EL CABLE ENAMORADO


Supe un día que el cable de la lámpara del escritorio donde estudio habitualmente, estaba enamorado de una de sus patas. En el camino hacia la caja de la luz, recorría los alrededores de la pata, intentando tímidamente rozarla con alguna de sus vueltas. Como cualquier enamorado, dependía de pequeñas y absurdas circunstancias para acercarse a su amada. Entonces decidí ayudarlo, moviendo cada tanto a la lámpara. Pero únicamente lo hacía sufrir, ya que se acercaba y se alejaba de la pata con obligadas intermitencias, sin lograr un contacto permanente.
Un día resolví enroscarlo alrededor de ella, para que fuera completamente feliz. Pero hubo un cortocircuito en la lámpara, y el cable con su pata se quemaron.
“El cable estaba pelado”, decía la gente. Yo pensaba con cierta tristeza: “No, no es así; el cable estaba enamorado”.
Más tarde comprendí que los celos de la lámpara no toleraron que el cable fuera feliz con su amada. Paradójicamente, su acción determinó que ambos amantes se fundieran para siempre en una sola pieza. Y los dejé allí, ya que el carbón no les impedía seguir unidos, ni el olor a quemado evitaba que fueran felices. La lámpara, deteriorada e inútil, terminó, sí, abandonada en el fondo de un baúl de deshechos en un oscuro rincón del altillo.
Como corolario de esta extraña experiencia, debo agregar que vivo con los pantalones manchados de tizne, ya que no resisto la tentación de acariciar a los amantes con la rodilla mientras me concentro en las complicaciones de mis derivadas e integrales.