Decir que nunca he jugado bien al fútbol es un deliberado eufemismo. Hasta los trece años lo intenté. Jugaba en un equipo del colegio que se llamaba “Los Ulises” y vestíamos de azulgrana. En el colegio había varios equipos: Unamuno A, Unamuno era el nombre del colegio, Unamuno B, Unamuno C, Unamuno D y luego estábamos “los Ulises” . Ya os podéis imaginar quien estamos en “los Ulises”. Lo mejorcito de cada casa. Nuestros partidos siempre acababan con una goleada.
Recuerdo que en un partido, yo jugaba de lateral derecho, el padre del Mofle, que era el único padre que se atrevía a ir a los partidos, no paraba de darnos ánimos desde la banda. Cuando el resultado hizo que perdiera la esperanza, los gritos se volvieron insultos contra nosotros. Que sí gordo, que si inútil. En fin, repartía y repartía bien.
Cuando se agotó guardó silencio durante unos segundos.
Después empezó: ¿y el dos? ¿qué me decís del dos? No me jodáis. ¿cómo se puede ser tan malo?...
Yo intentaba mirar que número llevaba en la espalda, pero no era fácil sin quitarse la camiseta. Me retorcía el cuello. Levantaba la camiseta. Pero nada.
El partido duró todavía 20 largos minutos y el padre del Mofle ya sólo tenía ojos para el dos. No paró en todo el partido.
Desde entonces siempre me asaltan estas ganas de quitarme del medio.