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El recado
—Perdone el atrevimiento, me llamo Lupe, tal vez piense que estoy loco, pero no, sólo estoy muy enfermo y quiero morir. ¡No sabe cuánto deseo descansar! — rogó, con voz quebrada.
— ¡Se va a curar!
— ¡No! Sé que no. El corazón me dice que puede ayudarme. Sólo le pido un favor.
— ¿Cuál?
—Que localice a mi hermana y le diga que me perdone.
— ¡Por favor! Usted tiene la mirada clara, dígaselo para que yo por fin descanse. Ella vive en Carboncillo.
Don Juan le prometió que lo haría tan pronto Miguel, un amigo a quien había ido a visitar, mejorara. Ocho días después, Miguel y Juan partieron a Carboncillo: un pueblo viejo, metido en las serranías. Sus calles empedradas resonaban huecas de tantas pisadas. Miguel relató en el trayecto que ese era el camino de los arrieros para llegar a Puebla y México, cuando no había carreteras.
A lo lejos, vieron venir un hombre. Vestía camisa blanca, sombrero color maíz; una bolsa de yute colgaba del hombro, tenía facciones suaves que no permitían descifrar la edad y ojos brillantes.
— ¿Me podría decir dónde vive doña Eduviges
Pineda? — preguntó Juan después de saludarlo.
El extraño lo miró como si escarbara en sus ojos y después cuchicheando lo orientó. Cuando se alejaba, don Juan quiso saber su nombre y le preguntó.
—Soy Ramón —y se retiró con paso liviano.
Miguel señalaba las puertas de las viviendas.
—Se fija don Juan, cómo en las casas están las coronas de ajos, que sirven para ahuyentar los malos espíritus
— ero si hay malos... ¡qué! ¿Acaso no habrá buenos?
El silencio se cortó por la carcajada franca de don Juan. Miguel le hizo una seña que guardara silencio y la estridencia se apagó, quedando el dibujo en la cara. Al llegar, la casa parecía deshabitada. Tocaron una, dos, tres veces y nadie respondía. Cuando se retiraban, una voz suave, debilitada, contestó como si rezara.
— ¿Quién?
— ¡Venimos de lejos! ¡Y queremos saludar a doña Eduviges! —gritó Miguel.
Un silencio y otra vez la tonada.
— ¿Quién?
— ¡Soy Juan Castro! Conocido del hermano de doña Eduviges, ¡y venimos a darle un recado!
Las guacamayas pasaban en bandada haciendo un estrépito enloquecedor. Juan le hizo con los ojos una seña a Miguel de que él hablaría. Después quedó en el ambiente un hueco de silencio y se oyó lejos un rumor de campanas invitando a la misa vespertina.
Era una casa de madera, se veía sucia, quemada por tanto sol, y el techo de palma percudido por la humedad. Se escuchó el quejido de un catre y, después, cómo desatrancaban la puerta. En el frente los tallos desnudos del rosal y las redes de las arañas que formaban geométricos ojos.
La señora abrió la puerta, vestía una falda negra que llegaba hasta el tobillo. La blusa cerrada hasta el cuello. Los colores de la prenda y el bordado estaban estropeados. La piel seca, arrugada y su cara parecía encajarse en el olvido; las pupilas seguían conservando un brillo olivo y aún había mechones de color bruno; entreverados con el gris de la cabellera.
—Ustedes perdonarán, pero estoy enferma. Me faltan fuerzas para responderles como se merecen. ¿En qué puedo servirles? —les dijo en un español mocho.
—Sólo queremos darle un recado. Dígame, ¿es usted la hermana de Lupe? —dijo Don Juan.
— ¿Qué Lupe?
Se quedaron atónitos. Ella se dio cuenta y agregó.
—Es que tengo dos: Lupe mi hermano y una sobrina —explicó.
—Del señor Lupe.
— ¿Cuándo lo vio?
—Hace como una semana.
— ¿y...?
— ¿Cómo le diré?
—Me imagino que lo vio muy enfermo.
— ¿Cómo sabe usted?
—Lupe es así, siempre fue así. Decía que sus días estaban contados. Era una enfermedad tras otra; hasta cuando reía se notaba triste. Pero... a veces caía en el enojo y su mirada se vestía de fuego.
En el rostro de Juan había el deseo de darle el recado, pero ella se adelantó.
— ¿Y qué le dijo en el hospital?
Perplejo balbuceó.
—Suplicó lo perdonara, pues ha sufrido demasiado; desea morir. No quiere estar en agonía y golpeado por el remordimiento. “Dígale que me perdone para que pueda morir en paz”, dijo.
—Sí, él sabe muy bien porqué.
Parecía que miraba hacia dentro; y habló como diciéndose.
—Eso fue hace muchos años; yo traía el pelo hasta mis rodillas... se podrá imaginar...
—Debió tenerlo muy hermoso —contestó sonriéndole
El viento frío trajo el tañer de las campanas y entre las ramas se escuchó el graznido de los cuervos. Don Juan se estremeció, como si lo hubiesen golpeado, después se tensó y con los dedos engarruñados, deshizo la madera del zaguán. Los ojos estaban vacíos y sus pupilas parecían gotas que caían por la mejilla. La señora Eduviges centelleaba una luz cálida como el sol cuando anuncia la mañana. Miguel se tiró al suelo sin habla. El señor Juan por un instante sintió la tarde entre los vericuetos de noche. Sobre la luna pasaban jirones de niebla como si fuesen a una procesión.
Años después Miguel recordaría: Nunca supe qué pasó, pero yo me vi oculto entre los cafetos y roía los tallos de los arbustos. Arriba las ramas chocaban por el viento y la luna hundía su resplandor sobre la silueta de los búhos. Bajo el ceibo, divisé las espaldas de don Juan y su rostro en el cabello largo de una mujer. Con la nariz abría su pelo y escapaban aromas de canela y luces que chisporroteaban como un tronco en combustión. Ella se dio la vuelta y se besaron, después, se apartó y corrió por el camino que conduce al potrero, él le dio alcance.
— ¡Qué pasa!
—Parece que es mi hermano. Me pareció ver su sombra por aquellos troncos, detrás del mango.
—No hay nadie, sólo son los remolinos de la noche. Mira, no le tengo miedo, es prudente que hable con él.
—No, no lo busques, me ha dicho que te matará.
Soltó un llanto suave y el filo de su cara descansó en el pecho de él. Se besaron. Danzaron dando vueltas y sobre la hierba los suspiros chillaron como aves en celo.
— ¡Vete! Hazlo por el amor que me tienes. Si algún día estoy libre, seré yo quien te busque. Escapó de sus brazos y al correr soltaba palomitas iridiscentes. Se perdió cuando la lechuza hundía sus ojos entre las cejas de la noche.
Miguel se levantó de la hierba y tomando a don Juan de los hombros le preguntó:
— ¿Qué tiene don Juan?
—Sólo estoy mareado.
—Pero, ¿se siente bien?
—Sí; mejor nos vamos, ya llega la noche.
Daban la media vuelta cuando don Juan, sacudiendo la cabeza preguntó:
— ¿Cómo supo que su hermano estaba en el hospital? ¡Cómo!
Su voz sonó como la de una niña con pelo largo que esconde su vergüenza.
—No se inquiete. Ramón vino a verme y me contó todo. Usted, ¿no se lo encontró por el camino? Sucede, no siempre, pero sucede que, cuando se le mira a los ojos, él no puede evitar contarle lo que ha vivido. Es la manera que tiene para hacerle sentir su vida ya que en el fondo es muy tímido. Dígale a mi hermano si aún lo ve, que lo perdonaré. Ramón ya debe de estar platicando con él. Ahora usted disculpará pero este tiempo es bueno para los reumas, pero también para el sueño.


Texto agregado el 06-12-2003, y leído por 1040 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
11-12-2003 Rubèn, tu relato tiene una cadencia interesante, aunque debo admitir que me perdí un poco en la mitad, pero puede ser cuestiòn mia. rithza
11-12-2003 Rubèn, tu relato tiene una cadencia interesante, aunque debo admitir que me perdí un poco en la mitad, pero puede ser cuestiòn mia. rithza
10-12-2003 me gusta. ahora: encuentro acá detalles de el mismo Rulfo, Ibargüengoitia yu Castaneda, que de pronto me hacen desviar un pelín la atención por recordar otros relatos, pero insisto, me gusta. Además, cualquier regalo que escribas con Méjico en sus parajes, me embriaga! aitana
10-12-2003 ya lo han dicho todo. o me queda más que darte un abrazo muy fuerte y dejarte mis estrellitas en tu ventana kitty
09-12-2003 es verdad...es verdad lo que dice Martin....no he leido mucho de Rulfo, ahora hojeaba casualmente las "Cartas a Clara" y hay un dejo en tu cuento que me lo recuerda....pero Ruben tu sello se destila en cada letra saboreada....piquitos de luz para vos gaviotapatagonica
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