Yo siempre he preferido que mi jefe sea un hijo de puta a que sea torpe. Contra un jefe de los primeros siempre estás prevenido. Y ese montón de carpetas chorreando papeles por los lados encima de tu mesa el viernes a las 6:35 sabes porque está ahí. Porque tú jefe es un hijo de puta. Y miras a tú compañero de la mesa de al lado y este intenta poner cara de compasión, pero debajo del cartón no puede evitar que se le vea la alegría de que el se larga en cinco minutos.
Luego está el jefe torpe. A ese le explicas que el balance está cerrado que sus dietas no entran en la nómina de este mes porque el sábado no es un día hábil. Y que por tanto su dichosa dieta de 23,45 euros le será integrada en la siguiente paga. Después de una minuciosa explicación de los motivos y circunstancias de todos los cómos y porqués, exposición a la que el ha atendido con unos ojos como platos combinados. Bueno pues después de todas las explicaciones, te pregunta con ojos inquisidores, el muy desgraciado, que cuando va a cobrar su dieta. La solución del cabezazo fulminante queda descartada por el merecido respeto que la jerarquía merece, Volver a explicarlo se parecería demasiado a un sermón en el desierto y huir nunca ha estado dentro de mi vocabulario. Así que suelo descender a su nivel y aguantar estoicamente sus verborrea le pregunto que de que dieta me habla. Y luego ya sólo voy soltando monosílabos gangosos con las cejas arqueadas por una fingida sorpresa.
En fin, no sé, a mí me desgastan menos los jefes hijos de puta.