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Durante muchos años de mi infancia se transformó en un lugar fascinante donde jugar, aun cuando era un sitio totalmente distinto de lo que mi propia casa representaba para mí. Quizá allí residía el secreto. Un lugar distinto, lo suficiente como para recordarlo todavía, tan lejos en el tiempo.

Quedaba casi enfrente de mi casa y me gustaba la verja de listones horizontales de madera sobre un murete, que nos permitía treparnos y pasar algunas tardes a la sombra de los árboles.
El otro encanto estaba en el jardín que quedaba detrás de la verja, donde las plantas crecían en forma aparentemente desordenada, pero donde la madre de mi vecino pasaba buena parte del tiempo desmalezando y sembrando para que durante todo el año hubiera flores.
Detrás del jardín por fin estaba la casa, que hacia la calle, entregaba una fachada plana y de colores indefinidos que solo mostraba un gran ventanal de proporciones rectangulares y una pequeña puerta arrinconada y sin gracia que comunicaba con el interior.
El resultado final era un tránsito sombrío hacia la pequeña puerta, entre las plantas del jardín, las sombras de los árboles de la vereda y los grandes paredones de la casa que flanqueaban el acceso.
Hacia delante, sobre el límite de la vereda, avanzaba un cuerpo tan alto como los paredones detrás del jardín. En la parte baja la familia alquilaba la cochera a un zapatero, en la parte alta, una pequeña puerta ventana y un balconcito destartalado, asomaban tímidamente entre las ramas de los arces.
No había más detalles que mencionar, no había colores específicos en las paredes, más que la pátina del tiempo sobre alguna pintura olvidada y descascarada. No había tampoco indicios de que la casa estuviera habitada sino porque la vereda permanecía permanentemente lustrada por los vaivenes del lampazo y porque el jardín siempre lucía atendido y lleno de flores variadas.

Si el exterior a pesar de su desabrida presencia llena aún mis recuerdos, el interior resultaba un notable contraste con lo que yo entendía en aquellos años como una casa. Sin embargo, ahora, bastante lejos de mi infancia, no puedo dejar de reconocer que a pesar de las diferencias funcionales y estéticas que la casa tenía con la mía, ambas, sin ninguna duda, eran hogares cargados de olores, ambiente, rincones y objetos que hoy todavía puedo precisar.

El interior, con todo lo que eso significa en una casa chorizo y que no es igual en las casas convencionales, representaba un territorio de incontables regiones que se iba conociendo en la medida en que se avanzaba hacia el fondo del lote, desde la sala principal hasta el gallinero y la huerta distantes, un país a los ojos de un niño de diez años que cada día los recorría jugando.

Para este relato de un viaje diario a aquel territorio, no he tenido mejor idea que pensar en casi una guía de lugares a visitar, como si estuviéramos viajando por un país desconocido. Ya tan lejos en el tiempo y considerando que la casa ya no existe, espero que el lector confíe en mí y en mi memoria y que se deje llevar por el relato. Le aseguro sorpresas, que por supuesto en un país desconocido, es moneda corriente.

El primer lugar para visitar es la galería que, como en casi todas las casas chorizo que el lector pueda conocer, resulta un lugar de atractivos especiales para morado-res de casas compactas, donde el jardín se disfruta desde las ventanas y al que hay que salir sólo si se quiere estar en él. La galería en estas casas era el paso obligado para dirigirse a las habitaciones y aún cuando éstas tuvieran puertas entre sí, se salía a la galería para transitar de sala en sala.
De paredes celestes a la cal, con pilares delgados de madera, cielorraso de lienzo pintado de blanco, mosaicos amarillos brillantes como la vereda y algunos sillones de caña; abría todo su lado norte hacia un espacio que servía de paso para el fondo, flanqueado por una medianera de adobes a la vista, tan alta como la casa. Dos bajadas de apenas dos peldaños cada una, separaban la galería de este paso gris y sin uso, sólo animado por un cantero paralelo a la galería, lleno de plantas extrañas que en algún momento del año florecían con trompetas rosadas y después se marchitaban aguachentas unas sobre otras.

A los pies de una de las escuetas bajadas, una piletita de cemento enarbolaba una canilla de bronce, que durante las mañana brillaba al sol como una pieza de oro minimalista y que jugaba un rol notable para la familia y que comentaré más adelante.

Todo el conjunto se protegía del sol del verano con una parra allá arriba, a la altura de las medianeras, que garantizaba una cubierta natural que se deshojaba en el invierno dejando entrar el sol hasta las habitaciones.

Sólo dos puertas daban a la galería. Una correspondía a la sala principal, la otra, al primer dormitorio. En la primera, reinaba una enorme mesa con sillas y aparador alto con platos finos. Tieso sobre una mesita y ubicado en un lugar preferencial y opuesto a la ventana que daba al jardín de la calle, el televisor compartía el reinado de la sala. Sobre la mesa principal colgaba una lámpara desde el cielorraso que para la percepción de las escalas de un niño de diez años se encontraba casi en la estratósfera. No podría precisar detalles de ella más que estaba fabricada con piezas cristal, engarzadas en una estructura de metal, que por la cantidad de luces que tenía se la prendía poco en pos de economizar electricidad. Como contrapartida, ya que en la sala estaba el televisor y algunas tareas domésticas podían hacerse sobre la enorme mesa de comer, la madre de mi vecino acostumbraba planchar la ropa con una plancha de carbón que humeaba al contraluz de la luz fría de la pantalla.
La sala principal era también el taller de las labores de aquella mujer rústica y elemental que sólo sabía de la casa, las compras, sus hijos, su marido y la huerta tan lejos en el fondo de la casa. Por las tardes, mientras yo jugaba a las escondidas con mi vecino y buscaba el pretexto de subir al altillo para robar los higos secos del verano, podía ver a la madre extender telas sobre la enorme mesa, marcando con tiza complicadas rutas que la tijera tenía que seguir, cuando el planchado se postergaba para las horas más frescas de la noche.

La siguiente habitación era igual de sorprendente, no por su destino que se adivinaba en la cantidad de muebles que la llenaban pero si por la inocultada concupiscencia de quienes los ocupaban. La cama matrimonial de los padres remataba la pared opuesta a la puerta ventana que daba a la galería, en tanto que a su derecha según se entraba, se ubicaba un gigantesco ropero de madera oscura y formas curvas, una cómoda con algunos adornos, mesas de noche y sus veladores con pantallas de tela y hacia la izquierda, terminando de llenar por completo la habitación y mi cabeza de preguntas, una cama de una plaza donde dormía mi vecino.
Pregunté por ese entonces, por qué dormía todavía con sus padres y la madre, interviniendo por él, me aclaró que porque era muy chico para dormir solo. Esto tenía cierto asidero considerando los temores a la oscuridad que mi amiguito me confesaba, no menores a los míos y a los de tantos otros chicos del barrio y la escuela, por lo que las explicaciones de la madre y las de él nunca me resultaron suficientes. El dormitorio no era un lugar donde jugáramos, mi vecino no prestaba sus juguetes y yo no los reclamaba porque ya para entonces, la aventura era la casa misma. En “su” dormitorio sólo estuve algunas veces cuando estaba enfermo y en alguna visita de corto tiempo. Ese ratito, como decía la madre, me bastaba para percibir olores, colores, detalles y algún juego nuevo que llegaba con alguna enfermedad y que yo sólo podía ver y probar también por un ratito, para que después desapareciera dentro del gigantesco ropero. Podría hacer una lista de mis juguetes de infancia pero no recuerdo ninguno de mi vecino, salvo un camión enorme de plástico que sólo lo usaba en la galería, que jamás sacaba a la calle y que nunca podía tocar por más de un ratito.

Luego de la galería la casa cambiaba su fisonomía no sólo en sus proporciones sino también en sus usos. En el final de su extensión, cerrando el patio gris con las plantas raras de las trompetas estaba la cocina, diferenciada no sólo por la menor altura de sus paredes sino también por el color amarillento con que estaban pintadas. Según mi vecino la habían construido tiempo después que la casa y para no ocupar habitaciones que servían para dormitorios. Allí tomábamos las media tardes en una pequeña mesa protegida con un hule floreado y brillante, rodeada de cuatro sillas. Por las ventanitas que se abrían en tres de sus paredes, siempre entraba sol duran-te las horas del día. El hueco blanco y escueto de la pileta de platos y la cocina era todo cuanto uno podía ver sobre la mesada, debajo, cubierta por cortinitas de telas, se guardaban los enseres diarios que la madre lavaba en la pileta con una sola canilla saliendo de la pared de azulejos impecables.

Frente a la cocina, separada de ésta por un pasillo demasiado angosto respecto de la galería, había otra habitación alta como las otras, con una ventana siempre cerrada, algunos muebles viejos amontonados y una cama grande, siempre deshecha y revuelta donde dormía la hermana de mi vecino.
No era una hermana común, no miraba igual que las otras hermanas, no me miraba igual que otras hermanas y siempre rondaba por la casa sin hacer nada, detrás de la madre. No puedo recordar su nombre, tampoco la llamaban por él. Dormía hasta tarde y según decían tenía que ir a una escuela a la que no íbamos los otros chicos. La nena, como le decían, se bañaba con agua fría porque sino el cuerpo le picaba todo. En esa casa enorme donde no había estufas y donde el agua caliente dependía de un calefón de leña, pensar en bañarse con agua fría obsesionaba mi imaginación tanto como la habitación de mi vecino.

Más allá de estas habitaciones la casa se convertía en una granja. Esto no dependía solo de las construcciones sino también del uso que la familia hacía del espacio. Inmediatamente se salía del pequeño pasillo que ya describí desaparecía el piso de baldosas para ser reemplazado por piso de tierra barrido y siempre húmedo a fuerza de ser rociado, a mano desde un balde lleno de agua. Hacia la izquierda aparecía el galpón, donde se amontonaban otras tantas cosas inútiles y desvencijadas pero donde se ubicaba un enorme banco de carpintero de donde salían las más variadas creaciones de mi vecino. Sólo un único artefacto estaba prohibido y permanecía oculto debajo de una lona grasienta, esperando ser usado por el padre en los fines de semana, cuando yo no podía ir a jugar. Era la sierra eléctrica de disco, aquella que yo había escuchado sonar una tarde de verano mientras jugábamos en la calle pero que nunca había visto funcionar.

Pasado el galpón la casa se transformaba en el campo, no porque viviéramos en una zona rural sino porque el fondo del terreno y los vecinos disolvían sus límites y medianeras en alambrados, árboles, huertos y gallineros. Este caso contenía todas estas variables.

Inmediatamente contiguo del galpón de trabajo había una pequeña construcción que albergaba una enorme pileta de lavar, un espejo quebrado en la pared, el calefón de leña y una ducha de flor que nacía de la pared y flotaba en medio de espacio. Esa, era la única fuente de agua caliente que tenía la casa y a la que la hermana de mi amigo rehuía porque le hacía picar la piel. La higiene de la familia dependía de esa pequeña habitación o, en su defecto, del grifo dorado y minimalista que brotaba junto al cantero de plantas extrañas de la galería.

Siempre sobre la medianera izquierda y en una franja angosta y abierta hacia el norte, se desplegaba el gallinero al que había que recurrir inexorablemente siempre que se quisiera ir al baño. Esta singularidad se hacía insignificante cuando se descubría que, en la pequeña habitación cerrada con una puerta de madera desvencijada, el artefacto al que se debía recurrir para los apuros de la infancia no era más que una tarima de cemento con un agujero en medio o lo que años más tarde aprendí, se llamaba inodoro a la romana. El progreso quiso que con el tiempo, a la misma tarima se le atornillara una tapa de inodoro de pedestal, facilitando las cosas a la hora de sentarse.

El galpón, la lavandería y gallinero daban al patio del fondo, donde de vez en cuando alguna bataraza se paseaba con sus pollitos picoteando aquí y allá las migajas del mantel del medio día. Como protagonista de ese lugar, una enorme higuera que nos sostenía durante las tardes de verano, sombreaba un cantero con flores y parte del gallinero que se internaba en el huerto. Los dormitorios y el baño, distaban tanto de este lugar que las necesidades nocturnas se solucionaban con tazas de noche ocultas bajo las camas al mejor estilo de la premodernidad.

Como ya dije, la casa albergaba a otros moradores que ocupaban el frente de la casa y no mantenían ninguna relación con la familia de mi vecino. En la cochera, el zapatero del barrio y su mujer vivían en un solo ambiente sin ventanas a la calle y con sólo un portón entornado que dejaba ver el pequeño taller del remendón con una cortina que ocultaba el resto del lugar. Nadie veía nunca a la mujer, nadie sabía donde cocinaba, dónde hacían sus necesidades aquella pareja y mucho menos qué extraño idioma hablaban entre sí. Los chicos del barrio le decíamos la bruja y algunas veces, ya de noche, se podía ver su silueta encorvada por la vejez, bambolearse fuera del su refugio para arrojar algo a la acequia que pasaba frente a la casa. Recuerdo el desagrado que me producía el olor de los zapatos que remendaba y el total desaliño del hombre, eternamente sentado detrás de las herramientas y la mesa de trabajo, recuerdo que una vez el portón no se abrió más y nunca más supimos de ellos. Los padres de mi vecino no hablaron del tema y sólo trascendió que se habían mudado. Algunos vecinos dijeron que la mujer murió y que el hombre se fue a otro sitio a vivir. Después de tanto tiempo entramos a la cochera, reconocimos el sitio y asistimos a la limpieza del lugar. El padre de mi amigo quemó algunas cosas que el inquilino no se llevó, hizo un montón en el fondo del huerto y le prendió fuego hasta que no quedó nada más que unos restos humeantes.

Finalmente queda recorrer el altillo, es decir el piso alto sobre la cochera, aquel paraíso de cosas viejas y arruinadas que se llenaban año tras año de telarañas y polvo. Se subía a él desde la galería por una escalera angosta de madera que crujía aún bajo nuestro leve peso de niños, se entraba por una pequeña puerta casi tan baja como nosotros y se podía asomar hacia la calle por otra equivalente que daba al balconcito frontal. El piso de madera era el cielorraso del hogar del zapatero y durante nuestros breves silencios durante el juego, permitía escuchar las conversaciones misteriosas que mantenía con su mujer. Durante el otoño, la madre de mi amigo desplegaba una lona gruesa y seca en el piso de madera y extendía uno junto al otro cientos de higos que se secaban para el invierno. Yo, eligiendo el altillo como destino del juego de las escondidas, llenaba mis bolsillos de higos secos y dulces para comerlos en mi casa, lejos del peligro de ser descubierto.

Como ya dije, la casa ya no existe sino en mis recuerdos y supongo que tampoco la higuera o las parras que acompañaban las construcciones. Tampoco se nada de mi amigo de la infancia, sus padres o su hermana. Sólo me quedan los recuerdos vívidos de mis días en la casa de enfrente, su silueta insulsa en la vereda de enfrente, los colores del jardín y sus flores desordenadas y la misteriosa cochera con el zapa-tero y su mujer. El tiempo, por alguna razón me ha traído a la memoria su existencia y sus increíbles regiones y he debido de relatarlas para que el lector la comparta conmigo y que con esta humilde saga haya viajado conmigo a mi infancia y a uno de los tantos mundos que poblaban mi universo.


2005
2006.

Texto agregado el 18-12-2006, y leído por 789 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
28-05-2009 Aaaaahh, mi querido Abulorio, esto sí que es un relato con mayúsculas!!! Muy pero muy bueno, tiene varias frases para resaltar, las descripciones son al detalle y los "huecos" que dejás en la historia le dan un condimento especial. Mis sinceras felicitaciones, che :))))))), qué buen rato que pasé leyéndolo. La_Aguja
07-02-2009 Leí y releí esta hermosa naración, con tu imaginación nos haces pasear por esa casa, que redacción tan buena, ojalá yo llegúe algun dia a eso, cuanta nostalgia, mi casa tambien es una casa chorizo, tiene tanta historia una casa antigua, que uno vé sus personajes, me gustó mucho amigo***** silvimar
04-02-2009 Es tan descriptivo que de pronto pensé que estaba leyendo una parte legal. Aunado a una redacción tan complicada hace dificil leerlo. Quizá sea algún tipo de vanguardia que no comprendo. meaney
28-06-2008 Se nota aqui tu estilo que es grato, una prosa simple y accesible, pero que dibujas imagenes repletas de nostalgia, que contagianan al lector, te acompañe a recordar esta casona y sus personajes que no solo son los habitantes, sino las paredes y los recuerdos que ahi se tejian para quedarse eternos ahí en los recobecos de tus recuerdos . un abrazo compadre. EMIHDEZ
09-01-2007 Vengo de la casa de enfrente, la de mi amigo Melenas. Viví en un pueblo, donde la casa, sin ser chorizo, tenía mucho de lo que describes en este texto, y luego, crié mis hijos en una casa de esa, pero con todas las reminiscencias del pueblo... hubiera querido y aún deseo un patio con batarazas paseando con pollitos, y algunas plantas aunque parezcan desordenadas. Evidentemente, lo que vivimos en la infancia marca esas huellas sobre las que construimos la vida, sobre las que cimentamos los sueños, sobre las que las tarimas nos ponen a mirar en torno y recorrer el cielo de nuestros recuerdos. perdóname me haya convidado sola, he degustado un plato sutilmente exquisito.. ah, en el patio de infancia mío, todavía hay higos que pongo en almíbar cada año.. para que la dulzura no se pierda. Te pesará que te deje algunos con estrellas? Gracias... fue un maravilloso recorrido.***** cromascape1963
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