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Javier Correa Correa

De niña, solía recorrer descalza los caminos surcados por los pies milenarios de mi pueblo en la selva que luego supe que formaba parte de los límites de lo que llaman Orinoquía. Algunos lo escriben con tildes, pero de niña yo no sabía esos nombres. Ni sabía escribir tan siquiera. Pero no me hacía falta. Mis padres me contaron historias recogidas por sus padres y por los padres de sus padres, en un lazo que se extendía a las raíces de la madre tierra. Conocí vastos territorios, amplios y dulces, verdes y húmedos, amables y fragantes. Los árboles marcaban los caminos de mis antepasados, caminos que tal vez no existirán para mis nietos. Si acaso tengo nietos. Y si mis nietos llegan a ser indígenas, como yo. Por sus venas circularán glóbulos nukak makú, como por las mías, pero no sé si serán indígenas, como yo fui.
Mi niñez fue feliz, igual a las niñeces de mis amigas y amigos. Recorríamos el mundo. No nuestro mundo, sino el mundo. Más de quinientos años haciéndolo, invisibles en medio del verdor, fortalecieron nuestras piernas. Hoy admiran mis piernas.
No recuerdo mi nombre. Aunque importa, lo olvidé. Hoy me llaman Francis, que debe ser algo así como Francisca, pero abreviado. También olvidé mi lengua, de la que guardo algunas pocas palabras, con sus significados remotos de permanente creación. Hablo en castellano, la lengua de un pueblo que avasalló otros pueblos, pero que a nosotros no nos había llegado. Hasta un fatídico día cuando llegamos a uno de los campos recorridos seis meses atrás. Con amplias hojas de palma, suaves, majestuosas, habíamos erigido los hogares. Las mujeres recogían los frutos de la tierra, los hombres cazaban y todos volvíamos a trasegar la selva. A vivirla. A construirla, a descubrirla.
Una mañana aciaga nos descubrieron. Seis mil lunas después de la llegada de las carabelas, nos descubrieron. Volvimos al hogar de seis lunas antes y ahí estaban los colonos. Como muchos de nosotros, mis padres murieron, infectados por enfermedades desconocidas por nuestros cuerpos. Recuerdo que mi padre mocoteaba, con una gripa inexistente antes, y que le costó la vida. No lo devolvimos a la madre tierra como lo hacían nuestros antepasados, sino que unos hombres lo metieron en una caja burda arrancada a los árboles de la selva. Tampoco alcancé a cumplir el rito que sí cumplió mi hermana al convertirse en mujer, porque antes de serlo fui dejada en la colonia de los blancos, para que me cuidaran. Pero no lo hicieron. Me contagiaron de enfermedades más graves y dejé de ser india. Estoy enferma. Un virus recorre permanentemente mis venas, exhala por los poros y ha hecho que mi memoria haya sido copada por recuerdos que no me son propios. Ya no es el sol el que cubre mi piel. Ni los tintes que preparábamos para protegerla o para hacernos atractivas a los hombres.
Mi cara delgada sigue siendo amable, mi sonrisa continúa mostrando los dientes blancos y parejos, iguales a los de mi madre. A ella sí la recuerdo, con sus senos pequeños meciéndose acompasados, con su cintura y sus hombros anchos. Por ella y por mi padre, lloré. He seguido haciéndolo durante muchas lunas, cada vez que empieza la menguante. Cada vez que las múltiples luces de las ciudades me impiden ver las estrellas, cada amanecer lejos de un río. Son tan pocos los árboles, aquí.
Desde cuando empecé a formarme como mujer los colonos me miraban con deseo. Y sí, soy hermosa. Aunque el cabello negro de las mujeres de mi pueblo lo recortan a ras, mi pelo lacio, suave, lo dejaron crecer para que caiga sobre mi espalda. Mi cintura estrecha, mis senos pequeños, mis brazos largos, me hacen apetecible para los hombres que me ven desfilar. La tarde de un miércoles, cuando el sol todavía no se ocultaba al oriente de Casanare, un hombre, con nombre también extranjero, llegó al campamento donde me tenían a mí y a otras niñas. Se quedó mirando mis pezoncitos y luego mis ojos. Mucho después me dijo que desde cuando me descubrió, como si yo no existiera, decidió que mi nombre sería Francis y que me haría modelo. Él diseñaba ropa y nosotros no usábamos, pero se encargaría de enseñarme a exhibirla.
Aprendí a leer, a escribir y a firmar. Aprendí a conversar en castellano. Aprendí a comer con cubiertos de acero inoxidable. Aprendí a usar un pasaporte con visas múltiples. Aprendí a vestirme. Aprendí a caminar sobre pasarela. Aún recuerdo el olor verde de la selva. Aún recuerdo la humedad de la hojarasca. Aún recuerdo las pavesas en una fogata sin luna. Aún recuerdo el agua transparente y fresca de un río. Olvidé subir a un árbol, olvidé las historias de los padres de mis padres, olvidé caminar sobre el barro, olvidé la belleza de lo elemental. Me olvidé de mí.




Bogotá, 10 de julio de 2006


Texto agregado el 12-07-2006, y leído por 1459 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
12-09-2006 Limpia narración que pinta imágenes claras y frescas, que llevan al lector a recrearlas, vivirlas y sentirlas en la piel. La voz triste del personaje arma el drama dentro de este hermoso cuento. Muy lindo. munda
10-09-2006 Una excelente narración nos traes en relación a la pérdida de la identidad, tan común en nuestros días, por aquellas mismas razones que expones en la narración. "Todo en la actualidad es pan para las políticas de mercado y del aberrante neoliberalismo que nos aprisiona con sus cadenas de esclavitud". Todas las estrellas para un texto que merece ser leido y comentado. lionel
10-09-2006 Una excelente narración nos traes en relación a la pérdida de la identidad, tan común en nuestros días, por aquellas mismas razones que expones en la narración. "Todo en la actualidad es pan para las políticas de mercado y del aberrante neoliberalismo que nos aprisiona con sus cadenas de esclavitud". Todas las estrellas para un texto que merece ser leido y comentado. lionel
29-07-2006 Me enchinaste la piel. Que cuento tan bello, pero... tan triste. Me hace llorar, eres un buen escritor, casi nadie lo logra conmigo. Un saludo. luccas
 
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