28. Domingo.

Visita a papá. Llevamos flores de plástico con rocío artificial. Flores inertes para su tumba, aquella morada postrera donde las únicas vidas evidentes que habitan son las de los mosquitos. Tengo casi la certeza de que no puedo llorar en compañía. El llanto se me frustra cuando están los demás. Y se acumula la tristeza y estalla, luego, en cualquier parte. Siempre a solas. O cuando todos están distraídos de mí. Papá no se merece mi resignación, este simular que todo está bien, que soy fuerte, que puedo superarlo. Le hago mil preguntas ofuscadas, malheridas y delirantes, lo mismo que predecibles: ¿Dónde estás? ¿Por qué te marchaste? ¿Te sientes solo? ¿Tienes hambre? ¿Pasas frío? No hay respuestas. Mi hermano Delver se ha vuelto filósofo de repente. Y, a modo de consuelo, me dice algo que no puedo rebatir: la muerte es un silencio.