos en ellos.
La puerta circular daba a un corredor oscuro, similar a todos los corredores y túneles que había. Caminé por él sin ninguna dirección, con la esperanza de que algún demonio me encontrase y me quitase la vida.
Caminaba con la mirada fija en ninguna parte. Con muchas almas me crucé pero las ignoraba a todas. Alguno me habló. Creo que me hizo alguna pregunta. Pero yo sólo caminaba.
En mi cabeza se repetían una y otra vez mis oscuros recuerdos, los cuales me motivaban a seguir caminando para dar con algún nefasto demonio.
Cuántas cosas puede hacer de mal un ser humano a los que tanto ama.
Lo primero que recordé fue lo que pasó ese domingo a la noche. Y me pregunté qué me llevó a cometer ese cruento crimen, para el cual no existe adjetivo que lo describa. Pero luego hubo más recuerdos, que vinieron orden contrario a su sucesión en el tiempo. Cada recuerdo que aparecía era más remoto que el anterior. Descubrí que ese hecho no era repentino o fortuito ni arbitrario.
Recordé entre muchas cosas, cuan celoso era de mi mujer. Cuan espantosamente paranoico. Recobre el recuerdo de tantas veces que le acusé de tantos hechos de los que era ella inocente. Las muchas ocasiones en las que le levanté la mano. Levantarle la mano es decir muy poco de lo cruel que he sido.
Recordé que siempre estuve resentido y rencoroso porque sentía que a mis padres no le había importado que yo hubiese desaparecido y, que por eso, nunca me buscaron.
Recordé que odiaba a mi padre por como me trató cuando niño y, sin embargo, era igual yo con mis hijos, o quizá peor.
Vi las espaldas de mis hijos surcadas por las marcas que le dejó el cable que yo tenía en la mano.
Recordé que en una oportunidad sujetaba con una mano el cuello de uno de mis hijos y, en la otra mano, tenía un cuchillo. Estaba a punto de cortarle el cuello porque se le cayó el cajón de los cubiertos cuando yo estaba discutiendo con su madre.
Recordé la expresión del rostro de Ester cuando una mañana le decía del gran amor que le tenía cuando, la noche anterior, le había forzado a que se acueste con migo y le había puesto una almohada en la cabeza para amenazarle.
Recordé que, cuando era niño, sólo quería estar en el regazo de mi madre, permanecer con ella todo el tiempo y que ella se ocupara sólo de mí. Ella me decía: "Sal de aquí, que hace calor; no te quiero tener pegado a mí, porque hace mucho calor."
Recordé que, de la misma manera que era con mi madre, era con Ester. La quería que sólo se ocupase de mí que no hiciese otra cosa que estar con migo. Cómo la odiaba cuando ella me dejaba porque tenía algo que hacer o porque a algún lugar tenía que irse. Le preguntaba todo el tiempo si ella me quería, pero nunca estaba seguro. Tenía mucho miedo de que ella me dejase por alguien que no tuviere mis muchos defectos. Muchas veces estaba seguro de que ella me engañaba y le acusaba con total seguridad.
Ella tenía que apartar plata de la ganancia que dejaba el kiosco sin que yo me enterase para poder comprar unos rosarios para mis hijos que le acompañaban siempre a las novenas de San Sirilo.
Y así muchos otros sucesos iguales a estos, que ya no es necesario enumerar.
Comprendí, al final, que mi suerte en el infierno no fue más que una caricatura de lo que fue mi vida. Toda mi vida fue ajena a todo lo que en el infierno comprendí. Creía yo vivir en una casa humilde y agradable casa, tener la mejor familia del mundo, la envidia de todas las demás familias, tener el amor de mi mujer y mis hijos, ser un buen padre y esposo, entregar mi vida a esas dos funciones, que no pensaba en otra cosa que en el bien de mi familia y de mi querida esposa. Y en esa lista de cosas nunca estaban esas otras. De la misma manera sentí cuando me abandonó la Sombra de ojos verdes que cuando me separaban de mi madre, cuando era niño y de Ester, cuando me casé con ella. Siempre sentía ese dolor en el pecho que me absorbía y me consumía. Todos mis actos estaban motivados y controlados por ese dolor del corazón.
Usted formará su opinión al respecto. Yo sólo le cuento lo que ha sucedido. Usted juzgará a su parecer, a su modo de pensar.
Unos cuantos días de deambular por el infierno y me encontré con un demonio que pasaba cabalgando. Había caminado mucho y los lugares donde estaba eran algo diferentes. Pensé: "Ya no estoy bajo tierra." " Salí del infierno." Ya no caminaba por túneles ni corredores interminables ni cuevas de diversos tamaños. Salí a la superficie por una grieta que había. Me encontré en un desierto árido y bastísimo.
El demonio que cabalgaba me vio y se dirigió con prisa hacia mí. Yo le rogué que me quitase la vida.
—No debes salir de tu lugar— me advirtió el demonio. Pero yo no lo escuchaba, sólo esperaba que con su espada me liquidase. —Perteneces al Séptimo Círculo y allí debes volver.
—¡Sólo quiero que acabe con mi vida!— le dije. Y él sacó su espada y me cortó una pierna en seco. Yo caí y el dolor era terrible.
—¿Ves que no sangras?— me preguntó él, sin dejar quieto a su caballo, dando vueltas en torno a mí.—¡Idiota, tu ya estas muerto!
Y yo, que no sangraba por la herida, me desvanecí por el dolor.
Desperté y me vi colgado de las muñecas en un túnel y mi único pie no tocaba el suelo. A unos metros de mí había otro igual que yo.
Un tiempo después, mis brazos cedieron al peso de mi cuerpo y se desprendieron los hombros. Caí al suelo y permanecí ahí tirado, inmóvil, perfectamente consciente.
Unas decenas de años después, un ser que pasó por ahí caminando, pensó que yo estaba muerto y, dándome patadas, maldiciendo su suerte, me arrojó a la zanja y fui arrastrado por la corriente.

* * *

Llegó un día en que caí en un profundo sueño y pareció como si hubiese salido de mi cuerpo. Me encontré en un lugar oscuro en dónde sentía una infinita paz. Yo no estaba en mi cuerpo. Lo había abandonado y en él se quedaron todos los dolores, todos los miedos, los rencores, los odios, las angustias. De los sentimientos sólo conservaba el amor. Se sentía muy agradable en ese lugar. Tampoco sentía ya la culpa. LA paz era infinita y quise permanecer ahí por siempre. Unas luces se me acercaron y yo también era una luz. Algo me dijeron que no recuerdo pero me hizo sentir tan tranquilo, tan feliz. Me sentía tan diferente yo, sin todas esas emociones, sin todos esos sentimientos. Estuve, por primera vez, totalmente conciente, completamente despierto. Observé todo mi pasado y vi que nunca dejé de ser un niño que sentía mucho miedo. Pues el miedo ya me había abandonado. Sentí como si recuperase toda la energía, como si mi espíritu se estaba renovando. Y quise quedarme ahí por siempre.
Pero no tenía que quedarme en ese lugar. No era la única vez que estaría ahí. Tenía que regresar.
Sentí como era atraído hacia abajo por una fuerza invisible.

* * *

Desperté. Me había quedado dormido sobre un pastizal. La brisa era fresca. El sol Era radiante. Tenía la ropa llena de clorofila y pétalos de margaritas. Un perro me lamía la cara. Me levanto y veo que mi cuerpo es pequeño. Tengo seis años de edad. Soy varón, tengo el pelo negro y mi cara es redonda. Estoy muy feliz. Estaba en una colina y miraba las nubes que dirigían al sur. El perro corre hacía cierta parte con una pelota en la boca. Se llama Valentín. Tiene la misma edad que yo. Todo en mí es diminuto: mis brazos, mis dedos, mis pies, mi ropa… El perro vuelve con una señora. Es mi madre, pero fue mi hija anteriormente. Un niño le toma por la cola al perro. Es mi hermano. Es menor que yo. Yo estoy muy contento porque me gusta el campo. Me pongo más contento porque mi mamá me besa y me sacude los pétalos de margarita de la ropa. Luego aparece una niña. Es mi prima. Es Ester.

FIN.

2003

Texto agregado el 03-09-2005, y leído por 245 visitantes. (0 votos)


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