Era un ser quitado de bulla que transitaba en puntillas para no importunar a nadie. Nunca elevó su voz más allá del susurro, muchos ni siquiera sabían que existía, tal era su rigurosidad en términos de evitar hacerse notar que se diría que había conseguido dominar el increíble don de la invisibilidad. Un mal día, víctima de un infarto, el pobre tipo falleció y se quedó allí, sentado en un banco de la plaza durante varias horas hasta que una señora se acomodó a su lado y al percatarse que no se movía ni pestañeaba, pegó un tremendo brinco y comenzó a llorar histéricamente. La gente se arremolinó delante del cadáver para contemplarlo con esa curiosidad malsana que nos afecta a casi todos cuando estamos en presencia de la muerte. Pronto aparecieron los peritos policiales, quienes después de realizar su diligencia, colocaron el cadáver dentro de una bolsa y luego lo subieron en una ambulancia, la cual partió veloz hacia un lugar inespecífico.
Luego se constataría que el pobre hombre carecía de familiares que reclamaran su cuerpo por lo que una institución de beneficencia se hizo cargo de su sepultación.
Un año más tarde, un anciano judío se detuvo delante de su tumba y haciendo un gesto de desagrado, supo que la presa se le había escapado para siempre…