Un ruido de cascabeleos envueltos en villancicos lo hizo levantar la vista al cielo; ahí estaba, sí, existía. ¡Era verdad!. Surcando velozmente las alturas, el trineo deslumbraba de colores y regalos rebasando su contenido cúbico. La cilindrada del aparato (en este caso no sería correcto hablar de caballos de fuerza sino de renos de fuerza) imprimía potencia y elegancia al zigzaguear entre chimeneas y antenas parabólicas. Lo llamó con las pocas fuerzas de sus gastados pulmones:

—Hey tú, Santa Claus, Papá Noel, Viejo Pascuero o comoquiera que te llames.

Notó que el viejo del atuendo escarlata y evidente exceso de peso (lo que se ha dado en llamar obesidad mórbida y que está tan en boga en boca de médicos y nutricionistas) lo miraba desde sus alturas.

—Si, a ti te hablo. Tengo hambre.

Pero sólo fue un segundo, la velocidad del trineo era tal que poco después se perdió en dirección a los condominios del sector acomodado, dejando al pordiosero dudando de la calidad del vino comprado con las pocas monedas mendigadas ese día.