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Invierno en Buenos Aires


Volvía desde la calle Corrientes hacia el estacionamiento de la Nueve de Julio; doblé por Talcahuano, y cuando llegaba a Lavalle, pasé junto a un locutorio. El frío y la llovizna de la tarde colaboraban para hacer desapacible la caminata, y deseaba llegar cuanto antes al auto, poner la calefacción, y emprender tranquilamente -sin impaciencia ante las irritantes colas que me aguardaban en el trayecto, ni hacerme mala sangre con los colegas automovilistas- el regreso a mi casa. Y en ese locutorio la vi. Por un brevísimo instante, lo que se tarda en mover el cuerpo al dar dos pasos, cruzamos la mirada. En realidad, ella me miró sin verme; yo sí la vi. Detrás del vidrio, ella atendía una comunicación telefónica - recibía o enviaba la llamada- y por la sonrisa que signaba con notable belleza su rostro, de mejillas arreboladas (el calor interior debió crear un fuerte contraste con la piel fría de la calle), su interlocutor(*) debía estarle complaciendo con amplia eficacia. Los ojos de ella brillaban con alegre elocuencia; miraban hacia la calle y se encontraron fugazmente con los míos, pero no me vieron. No veían; en realidad, escuchaban. Estaban firmemente conectados con los oídos, pendientes de esa mirífica audición que recibía excelentes noticias, amorosas promesas, exultantes mensajes, o simples buenas ondas con encantador tono.
Hermosa obra de arte que, como pintura figurativa y sin saberlo tal vez, estaba realizando ese talentoso interlocutor desde el otro lado de la línea. O sí lo sabía, y aquella comunicación que tuve la fortuna de presenciar, representaba la última pincelada de su obra maestra. Arte vivo, que le dicen. Se lo ve por todas partes, y en ninguna parte también.
Las dos últimas cuadras, aunque las caminé bajo la llovizna y
contra un viento que demostraba la poca voluntad del invierno de retirarse, fueron más tolerables, menos fastidiosas; casi con alegría
esquivaba los charcos o las salpicaduras de los autos que pasaban cerca del cordón de la vereda. Al evocar la imagen de la chica sonriendo y mirando sin verme, con las mejillas en flor, el pelo castaño, corto, cayendo hacia un costado para cubrir el auricular del teléfono que en ese momento oficiaba de paleta del presunto habilidoso artista, me sentí revivido en esa inclemente tarde, como si tuviera un par de tragos de un buen cognac encima.
Y me llevé conmigo, nomás, la obra maestra; literalmente, me agencié el cuadro. Lo cargué en el auto, y lo aprecié con verdadero placer durante todo el viaje, bastante trabado por cierto, y cuando llegué a casa, lo enmarqué con cuidado y lo colgué en un sitio privilegiado de mi estudio.
Bueno, ya ves que no soy egoísta: Aquí te lo estoy ofreciendo, para que lo compartas conmigo.


(*)el género es arbitrario, pues aquí solamente cabe una simple mención y el o/a no es para nada adecuado.

Texto agregado el 29-01-2004, y leído por 379 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-01-2004 Muy buen texto, se vive la imágen que reflejaste perfectamente. Al márgen, ¡qué ganas de estar caminando por esas calles de baires!, jejeje, besos AnaCecilia
 
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