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EL AMOR EN TIEMPO DE CÓLERA
Por Víctor H. Campana

El plato que Martina lanzó con toda su fuerza falló por dos pulgadas la cabeza de Roberto, se estrelló contra la pared de la cocina y se quebró en mil pedazos. Fue uno más de los incidentes similares en la historia matrimonial de dos años de esta pareja, y una pieza menos en la vajilla Mikasa que habían recibido como regalo de bodas.
Ella siempre tuvo mala puntería. En prácticas de tiro de arco en el colegio, Martina regularmente erraba el blanco. Y ya casada, cuando iba con otras parejas al boliche, por pura suerte tumbaba un bolo. En esas ocasiones Roberto renegaba la inhabilidad de su mujer que siempre les hacía perder las partidas, pero cuando no daba en el blanco con la vajilla, él estaba agradecido de la mala puntería de Martina.
Se conocieron en el colegio en una clase de tiro de arco. Roberto se impresionó cuando la vio por primera vez estirando el arco con natural gracia y facilidad. Alta, esbelta y trigueña, con ojos glaucos y una boca sensual, Martina se miraba más linda que la Diana Cazadora o la amazona de sus sueños.
La atracción fue mutua. En ese primer encuentro Roberto llevaba una gorrita de colores vivos, chaqueta verde apretada al cuerpo y pantalón gris. Alto y atlético con sus bigotes finos, su mirada inquisitiva, su sonrisa burlona y su arco al hombro, ella lo vio como una réplica del Robin Hood representado por Errol Flyn. Tanto así que antes de saber que su nombre era Roberto, ella le nombró Robin. Y desde entonces, sólo así lo llamó.
Luego de verla fallar por varias veces, Roberto le dijo,
—Martina, si para todo tienes esa puntería, nunca me vas a flechar.
—Ya lo veremos —dijo ella y se rió alegremente.
Los dos sabían instintivamente que se habían flechado el uno al otro. Después de un romance de seis meses y de graduarse ella de enfermera y él de técnico en computación, se casaron en una boda en la que los padres de ella tiraron la casa por la ventana.
Desde antes de casarse ya compartían la vivienda, un condominio amplio con tres recámaras de las que una se convirtió en oficina equipada con computadora, impresora y estéreo, atiborrada de libros y revistas y en dominio absoluto de Roberto. Otra de las recámaras pertenecía exclusivamente a Martina, de la que hizo su guardarropa personal y sala de meditación.
El resto de la casa lo compartían por igual. Allí se deslizaba la vida de ambos, entre riña y riña, con el arrobo de dos enamorados, saboreando una buena comida o un pedazo de pizza con el mismo deleite con que hacían el amor.
El día en que Martina rompió un plato más de su vajilla al tratar de golpear a Roberto, habían tenido esta discusión:
—Robin, quisiera que dedicaras parte de tu tiempo libre para dar ayuda voluntaria en el hospital donde yo trabajo.
—¡No, absolutamente no!
—¿Por qué no? Es algo que lo puedes hacer.
—Primero, porque es algo contrario a mis inclinaciones, y segundo, porque no me gusta que trates de imponer tu voluntad sobre la mía.
—Esa es tu disculpa de siempre para negarte a hacer lo que yo te pido.
—Y cuando yo te he pedido que hagas algo, como cuando te pedí que aprendas a usar la computadora para que te intereses en mi trabajo, ¿qué dijiste? “No, eso no va conmigo”. Y, como siempre, terminaste enojándote.
—Querrás decir, terminamos enojándonos. ¿O es que tú no te enojas? ¿No te vuelves colérico? ¿No terminas burlándote de mí y acusándome de egoísta?
—Pero no termino tirándote los platos a la cabeza como tú lo haces en tus ataques de cólera.
—Eso es lo que tú me causas. Y a propósito, ¡aquí te va otro plato!
Después del estrépito causado al estrellarse el plato contra la pared y caer los pedazos sobre el piso de madera, hubo un largo momento de silencio y quietud. Los dos quedaron de pronto como paralizados. Luego se miraron y en esa mirada hubo el reconocimiento de lo que en verdad eran: dos individuos tratando de establecer su individualidad por encima del amor.
Los dos se agacharon a recoger los pedazos de loza y luego de arrojarlos en el cesto de basura, salieron de la cocina. Sin palabras, Roberto la empujó sobre el sofá de la sala y cayó sobre ella quien, pretendiendo defenderse, le ofrecía la boca para que la besara. Tras de un forcejeo excitante, rasguños y mordiscones, hicieron el amor con la misma intensa cólera que lo hacían cada vez que ella eliminaba una pieza de la vajilla.
—¿Recuerdas la primera vez que hicimos el amor? —preguntó Martina aún bajo el abrazo de Roberto.
—Claro —dijo él—, lo hicimos mientras escuchábamos a Loui Armstrong y su orquesta de jazz.
—¿Cuál te gusta más, lo de entonces o lo de hoy?
—Los dos. En tiempo de jazz o en tiempo de cólera, el amor es el amor.

Texto agregado el 14-01-2004, y leído por 1214 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-09-2004 Romantico, sentimental me encanto un cuento con final feliz. guaguita
 
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