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Padre e hijo discutían desde que el día despuntaba hasta que las sombras reinaban sobre su modesta vivienda. Vivían juntos y pese a existir entre ellos una abierta animosidad –el padre no soportaba las costumbres groseras de su muchacho ni este toleraba el carácter timorato de su progenitor, permanecían unidos, más por un triste acostumbramiento, no exento de pereza, que por un cariño incondicional. El joven, robusto y de musculatura bien marcada, agredía con sus dichos al padre, quien le encaraba su irrespetuosidad, el muchacho se enardecía, profería en su contra horribles groserías, le maldecía y salía del hogar, si eso pudiese llamarse así, estrellando la puerta sobre su rostro macilento. El viejo se mordía la rabia, rehacía sus labores y le pedía a Dios que enmendara a su hijo porque era lo único que lo sustentaba en esta existencia. Hombre solitario –su mujer había fallecido hacía varios años- era quien cocinaba, lavaba y atendía un humilde negocio de abarrotes. Pese a que las disputas con su hijo eran continuas, siempre aguardaba que este llegara sano y salvo a la casa y se desvelaba esperándolo hasta altas horas de la madrugada. Cuando el muchacho llegaba, ebrio y de mal humor, el vejete se apresuraba a atenderlo, le servía café y le reconvenía con muy poco énfasis por su actitud desenfadada. Entonces el joven golpeaba la mesa con sus manazas formidables, derramaba el café sobre el ya manchado mantel de paño y alzaba su voz encolerizada para repetir la misma letanía escatológica. El anciano, se derrumbaba en su viejo sillón y simulaba no escucharlo. Al rato, la tormenta se apaciguaba, conversaban de cualquier cosa, hasta reían, el muchacho encendía la radio y entonaba con su voz desafinada las rítmicas melodías que se emitían por el aparato. Al otro día, nuevas disputas enrarecían el ambiente, nuevos objetos eran destrozados para reafirmar una supremacía sin sentido. El anciano hasta pensó en denunciar a su hijo, le asustaba su odio y le causaban pesadillas esos ojos que parecían reconvenirle desde lo más profundo, sentía ese rechazo, lo olía y lo masticaba como un tabaco amargo que le corroía las entrañas. Pero luego, las aguas se aquietaban, un germen en estado fetal parecía revolotear sobre sus corazones y se anudaba precariamente el hilo mil veces roto de la relación entre ambos.

Sucedió una mañana. Era verano y nada hacía presagiar lo que aconteció. El anciano se levantó más temprano que de costumbre, puso agua a la tetera mientras canturreaba entusiastamente. El hijo roncaba en su desordenado lecho y cuando el viejo fue a despertarlo para servirle una taza de café, recibió una andanada de improperios. Nada nuevo en realidad. El hombre se retiró en silencio y cuando trasponía la puerta, se enredó en un zapato de su hijo, la taza resbaló de sus manos y se quebró en el suelo, el por su parte, trastabillo y estuvo a punto de perder el equilibrio. De sus labios se escapó una maldición, el hijo de irguió como movido por un resorte y saltando por sobre el enredo de sábanas, tomó al anciano de las solapas y lo estrelló contra el muro. El viejo tartamudeó una frase incoherente y trató de agacharse para recoger los pedazos de loza esparcidos por el suelo. Eso lo aprovechó el muchacho para empujarlo con fiereza. El pobre hombre rodó por el suelo y despaturrado como se encontraba, imploró a su hijo que lo levantara. Este, con los ojos fuera de sus órbitas, se abalanzó sobre el anciano y comenzó a patearlo sin contemplaciones. Los ayes de dolor del viejo parecían enardecer aún más al muchacho, quien de rodillas, comenzó a golpear al infortunado hombre con sus manos grandotas de dedos anillados. La sangre estalló de las narices, de las mejillas, de su rostro apergaminado, la placa dental saltó de sus labios resecos para partirse en dos bajo una mesa. El joven, acezando, detuvo al fin su castigo, se vistió apresuradamente y salió de la pobre vivienda profiriendo una terrible sentencia. El castigado y adolorido viejo vio salir a su hijo como en cámara lenta y le pareció verlo en todas sus edades, primero, un bebé saltando a sus brazos, luego un impúber asiendo su mano vigorosa, más tarde, ya hombre, conversando con él en la mesa. Luego, de sus ojos cansados se desprendió un líquido turbio y salobre que como afluente purificador se unió al río rojo que descendía por el cauce seco de sus arrugas profundas. Supo entonces que aquel hijo pródigo jamás regresaría a casa y el torrente bajó caudaloso hasta teñir su pecho mortificado.










Texto agregado el 02-01-2004, y leído por 3424 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-03-2004 Lo leí dos veces. Y las dos veces me impactó. Por eso mis estrellas.Me parece que el tema da para una novela. Me quedé con muchas ganas de saber más del padre y del hijo...una problemática universal...y no solamente de algunos hogares.Me parece. islero
03-01-2004 Ah, caramba Guido, hoy el departamento ha sacudido sólo el polvo. Un temblor de violencia familiar bien realtado ha hecho el mejor de los trabajos. gracias por compartirlo hache
02-01-2004 Merece el título de "El Hijo del Año". Claro, a veces se dan estas aberraciones familiares. superalfa
02-01-2004 Has logrado que sienta indignación por ese hijo, por el trato al padre, por la situación completa. Que terrible realidad la que de seguro se vive en algunos hogares, en donde este tipo de textos no sólo se queda en la ficción. Bravo por haber logrado tan buen retrato. Gabrielly
 
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