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A poco que se le conoce, es sencillo describir a Claudio Quintero como uno de esos hombres que caminan por su existencia con la resignación filosofal de que lo mejor de sí lo darán dentro del cementerio. “Es así, muchacho —me dijo en una ocasión—, la muerte es la única mujer que merece la pena conquistar con un mínimo de elegancia. Al fin y al cabo, sólo ella sabemos que está dispuesta a esperarnos toda una vida”.

Conocí a Claudio una vez en el Mystic, a la depresiva hora en que se agradece una compañía así porque la alternativa es decidir ser Dios y que se haga la luz abriendo a tumbos la puerta de salida del local. Se acercó a la barra para pedir un bourbon con agua, una bebida que me pareció la apropiada para alguien que en una guerra aceptaría ser torturado siempre que no le doliese. Con la confianza que da compartir un mismo espacio en la huida decrépita de la noche, se lo dije. Él me contestó: “Tienes toda la razón. Me gusta el peligro de salón con la misma aceptable cobardía con que un escritor pone en sus libros lo que no se atreve a vivir.” Cuando le comenté que yo escribía, tuvimos la oportunidad de reírnos y empezar nuestra amistad.

Sucesivas noches me han permitido ir abriendo cajones de la personalidad de Claudio Velasco, los suficientes para saber que se trata de un tipo lleno de ambigüedades, de esos capaces de sincerarse a base de mentiras o de amar a una mujer con un odio acogedor. En su aspecto acomodado, se intuye un pasado sin demasiados problemas que él hubiera deseado más tortuoso. Me lo imagino de niño pijo aguijoneando tiernamente mariposas con el alfiler de su corbata; de joven viajando a París, esperanzado en vivir un romance con una mujer hermosa que supiera insultarle en francés con la sutileza salvaje de un guante de celuloide en blanco y negro. “Si te fijas —se atrevió a reconocer una vez—, sólo hay dos tipos de personas: las que se han hecho a sí mismas mediante el sufrimiento y las que se han deshecho de sufrir por no sufrir. Me temo, compadre, que yo soy de los segundos”.

Los ojos de Claudio desprenden un lamento civilizado que a las mujeres suele resultarles atractivo. Mi amiga Lidia me confesó que en el pasado habían salido juntos: “Me atrapó porque creí ver en él la sombra tentadora de un tormento interior. Eso nos saca a las mujeres la madre que llevamos dentro. Tuve que dejarlo cuando descubrí que la oscuridad de su pasado era tan fingida como mis orgasmos.”

Cuando alguna vez le digo a C.Q. que se me parece a Bogart en Casablanca, sonríe con una satisfacción melancólica. Sé que él habría sido feliz si por un segundo hubiera podido enlazar el humo de un cigarrillo con las palabras de Rick diciéndole a Ilse: “No soy muy noble, pero veo que nuestro problema es muy pequeño en este mundo”. Lo que nunca ha podido comprender es que le digo que se me parece a Bogart, no a Rick. Creo que a Bogart también le hubiera gustado ser Rick en vez de interpretarlo.

Claudio, seguramente, tiene madera de mártir pero lo cierto es que, contra toda intención, la vida le ha negado la posibilidad de ir poniendo clavos oxidados a su ataúd. Para su desgracia, nunca tendrá la prestancia barriobajera de alguien capaz de acariciar con dulzura el seno de una mujer justo después de haber escupido en la ducha el borrador anticipado de su propia esquela.

Texto agregado el 15-02-2006, y leído por 237 visitantes. (0 votos)


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