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Inicio / Cuenteros Locales / YAMILETHLQ / Felonías sin semblantes memorables

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La primera vez que te vi apenas tuve tiempo de memorizar tus facciones, todo lo vivo, terrenal y desvalido que podía haber en ti estaba cubierto por una densa neblina, y mientras más trataba yo de verte, más se me inundaban de tristeza los ojos y me ganaba el desconsuelo. Era como si mil otoños danzaran en esa esquina, y ¿quién no ha llorado en uno solo siquiera de esos días grises? Lo sé, eso no es cosa que se cuente de los primeros encuentros. Pero, en esta historia no hay perfume de orquídeas ni tarjetas ni rosas ni sonrisas nerviosas ni versos improvisados ni semblantes memorables. En esta historia, hay neblina. Sí, neblina. ¿Y qué más? Maldita sea, ¿qué más? Hay neblina y campos minados. Advertencias. Sí, advertencias. También hay incredulidad y negación. Luego, hay más neblina. Y tú, con más tristeza todavía, te burlabas de quien te pudiera decir que no había motivo para eso. Que, a los 17, aún se podía, se debía, pensar en otras cosas. Que el divorcio de papá y mamá, no era todo. Que el fallido examen de ingreso a la universidad, no era todo. Que el regreso a la casa de tus abuelos, no era todo. Que el descubrir que no servías para estrella de rock, no era todo. Todas esas felonías cabían con holgura en el bolsillo y sólo debías echarte a andar con el mismo paso desgarbado de ayer. Yo busqué mil formas de hacerte saber todo eso, aún antes de conocerte. Aún antes de presentarme en esa esquina para esa cita no programada y con neblina. Sólo hagamos un poco de memoria: ¿recuerdas a la chica impúdica de cabellos castaños que te mostró su tatuaje de “?” –porque, según dijo, no había nada que pudiera resumirte, codificarte, mejor que un signo de interrogación– sin que se lo pidieras? Era yo. Y luego a esa otra señora que te detuvo en plena caminata, justo antes de que cruzaras la calle, para invitarte unos pastelitos hechos en casa y desplegar todo un sermón mientras los probabas. Era yo. Seguro que también recuerdas a esa inexperta maestra que contrató tu papá para ayudarte con los números y otros teoremas existenciales. También era yo. Y ¿puedes recordar a la pelirroja de la barra que insultaste hasta quedar exhausto por negarse a servirte todos los tragos explosivos que solicitabas? Pues, era yo. Y ¿recuerdas también de todas esas veces que siempre me dabas la espalda para que yo me esfumara? Y lo hacía. Maldita sea, lo hacía: me esfumaba. Yo era algo así como la guionista cómplice de tus venganzas que sólo se quedaba hasta que se cumplieran tus planes, y se ahorraba las carcajadas. Evanescente. Pero, esa primera –o debo decir última– vez que te vi, o sea que te vi de verdad. Yo, tal como era, y tú también. Esa primera vez, estabas en esa esquina. Había neblina. Yo no sé si deseabas ese encuentro tanto como yo. En realidad, yo no deseaba precisamente ese encuentro, sin perfume de orquídeas ni versos improvisados ni semblantes memorables. Tampoco debía estar ahí. Ya no. Porque, cuando alguien llega a una esquina, como lo habías hecho tú, es ahí donde tiene que aprender a valerse por sí solo. A partir de esa esquina, ya nadie más podía ir contigo. Aún así, con los ojos nublados te pregunté, ¿recuerdas?, si creías en los ángeles.
—No.
Y otra vez me esfumé. Maldita sea, me esfumé.

Texto agregado el 14-11-2005, y leído por 266 visitantes. (4 votos)


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