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Cuando te conocí, mi corazón pegó un respingo y quedé deslumbrado ante tu desafiante belleza juvenil. No pudiste darte cuenta que me derretí como un chocolate expuesto a la brasa, mientras tú le sonreías embrujadoramente al personal que te era presentado. Bueno, en cualquier caso, yo no era nadie importante, un simple empleadillo y eso lo tenía bien asumido. Todo habría quedado allí y acaso habrías sido sólo una niña más para admirar y venerar a prudente distancia, pero tuvo que suceder aquello: una tarde me sonreíste y yo me aferré a ese gesto sublime para ilusionarme y sentir que la chica más linda del lugar se había fijado por fin en mí. Mira que liviandad la de presumir esto ya que tú eras una máquina para fabricar sonrisas y por lo mismo, todos los galancetes se pegaban a tus talones para cobrar algo más que eso y te hacían invitaciones que rechazabas con mucha gentileza pero con una coquetería que se prestaba para cualquiera interpretación. Parecías mucho más madura que los diecinueve años que se repartían generosos en tu anatomía de diosa, logrando deslumbrar a cuanto hombre pasara delante de ti. Poco a poco me di cuenta que eras inalcanzable y que debía conformarme con seguirte con ojos de perro famélico, que se alteraba ante el simple bocado de una mirada sugerente. Hasta que llegaste a mi con esa sonrisa hipnótica que me provocó cosquilleos por todo el cuerpo y me solicitaste algo que no supe que fue, puesto que la orgía de temblores, rubores y escalofríos me tomaron súbitamente por asalto y cuando te alejaste insinuante, yo sólo era un espantapájaros inerte, que se mantenía en pie por simple inercia y hubiese bastado un soplo de tus labios seductores para hundirme en un plácido desmayo.

La segunda vez, supe más de ti, y cuando me dijiste tu edad, entendí que contra esa barrera ya no se podía luchar y comencé a desechar mis ilusiones cobijándolas bajo un grueso manto de sensatez. Todas mis ilusiones habrían muerto allí mismo pero tuviste que decirlo, no pudiste callar y desde debajo de ese manto que creí invulnerable, apareció una famélica flor de esperanza, cuando de tus labios angelicales se escaparon cinco palabras que fueron la llave para darle paso a mi desatino:
-¿Importa la diferencia de edad?-inquiriste con esa voz tan cruelmente sensual y con ello, me invitaste de lleno a participar en un juego lúdico de insospechado final.

Me aferré a ti, transformándome en una especie de larva que pretendía desarrollarse por el simple influjo de tu contacto, engendro aborrecible que sólo vivía para succionar tus encantos y que ante tus breves ausencias se transformaba en un guiñapo sin voluntad ni destino. No, esto no era amor sino una aterradora obsesión que se introdujo en mi cuerpo para extraerme hasta la última fibra de sensatez. A tal punto llegó mi locura que imaginé mil formas de suicidarme si algún día me decías que lo nuestro había llegado a su fin. Me sentaría entonces en un banco y aguardaría que la fría noche me tomara como propiciatoria presa, me cortaría las venas y contemplaría como el caudal rojo se desbocaba en varios ríos de muerte, me empinaría un frasco de veneno o dejaría que las pastillas de dormir me trasportaran a un sopor sin regreso. Y vivía pendiente de tus gestos, temiendo que alguno de ellos significara mi condena. Te perseguí con denuedo y tú me soportabas, pero intuía que deseabas alejarte de mi mórbida personalidad. Aún así, hicimos planes y sonreías pero sin esa luminosidad que tanto me alborotaba. Nos mantuvimos juntos sin embargo, tú apagándote paulatinamente y yo cargando con tu desgano, mintiéndome, ilusionándome, creyendo que esto tenía algún futuro.

Pronto fui derivando en un ser mórbido al que sostenías más por lástima que por algún otro motivo. Eras una niña y te costaba deshacerte de este esperpento que bebía de tus desganos, que aún sufría enfermizas alucinaciones contigo y con una improbable vida en común. Me soportaste y entonces fue el miedo el que te ancló a mis caprichos, acaso temías que pudiera cumplir con mis veladas amenazas, quizás intuiste que podría arrastrarte conmigo en un aciago ritual. A causa de esto, tus sonrisas se transformaron en presagios y tus besos en sutiles palomas en fuga. Pese a mi enajenación, comprendí que no podría retenerte mucho tiempo más y un día cualquiera en que te pregunté si realmente me amabas, un par de lágrimas que rodaron elocuentes me despertaron a una fugaz realidad, a un relumbrón de apariencia generosa. Cuando te dije que te dejaba libre, pareciste despertar de un herrumbroso letargo, sonreíste con esa intensidad perturbadora que casi me sumergió de nuevo en los mares de la locura. Pero reaccioné y convinimos que a la tarde siguiente nos veríamos por última vez, pero que a esa velada yo le daría un matiz muy especial ya que imaginaría que te habías muerto y que, acongojado, te vería partir en tu urna de cristal, precedida de toda esa gente que te adoraba y yo encabezando dicho cortejo. Asentiste con tristeza, acariciaste mis manos y me diste un beso que tuvo la virtud de apagar los últimos cirios de mi sensatez.

Al día siguiente, acaricié tus cabellos ensortijados, te besé por última vez y mis lágrimas mojaron tu blusa blanca, esa misma que tantas veces enarbolé como trofeo cada vez que te deshojabas antes de una jornada de pasión. Sentí que varias manos me alejaban de ti y ebrio de estupor, inconsolable y precario, me quedé extático en medio de la calle mientras el cortejo de alejaba lento y pesaroso en aquella tarde irremediable…











Texto agregado el 04-01-2006, y leído por 274 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-01-2006 Hermoso, tierno, envolvente. Un amor imposible, no por la edad si no por la vida misma. honeyrocio
 
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