Hojas áureas
del otoño,
golpeteo incesante
de la lluvia
sobre los tejados;
os jactáis de ser
fuentes infalibles
de inspiración,
para engendrar
idílicos sueños.
Pero, sabed
que, he aquí,
un poeta triste,
en pleno verano,
preñó de ilusiones
su angustiado corazón.

Soñó que
su amada estaba
a su lado,
que el amor
prohibido entre ambos
ya no lo era,
y estrechar podía
su cintura frágil,
sentir su cuerpo
aferrado al propio
como hiedra a la pared.

Soñó que
sus dulces besos
y suaves caricias
cubrían su rostro
del amor
que tanto tiempo
en su alma habitó,
y que sólo verlo
pudo,
de tarde en tarde,
como un pez
en acuario
sin gustar sus delicias
sin sentir su ardor.

Soñó que
al fin su mano
palpar podía
la suave dermis
de su cuello
y de sus pechos,
y su aliento
susurrante
a buscar
ya se aventuraba
entre sus cabellos
la tierna pequeñez
de sus orejas.
Soñó que
el tejido ya
no se oponía,
y que ambos podían
deslizar sus manos
bajo él
buscando ansiosos
los motivos
que sus corazones
tenían para
su continuo acelerar.

Soñó que
ya sus cuerpos,
entrecruzados
fundíanse
en fogoso e infinito
beso de amor.
Que
ya nadie
podía desconectarlos
de aquella página
de amor y ternura
que ambos
configuraron
para ser felices
disfrutando
el uno del otro.