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[C:2078]

Tres eran rojos. El cuarto, Bebé, blanco. Cualquiera que venga por Vigo y suba a una línea del autobús urbano puede ver a otros como ellos. Ahora sé, me lo ha dicho Viejo, que no soy el único que los tiene en casa. Sólo que a nadie se le ocurre ir diciéndolo por ahí. Le tomarían por loco.

He pensado muchas veces en aquel trayecto en bus. Recuerdo, incluso, que el camino de Urzaiz a Pi i Margall lo pasé mirándolos, sentado frente a ellos. Nunca antes lo había hecho con detalle, son cosas que las ves todos los días pero nunca les prestas atención. Pero ese día sí, y supongo que por ese interés que mostré se vinieron conmigo. También me acuerdo de la anciana que subió en la parada frente al Parque Cela. Era una mujer menuda, pura arruga plegada en los años que contrastaba con unas mejillas sorprendentemente sonrosadas, y un brillo amable en los ojos minúsculos. Me pidió cambiar de asiento. “Me marea ir de espaldas”, dijo y, claro, no tuve inconveniente. ¡Cómo no pude distinguir entonces en aquella mirada el temor que debía de reflejar!

No sé si la memoria me traiciona, ahora tan incentivada por la absurda realidad, pero es cierto que ronda en mi mente la idea de que aquella vez, al hacer el cambio, oí un murmullo, o queja, o maldición; algo oí, creo... Bajé en Traviesas, y eso sí es fácil saberlo, porque es la que queda más cerca de mi casa. Si alguna gente los vio, si se volvieron al pasar a mi lado con una sonrisa maliciosa o compasiva, yo no pude enterarme, ocupado que iba en mis propios pensamientos.

Fue cuando busqué en el bolsillo del abrigo las llaves para abrir la puerta que encontré a Mamá y Bebé. Se habían deslizado por la espalda hasta allí; Mamá lo hizo para proteger al niño, ahora lo comprendo, pues era un día de ventisca bastante desapacible. Me sorprendí, claro, pero tampoco le di más vueltas y en un segundo mi cerebro lo clasificó como “broma de chiquillo malcriado sin otra cosa mejor que hacer”. Entré en el apartamento y los dejé sobre el mueble del recibidor, mientras me quitaba el abrigo y mi mano se encargaba instintivamente de colgarlo en el perchero. Poco recuerdo desde ese momento hasta que me fui a la cama, quizás vi la tele antes, no sé. Dormí hasta que sus cuchicheos me despertaron.

Allí estaban sobre mi pecho, mirándome: Mamá con su níveo hijo en brazos, Viejo soldado a su bastón y, finalmente, Herido, cuyo brazo vendado brillaba en la penumbra casi tanto como Bebé. Fue fácil verlos como un sueño. Hasta me pareció gracioso tener ante mí a los monigotes que marcaban los asientos reservados del autobús, sus cuerpos chatos de papel plastificado gesticulando con cómica movilidad.

—Tiene los ojos muy juntos —decía Herido—. No me gusta un pelo.

—Y le huele el aliento —quiso añadir Mamá.

Viejo se limitó a toser.

—Gu-gú —sentenció Bebé.

Todavía convencido de seguir durmiendo, afronté la surrealista situación con mi mejor dosis de ironía mordaz:

—Buenas noches, señores. Señora... Mañana les espera una dura jornada de soportar espaldas ajenas. ¿No deberían estar descansando?

—¡Y aún encima maleducado! —se ofendió Mamá apretujando más entre sus brazos a Bebé, que soltó un leve vagido de queja.

Viejo levantó su bastón y me golpeó en la nuez. Para ser soñado y de papel, me di cuenta que el dolor fue demasiado contundente.

—¡Augh!

—Eso para que aprendas a respetar cuando hay damas y mayores delante.

Lo bueno de que los monigotes no tengan rasgos faciales es que me pude ahorrar sus rostros indignados. Se alejaron rezongones escalando mi panza hasta perderse entre los pliegues de la sábana. Supongo que lo lógico habría sido incorporarme e intentar dar sentido a todo aquello, pero mi inconsciente me convenció de que hacerlo hubiera significado admitir que se trataba de algo más que un sueño. Opté entonces por dar media vuelta en la cama e ignorar el absurdo.

Al día siguiente desperté con cierto picor en el gaznate, pero ya el recuerdo de la extraña escena se había desvanecido y lo asocié al cotidiano malestar mañanero de todo fumador empedernido. A cambio, mi memoria me fustigó con la obligación de rematar el prólogo de la nueva novela de Jorge Villenas: “La casa prosopopéyica”. ¿Era posible un título más estúpido? Se lo había prometido a Gustavo, mi agente, y maldita la gracia que me hacía. Mientras me permitía un postrero goce de estirar los miembros perezosos, repetí con retintín burlón las palabras de Gustavo:

—Míralo como una forma de publicitarte, Luis. Ese mamón vende como rosquillas, Luis. Tiene a todos los editores babeando por él, Luis.

Y Luis se arrastró fuera de la cama. Tener que empezar el día con el mediocre de Villenas en el pensamiento era una forma segura de agriarme el humor, ya de por sí poco amable hasta el reconfortante primer trago de café. Fui hasta el recibidor y tomé el auricular del teléfono. Mientras empezaban a desgranarse los tonos monocordes, fijé la mirada en el vacío de la repisa y me pregunté cuándo habría tirado el monigote del bus a la basura. Los ojos vagaron hasta el desastrado reflejo de mi cara en el espejo del mueble y, justo cuando surgió la voz hiperactiva de Gustavo, un temblor mariposeó en mi estómago. Colgué y quedé mirando la diminuta marca rojiza en la nuez. Afloraba en mi recuerdo el ridículo suceso nocturno a igual velocidad que lo hacía una sonrisa nerviosa en mis labios. Me dirigí a la cocina y revolví en el cubo de los desperdicios. Volví al mueble y busqué en todas las gavetas. Sentía como la ansiedad se apoderaba de mí, y lo peor, sabía que todo aquello era un disparate. Me encontré repitiéndome a mí mismo que tenía que encontrarlo, tenía que encontrarlo, ¡¡¡tenía que encontrarlo!!!

Media hora más tarde, me derrumbé en el sofá del salón y contemplé el campo de batalla en que éste se había convertido: vidrieras abiertas, cajones arrancados de sus huecos, cuadros huidos del equilibrio, libros, figuritas, jarrones, fotos, vajillas... Decididamente me había vuelto loco, pero aquel no saber hacía que mi cabeza siguiera bullendo. Quedé allí postrado otro buen rato. Entonces, surgió de mi garganta una serie de sonidos guturales y espasmódicos que poco a poco se fueron transformando en una carcajada franca. Estúpido, estúpido, estúpido. Me di de puñetazos en la frente hasta dolerme. Era jueves, ¡hoy era jueves! La señora Dorita venía todos los jueves temprano para hacer la limpieza. ¡Ella! ¡Ella había recogido el monigote! Aullé de alegría y recorrí el apartamento dando brincos de alborozo desenfrenado:

—¡Bendita Dorita! —gritaba— ¡Bendita y adorable señora Dorita!

Si en ese momento hubiera aparecido por la puerta, juro que me la habría comido a besos. Cuando por fin me senté en un taburete de la cocina estaba exhausto y de un humor inmejorable. Tras recobrar el aliento, preparé café y me dirigí silbando con una humeante taza hasta el despacho para escribir por fin el condenado prólogo. Ni volver a pensar en Villena me torció la felicidad que me embriagaba. Encendí el ordenador y acompañé el pitido de arranque con un gesto de director de orquesta. Abrí el cajón donde guardaba la copia de aquella insufrible novela repleta de notas mías al margen, casi todas mordaces y maliciosas, mientras pensaba en cómo iba a redactar el prólogo sin que se notase la falsedad de mis elogios.

Si alguna vez la expresión ‘sonrisa congelada’ pareció digna de perder todo su matiz hiperbólico, puedo jurar que fue entonces. Allí estaban, saliendo de entre los folios de la galerada. Me quedé estúpido mirando cómo trepaban por las paredes del cajón hasta la superficie de la mesa, subieron lentamente ayudándose del adhesivo que aún guardaban en su envés. Quedamos mirándonos. Ellos, curiosos; yo con el labio inferior descolgado y bamboleante. Herido inclinó la redonda cabeza hacia Viejo:

—Creo que nos ha tocado un retrasado.

—Disminuido psíquico —lo reconvino Mamá.

—Sí, eso. Perdón.

—Bueno —concedió Viejo—, ya sabéis que al principio les cuesta. Aunque la verdad es que muy bien no debe de estar. ¡A saber a qué venían los gritos de hace un rato!

Mamá y Herido afirmaron de forma vehemente y se enzarzaron los tres en un intercambio de pareceres en los que mi persona no salía muy bien librada. Sólo Bebé parecía dormir plácidamente ajeno a todas aquellas disquisiciones.

Muy poco a poco fui saliendo de mi parálisis cerebral, lo suficiente para poder balbucear:

—Pe... pero-pe... No... No, pero esto no... yo... no es, esto no puede ser...

—¡Real! —gritaron ellos a la vez.

—Siempre la misma frase —protestó Viejo—. Las personas son muy muy poco imaginativas.

—Al menos éste aguanta sentado —dijo Herido—. ¿Os acordáis del de los dientes separados? ¡Qué trompazo contra el suelo!

Viejo y Herido rieron escandalosos, y Mamá soltó una risita tímida. Paradójicamente, Bebé empezó a llorar, despertado al fin por el alboroto. Su madre lo acunó muy tierna hasta apaciguarlo.

—¡Eh, tú! ¿Cómo te llamas? —me espetó de repente Herido. Como yo no contestaba, insistió agitando el brazo sano sobre la cabeza—: ¡Sí, es a ti, so membrillo! ¡Eoooo!

Aún no sé cómo pude articular el nombre dentro de mi garganta:

—Luis...

—¿Luis? —sopesó Herido para a continuación dirigirse a Mamá—: Bastante vulgar, ¿no te parece?

—Sí —confirmó ella—, desde luego no es nada bonito.

—Más le encajaba llamarse Atontado —concluyó Viejo, y esta vez hasta Mamá se rió con ganas.

Herido consultó un reloj imaginario en el brazo hábil y mencionó que se acercaba la hora de la siesta. Los otros dos estuvieron de acuerdo, así que iniciaron el descenso hacia “La casa prosopopéyica”, que parecía que habían tomado como cuartel general. En otras circunstancias, hasta me habría reído de lo atinado de esto.

Debió de pasar mucho tiempo desde que el bastón de Viejo desapareció entre los folios a cola del desfile hasta el momento en que algo lúcido comenzó a carburar en mi azotea. Muy despacio, cogí la prueba de imprenta del fondo del cajón y la coloqué sobre el escritorio. Lleno de pavor, fui pasando folio tras folio con la mano presa de un temblor creciente. En la página cuarenta y dos encontré a Herido.

—¿Y ahora qué pasa? —gruñó mientras medio se incorporaba doblándose por la cintura y se frotaba allí donde debían de estar sus ojos.

La queja despertó a los demás. Viejo asomó la cabeza desde mitad de la obra, y Bebé empezó a llorar justo antes de que saliera hacia las últimas páginas en el eterno abrazo de Mamá, la cual bramó furiosa:

—¡Ya me habéis despertado al niño!

Me incliné hacia ellos y creo que fue entonces cuando la incredulidad empezó a dejar paso al asombro maravillado.

—No estoy soñando...

—¡Y yo ahora tampoco! —gritó Herido—. Como cuando vuelva a dormirme no aparezca otra vez la rubia cañón te vas a acordar de quién...

Calló de repente y el rojo en su cara se hizo más intenso, avergonzado ante la mirada escandalizada que le dirigía Mamá.

—Parece que va asimilando —dijo Viejo mientras estiraba (literalmente) el cuello hacia mí como escrutándome.

—Vale, está bien —me rendí al fin—. Sois reales y yo estoy como una cabra. ¿Ahora qué?

—¿Ahora? —dijo Herido encogiéndose de hombros—. Ahora nada. Tú a lo tuyo y nosotros a lo nuestro. ¿Podemos ya dormir la siesta en paz?

—¡Ay! A veces mira que eres arisco, muchacho —intervino Mamá que ya había subido con su niño y Viejo a la página cuarenta y dos—. ¿No ves que el pobre se esfuerza por entender?

—Perdón...

Era evidente que Mamá sabía mantener a raya a Herido. Viejo se adelantó hasta el borde de la hoja:

—Mira, jovencito, es muy fácil. Tus únicas obligaciones serán llevarnos de paseo de vez en cuando y velar por que nos mantengamos a salvo del agua y el fuego. —Se detuvo de golpe y su cuerpo de papel se estremeció como recorrido por un escalofrío. Luego siguió con un débil hilo de voz—: Esto... ¿tienes algún animal como mascota?

—Pues sí.

—¡Ahhhh! —gritaron al unísono.

—Una tortuga.

—Aaaah... —suspiraron con alivio.

Como se puede comprender, me pasé horas acribillándolos a preguntas, hasta que el teléfono sonó impertinente. Miré el reloj:

—¡Mierda! Las cuatro. Gustavo me mata.

A las tres tenía que haber pasado por su oficina para entregarle el prólogo, y no pocos improperios tuve que aguantar hasta convencerlo de que al día siguiente lo tendría sobre su mesa. Cuando regresé al despacho, los monigotes se habían vuelto a perder de vista, pero unos sonoros ronquidos llegando desde las hojas de “La casa prosopopéyica” me tranquilizaron. Dejé que durmieran y me entretuve redactando el dichoso exordio, cosa que me resultó algo complicada al no poder consultar mis notas escritas sobre el legajo.

Hasta la noche no volvieron a aparecer. Yo por entonces estaba en el salón acabando de recoger el estropicio mañanero. Sus planos cuerpecillos entraron en fila india y usaron su peculiar técnica adherente para encaramarse hasta el sofá. Viejo estaba sin aliento:

—¡Ay, mi espalda! Creo que la próxima vez te pediré que me subas —dijo dirigiéndose a mí.

—Sin problema.

—Mi bebé tiene hambre —habló Mamá—. ¿Me podría dar algo para que cene?

—Pues... no sé —dudé—. ¿Qué come?

—Bah, hombres. ¡Qué poco saben de estas cosas! Con un poco de improperios suyos bastará.

—¿Improperios? —pregunté seguro de haber entendido mal.

—Eso he dicho, ¿no?

Herido rió entre dientes. Supongo que aún no había descartado su teoría sobre mi retraso mental.

—Ah... bueno —acepté—. Y esto... ¿Por qué míos?

—Porque tienen que ser humanos —aclaró conciliador Viejo—. A ver si no. Casi siempre en esos autobuses yendo y viniendo entre el tráfico... Tú me dirás.

—¡Evolución o muerte! —gritó Herido con el puño en alto.

Habría reído con gusto, pero me contuve ante el temor de que no se tratara de una ocurrencia chistosa. Resulta difícil discernir estas cosas con gente que no tiene cara que revele sus intenciones.

—Bueno —dijo Mamá—. Si es que no le apeteciera blasfemar ahora, una ración de cotilleo también sirve, aunque a Bebé le hace luego eructar.

—¡Cotilleos, me encantan! —volvió a dejarse llevar Herido—. Con tono lo más censurador posible, por favor.

—¡Válgame Dios!

—Perdón...

Así pasé aquella primera velada, inventando enredos y tejemanejes, e intercalando de vez en cuando exabruptos varios para gran disfrute, sobre todo, de Bebé, que en cada uno de ellos iba resplandeciendo más blanco. Al día siguiente llamé a Gustavo para que hiciera venir a un chico a recoger el prólogo. Inventé un viaje a Venezuela con motivo de cierta investigación de campo sobre una idea que se me había ocurrido para la próxima novela. Sabía que no pondría reparo alguno, pues mi crisis creativa duraba ya tres años desde que editara mi exitosa y única obra, un coñazo costumbrista que hasta a mí me sorprendió que hubiese triunfado. Esto me daba al menos un par de semanas para dedicar a mis nuevos amigos y hacerme a la situación.

He de reconocer que aquellos días fueron dichosos para mí. Es fácil imaginar con qué alegría maravillada, una vez asumida mi locura, me dediqué al trato con aquellos pequeños seres. No tardamos mucho en acoplar nuestras rutinas. Yo me acostumbré a adoptar un horario más diurno, pues mis golpeteos en la noche sobre el teclado del ordenador acababan siempre despertando a Bebé. También Viejo tenía mal dormir. Además, ellos acostumbraban levantarse al alba y, cautivado, no quería perderme ni un momento de estar con ellos.

Ya desde un principio tomó Mamá el control de las faenas de la casa. Es, desde luego, una mujer puntillosa y amante devota del orden. Se encargó de distribuirnos las tareas y nadie se atrevió a rechistar, pues su voz dulce y apocada era capaz de transformarse con inusitada facilidad en la de una sargento de hierro que no aceptaba peros a sus decisiones hogareñas. Tanto es así que me vi obligado a llamar a la señora Dorita para informarle que prescindía de sus servicios. Nunca el apartamento había estado tan reluciente.

Por las tardes, cumplía con una de mis ‘obligaciones’ y los llevaba de paseo. Los veía asomarse al borde del bolsillo del abrigo y yo sonreía vanidoso. Creo que me sentía superior al resto del mundo, poseedor de un secreto fascinante que me elevaba sobre las demás personas, las cuales transcurrían en los días con sus vidas grises y aburridas. A mis plastificados pasajeros les gustaban las calles peatonales, visitar papelerías e ir al cine. Sólo a veces, supongo que por nostalgia, me pedían que me sentara en alguna parada y pasábamos el rato viendo circular autobuses. Nunca quisieron que subiera a alguno, quizá temerosos de que los traicionara y los dejase pegados a un asiento.

De vuelta a casa al atardecer, yo conseguía, a cambio de unos cuantos insultos y algún que otro rumor infundado, que me contasen cosas de su vida. El que mejor relataba las historias era Viejo, tenía toda un arsenal de anécdotas, aunque intuyo que la mayoría eran inventadas. Ay, Viejo, pobre Viejo...

El día de la desgracia los había llevado de excursión al monte. Recuerdo la excitación que sintieron cuando les informé del plan, pues nunca ninguno de sus anteriores ‘anfitriones’ los había sacado de la ciudad. Y claro, en los autobuses urbanos no tenían esa posibilidad.

Aquella era una mañana linda de julio. Salimos de Vigo en mi coche y subimos hasta el monte de A Madroa. Ni se me ocurrió plantearles una visita al zoo, así que simplemente nos perdimos por caminos secundarios hasta donde me atreví a meter mi viejo AX. Seguí luego a pie, entre pinos y eucaliptos, con mis amigos sin perder detalle desde su mirador en el bolsillo. Al fin me detuve en un pequeño prado. Nunca me podré cansar del verde de Galicia. Ese olor vital que lo impregna todo, el murmullo de los regatos recorriendo sus bosques como venas cantarinas. Me tumbé sobre la hierba alta y henchí mis pulmones cuanto me lo permitió mi tabaquismo crónico. Era la gloria. Los monigotes treparon por mi cuerpo en su clásica formación de a uno. Estaban eufóricos, hasta Viejo parecía haberse olvidado de su habitual malhumor cínico:

—¡Esto es vida señores! Nada de humos, ni bocinas, ni...

—¡Ni pasajeras gordas! —gritó Herido, riéndose de su propia gracia.

Mamá suspiró mirando al cielo y Viejo ni caso le hizo. El muchacho calló y disimuló su vergüenza mirando al segundo botón de mi camisa. Los tomé en la palma de mi mano, me incorporé y los dejé sobre la fronda de un helecho.

—Pues esto es la naturaleza, amigos.

Bebé empezó a lloriquear.

—¡Joputa! —exclamé.

El pequeño cesó su llanto y soltó unos gorgoritos complacidos. Mamá me agradeció el detalle.

La tarde pasó plácida. Herido estuvo un buen rato haciendo atléticas piruetas de planta en flor para impresionar a Mamá. De vez en cuando medía mal sus saltos y acababa dándose un trompazo contra la tierra. Descubrí que en estas caídas siempre ponía el brazo vendado por delante. A cada golpe, no podía esconder un quejido de dolor, pero al momento se levantaba sonriente. Cuando le pregunté, me contó que era algo que tenía que hacer en ocasiones, pues si alguna vez se le llegase a curar el brazo, correría un gran riesgo de ser despedido del trabajo. Era lógico, pero intuí que gran parte de su regocijo venía de los mimos cariñosos que Mamá le prodigaba luego en las curas.

Nada nos permitió prever lo que sucedió. Cuando empezó a llover, sólo algunas nubes, blancas y algodonadas, vagaban perezosas en el cielo. Oí chillar a Mamá. Con el rojo pálido del espanto, corrieron hacia mí sin siquiera preocuparse de guardar la fila india. Sólo cuando los vi venir, zigzagueando, las primeras gotas estallando sobre la hierba, me di cuenta de la situación. Les tendí la mano y, todos arriba, los llevé rápido al bolsillo. Me levanté y a la carrera fui hasta el coche. Al dejarlos en el asiento de atrás, vi que faltaba Viejo.

—¡Se cayó, se cayó! —gritaba desesperado Herido—. ¡Se fue por el borde!.

Habían intentado avisarme, pero entre el ajetreo y mi corazón trepanándome las sienes, no había escuchado sus lamentos.

De pronto lo vi, a unos pocos metros. Estaba tumbado al lado de una margarita. Los siguientes segundos los recuerdo como si todo sucediera a cámara lenta. Él intentó incorporarse con la ayuda de su bastón, pero una gota, una gota enorme, densa y asesina, impactó contra su cabeza. El cuello se le dobló completamente hasta el pecho, trastabilló un momento eterno y, al fin, se desmoronó aniquilado. Nuevas gotas fueron a destrozarse sobre su cuerpo inerte, antes de que yo pudiera llegar hasta él y recogerlo. Los demás contemplaban todo con la cara y las manos pegadas a la ventanilla, mudos de terror. Cuando deposité a Viejo en el asiento, corrieron a rodearlo. Herido abrazó a Mamá y al niño; ella hundió el rostro junto a la venda y sollozó:

—Se nos va. De ésta se nos va.

Intenté unos primeros auxilios. Cogí un pañuelo de papel y lo sequé cuanto pude. Pero la lluvia había causado ya grandes estragos: tenía el cuerpo arrugado y había perdido la mayor parte del adhesivo. Convulsionado en una tos estertórea, recobró el conocimiento.

—Estamos aquí —dijo Mamá cogiendo su mano—. Tranquilo, Viejito, estamos aquí...

Tardó tres días en morir. Fue una agonía silenciosa, resignada. Justo antes de abandonarnos, como si presintiera que había llegado la hora, me indicó que me acercase, aprovechando que Mamá cambiaba los pañales a Bebé, y Herido se tiraba de una silla. Casi tuve que rozarlo con mi oreja para escuchar sus fatigadas palabras que, por otro lado, no sonaron tristes. Supongo que para él, marcharse era ya una liberación.

—Cuida de los otros —susurró—. Son aún jóvenes e ingenuos. Sobre todo el tontorrón de Herido.

Quiso reír, pero el intento se frustró con un nuevo acceso de tos burbujeante. Repuesto, continuó:

—Diles que los quiero mucho, que son buenos chicos. Si hay un Cielo de monigotes, allá los espero. Si no... Qué demonios, ¡claro que lo hay!

»¿Sabes?... Que no se te suba el ego a esa cabeza... A esa cabeza... esa cabeza... ¡ah, sí! A esa cabeza de chorlito que tienes, pero quiero que sepas que has sido un buen anfitrión. El mejor.

—Y vosotros mis más distinguidos huéspedes —contesté con una sonrisa triste.

—¡Anda, anda! Déjate de chorradas. Los cuidarás, ¿verdad?

—Mientras ellos quieran, esta es su casa. Lo prometo.

—Entonces... —acabó por decir—. Aquí ya no pinto nada. Puedo irme.

Y se fue. Sin una queja ni un lamento, tan tranquilo que los demás no se enteraron hasta que los llamé. Mamá comenzó un lloro hiposo y contenido. Herido se limitó a mirar al muerto con la cabeza gacha. Sólo Bebé, a su aire, rompió a llorar escandalosamente. Tendría hambre.

Poco más hay que contar del pasado. Dos meses hace ya que nos dejó Viejo y creo que ninguno hemos sabido superarlo. En ocasiones suena el teléfono. Sé que es Gustavo, pero aún no me siento preparado para volver al mundo real. Bebé ya camina solo, se ve que ellos no crecen al ritmo nuestro, y poco a poco se le va enrojeciendo el papel. Al pobre niño le ha tocado hacerse mayor en una casa llena de silencios. Pasamos horas sin dirigirnos la palabra, huraños en nuestra propia tristeza. Herido me dijo el otro día que había hablado con Mamá de marcharse. Ahora que ella no puede llevar al niño en brazos, es complicado que la readmitan en los autobuses, así que no quieren arriesgarse a que él también pierda el trabajo. La verdad, no me imagino estar sin ellos, pero supongo que es lo mejor. Hoy también está lloviendo. Hemos encendido una vela en su memoria. Dos meses... La vida es una mierda.

Vigo, septiembre de 2002

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Marzo de 2003: Epílogo conciliador

Hoy paseaba por Castrelos cuando sentí que alguien me chistaba. No vi a nadie cuando me giré, pero el susurro de su cantarina voz hizo que una corriente de gozo fluyera desbocada por mi cuerpo.

—Señor... Señor...

Allí estaba, jovial y guapa en una señal de “Peligro: Zona escolar”, en carrera estática y llevando de su mano a... ¡Vaya, cómo había crecido! Sí, a Bebé, con su carterita de estudiante, que dejó un momento para saludar agitando su brazo en el fondo blanco.

Cuando pude articular palabra, le comenté a Mamá lo bien que le quedaba el negro. Ella, coqueta, lo agradeció, aunque quitándose importancia:

—Ya sabe... Todo el día al sol, pues...

Me contó que tiene un amigo en Tráfico que les había conseguido el trabajo. Y que por fin la llamita del amor brotó y se había casado con Herido. Él sigue en los autobuses, y tienen pensado que, cuando Bebé se haga mayor y pueda valerse por sí mismo (su ilusión es ir a las próximas olimpiadas como símbolo de tiro con arco), a lo mejor van a por otro niño, así Mamá podría recuperar su anterior empleo y hasta, ¡quién sabe!, quizá trabajar en la misma línea, como en los viejos tiempos.

Acaba de llamar Gustavo. “La casa prosopopéyica” está siendo un completo fracaso en ventas.

Rectifico: la vida es hermosa.

Texto agregado el 13-02-2003, y leído por 1221 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-02-2003 Desde hace siete días yo convivo con un cigarro encerrado en un círculo y con una barra roja en medio, en mi caso la convivencia es un poco tensa, siempre quiero coger el cigarro pero no se deja... ¡que profusa imaginación¡ me encantó leerte.. un saludo rnahimla
 
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