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El aroma dulzón de la tierra mojada, después de la lluvia basta, sólida y fiera, siempre resulta erótico. La selva cercana emana su mixtura, rezumando, a chorro, en los pequeños arroyos que nacieron tras la tormenta. Los nubarrones se alejan rápido por la bahía de Penang, hacia el Norte, bramando aún rayos y truenos.
No llegué si no hace una semana. Tres aviones y 26 horas de vuelo, no sirvieron para prepararme. Aterricé, en una ciudad, encaramada sobre varios pueblos, en un fluir caótico de coches y diminutas motocicletas. Las calles están atestadas, infectadas de un olor podrido, de aguas fecales, caprichosas brisas lo cambian, sin previo aviso, por el del mar cercano. Mil razas y sonidos desconocidos.
Decido emprender marcha, andar como un perro callejero más, y decido guiarme por mi olfato, hasta darme de bruces con la bahía, calmada, en un color verde, casi esmeralda, amarillando levemente, reflejando tranquila un cielo raso. Llego al malecón, aún amurallado, y transito sobre los restos de un fuerte.
Con cada paso, entre sonidos nuevos, lenguas no conocidas, vienen a mi memoria las aventuras leídas. Sobre estas murallas, quizá un poco mas resguardada, estaba la casa del gobernador de su majestad. Sobre estas rocas se libraron batallas con los piratas malayos, aún se atisba esa mirada loca en la raza indú de estas tierras, amarrada a unos ojos negros, llenos de chispas, encendidos, esperando una señal para desenfundar, el ya inexistente kriss.
Regreso, retumbando aún los cañonazos imaginarios en mi cabeza. Y duermo.

Amanece, pausadamente, en este aire lechoso, justo detrás de la selva. Camino por la playa, encuentro pescadores, arrancando ya sus motores fuera borda. Uno resta en la playa, descalzo, remendando una vieja red de nylon. Me detengo e intento averiguar, comprender e indagar en su forma de vida. Apenas llegamos a entendernos, pero me enseñan, como lo hicieron los de la marina alta, allá en mi tierra, orgullosos algunos trofeos de la jornada anterior.
Unas millas más y me adentro en la selva, un tritón me saluda asustado, rápido, en abrupta fuga, se escapa entre las enormes rocas graníticas que alguien dejo caer en la playa. Chillan los monos celebrando mi presencia.
El Tigre, ese de infancia, me cambia la piel un rato, y siento el odio al colono inglés, y la necesidad imperiosa de raptarle la hija de piel blanca y ojos claros.
¿Por qué tienes que estar tan lejos que ni mis praos más veloces podrían traerte a este atardecer eterno?

Texto agregado el 21-04-2006, y leído por 113 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-06-2006 ¡Jesús! Cómo escribes nove.He estado alejada de ti, de tus últimos cuentos,pero aquí estoy de nuevo mi niño.Andandoa a ciegas contigo, oliendo el paisaje de tu mano.Uniéndome a ese final entre tigres, ingleses malvados y una piel blanca de ojos azules que me suena, vaya que me suena a claveles arrojados al mar.Magnifico escritor mi noveccento.***** Gadeira
 
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