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“La música es el camino directo al cielo”
Capandres


Por enésima vez Sofía se acercó al estuche de su violín. Sus dedos palparon lentamente su aspereza, su dureza, su vacío. No era capaz de abrirlo, era imposible dejar de sentir culpa cada vez que se acercaba a tocarlo, pero era inevitable. Su alma y su ser le exigían vehementemente apoderarse de él, hacerlo suyo, como muchas veces antes lo había sido; pero su cerebro y su corazón no podían dejar de sentir nostalgia y dolor ante el solo hecho de tomar en sus manos el instrumento que había destrozado una vida. La vida del ser que más amaba.



La música significó para Sofía una gracia divina a todo lo largo de su vida. La descubrió siendo una pequeña niña, y desde entonces se convirtió en su amante nocturno a través de diversos momentos felices y tristes de su existencia. La música se convirtió en su musa, en su inspiración, en su sueño. Quería ser melodía, alcanzar la belleza total que cada nota por separado lograba al conjugarse en un solo ritmo, en una sola armonía. Sofía solía decir que la armonía era un caballo que corría tan libre y perfecto en sus movimientos, que era imposible dejar de pensar que es sublime en cada una de sus formas.

Por esta razón, por la música, por no ser capaz de convertirse a si misma en un instrumento que expresara todo lo que era y todo lo que sentía, se dedicó a estudiar violín.

El violín significo para ella la materialización de un sueño. Desde luego no era ni nunca podría ser melodía, pero por lo menos podría crear y conjugar fantasmas y dichas de su ser a través de las cuerdas de ese pequeño instrumento. Ese instrumento se convirtió en el amor de su vida. Lo cuidaba de todo aquel que le significara una amenaza latente; es decir, el resto de la humanidad menos ella. Solo ella podía acuñar en sus manos aquella madera que olía a gloria, olía a ilusiones y esperanzas. Significaba demasiado para ella su violín, que muy perfectamente podría dar la vida por él. Era imposible, insano, inhumano, pero ella estaba segura que podría dar una parte de sí antes de perder al amante de su alma. Pero dicho amante la abandonó inexorablemente; tal vez así estaba escrito en las estrellas. Un mal día, un día que Sofía repudiaría por el resto de su vida, un día en el cual ella se sentía agobiada, repudiada y muy cansada de las exigencias de su ardoroso amor, fue fruto de una ira irracional, una ira que mató a su amante, lo confinó a pedazos. Pedazos que nunca se atrevió a recogerlos de su habitación, sino que fue su propia madre quien extrañada por no oír los acordes del instrumento en varios días, lo encontró allí, en una esquina a la cual Sofía había dejado de mirar, horrorizada por lo que había hecho y tan avergonzada que era incapaz de tocar los trozos de madera y cuerdas de nylon temiendo ensuciar sus manos de la sangre y las viseras de su ex-amante.

Nunca supo realmente porque lo había hecho. En realidad, durante mucho tiempo se preguntó si aquel trágico día solo había sido un muy mal sueno. Pero en las noches despertaba en medio de pesadillas donde era el violín quien la tocaba a ella, y la destruía en un arrebato insano de rabia. Entonces comprendió que había dado tanto de ella a su violín, que sintió que se estaba consumiendo ante él, y por aquella razón lo había lanzado contra el mundo; el mundo que le dio vida, pero no el mundo que lo acuñó entre sus brazos y le susurro palabras de aliento a través de notas musicales.

Así fue que se alejó del mundo de la música. No quería volver a sentir que se perdía a si misma cada vez que tocaba, cada vez que sentía su corazón palpitante enviándole mensajes a sus dedos, para que todos sus anhelos mas profundos tomaran la forma de la música que producía su alma. Lo quería abandonar y finalmente, tras un largo duelo de un año y un día, dio por cerrado ese capitulo de su vida. Su primer amante había muerto, pero vendrían muchos mas, ella muy bien lo sabía. Así que solo esperó, con su alma palpitando algunas veces en la yema de sus dedos a que este llegara, y finalmente, llegó.

Los amantes que tuvo después fueron siempre de carne y hueso; unos fueron muy buenos, otros excepcionalmente dañinos a su ser, pero Sofía supo que ninguno llenaría su corazón de la forma indicada. En muchas noches mientras dormía junto al calido aliento de su amante de turno, se veía en medio de sus ensoñaciones a si misma tocando el violín en una habitación solitaria, con el ocaso en su rostro, y con una felicidad que sabia nunca lograría con un amante humano. Descubrió así que nunca podría alejarse de la música, pues ésta era simplemente la razón de su existencia.

Transitaron por sus brazos tantos amantes como fueron posibles, y con ellos los años pasaron, algunos rápidos, otros muy lentos, pero como caen las hojas de un girasol marchito cada uno de estos años y amantes hizo que Sofía entrara en edad. Su vida no había sido totalmente como ella lo quería, pues era imposible que se convirtiese en una nota musical para rellenar el vació en el pentagrama de una sonata. Pero sin embargo vivió bien. Logró conseguir un buen amante, uno tan bueno que la abandonó al primer reto de su vida, cuando supieron que estaban embarazados. Pero había sido talvez el único amante que la amó de tal forma que algunas veces dejó de sentirse frustrada y molesta, por no ser solo un sonido que arrastra el viento en una tarde tórrida alrededor del mar.

El niño fruto de aquella aventura para regocijo y orgullo secreto de Sofía, nació con un talento prodigioso para la música. Muchas veces pensó que todos aquellos sueños en los cuales solo se veía a si misma, al ocaso y a su violín gimiendo notas musicales bajo su oído, habían sido trasplantados a su hijo, quien tan pronto como tuvo capacidad para darse a entender, señalaba los instrumentos musicales como si estos fuesen su media naranja perdida en la repartición de almas en el paraíso.

Joaquín, el nombre de su hijo, pronto se convirtió en un nombre acompañado con los apelativos de magnánimo y maravilloso. Tal era su talento que muy joven, solo cuando tenia 12 años, dio su primera gira alrededor del país, acompañado por la sinfónica Nacional, quien se sentía mas que orgullosa de verse escoltada de prodigio tal como no se había visto en muchos años, tal vez incluso desde el nacimiento del mismo y genialísimo Mozart.

Siempre se dice que la vida de los hijos no es más que la prolongación de la vida de los padres, y este dicho se acopló perfectamente a la madre de Joaquín: Sofía. Ella era la mas entusiasma admiradora de su hijo; lo cuidaba como si estuviese hecho de cristal y como si el mundo solo quisiera despedazarlo para ver de que estaba hecho tal prodigio de la música. Y fue alrededor de él, que Sofía dio los primeros pasos de reconciliación con su primer y talvez único real amante de su alma; su violín.

De la mano de Joaquín, Sofía volvió al camino de la música; había abandonado su trabajo para consagrarse solamente a su hijo y secretamente a su violín. Y como en antaño todo inició de manera maravillosa. Sus dedos no habían olvidado las posiciones sobre las cuerdas y su mente no echó al olvido viejas melodías que había creado en el éxtasis de sus fantasías. Pero este reencuentro solo terminaría en desgracia; una vez mas.

Una noche en la que Joaquín tenía una presentación, Sofía tuvo un orgasmo musical. Uno como no había tenido nunca y para desgracia de si misma y ventura del mundo, todas y cada una de las notas que salieron de su alma directo a su Violín, traspasaron el telón y dieron de lleno en el público, quien extasiado por la forma maravillosa de interpretación, exigió ver al acusante de dicha revelación musical. Sofía, la madre del increíble Joaquín, se dio a conocer al mundo.

Las veces que tocaron juntos en un mismo lugar, madre e hijo hicieron de las delicias del público de tal forma, que muchas veces los obligaban a tocar a punta de aplausos durante horas. Todos se sentían cuando madre e hijo tocaban, como si el mundo no existiese, como si solo hubiesen nacido para escuchar aquella música y luego morir. Muchos desearon morir en medio de aquella música; era como estar en el paraíso.

Desde luego la candidez y ventura que vivían todos y cada uno de los oyentes en sus presentaciones, hicieron de esta pareja una de las mas prodigiosas, tanto, que muy pronto adquirió fama mundial. Pero Sofía sabia, o por lo menos en su corazón secretamente se enterraba la constante de que Joaquín a medida que crecía se parecía cada vez menos a ella en su puro amor por y para la música. Y es que muchas veces demostró que a él no le importaba que fuese su madre, a él no le importaba que le amara. A él solo le importaba si mismo. Y Sofía, imbuida en su éxtasis musical no lo quería reconocer, y cuando lo hizo ya era demasiado tarde.

Una calida tarde de verano Joaquín se presentó en la casa de su madre. Estaba ebrio y violento, tan violento que no obedeció las palabras de su madre e incluso la golpeó. La culpaba. Simplemente la culpaba. Ella era la culpable de que él no hubiese desarrollado todo su potencial, todo su talento, toda su genialidad. Era culpa de ella y su maldito violín, por lo que él dejó de experimentar con la música y simplemente se estancó en un solo movimiento musical, mientras ella parecía que cada día que pasaba mejoraba y que él simplemente se había convertido el segundo de a bordo. Fue tanto lo que él le dijo, y tanto de lo que la culpó, que ella se sintió desmoronarse lentamente y pedazo a pedazo. Después de haberle dicho y desdicho sus verdades, Joaquín se retiró tan ebrio y furioso, que lo que pasó después fue simplemente el fruto de una secuencia de acciones que no podrían desembocar en otro final: la muerte. Joaquín perdió la vida en un accidente automovilístico.



Por eso Sofía se sentía tan mal. Y no se decidía a tocar su violín. Si lo tocaba traicionaba a su hijo con su amante, pero si no lo hacia, sabia que se volvería loca, pues el violín se había convertido en su adicción; una adicción que solo podía curar la muerte.

El sol se deslizó lentamente por entre la habitación indicando que el día poco a poco moría, demostrando que simplemente una muerte mas, una muerte menos, no significaba lo suficiente para Dios, quien seguramente había estado muy ocupado haciendo otras cosas antes que protegiendo a su hijo. De esa forma lo decidió. Ahora estaba cansada y sola, y lo único que podía hacer era tocar, tocar para sanar su alma.

El estuche del violín finalmente giró sobre sus goznes, y a la tenue luz del ocaso lo vio brillar justo como la primera vez, hacia tantos años. Sus dedos recorrieron lentamente por el cuello de su amante que ya conocía muy bien su camino, su otra mano buscó la vara que se veía frágil, aunque Sofía muy bien sabía que seria capaz de resistir aquella sesión. La ultima de su vida.

Con el ocaso dando su rostro y el violín sobre su hombro inició su melodía. La melodía era una queja, una petición, una burla; era una cosa y mil al mismo tiempo, pues era así como se sentía su menguada alma. Parecía que el ruido del mundo hubiese hecho un alto ante la ultima sonata de Sofía, quien a mitad de la pieza y con un movimiento rápido, cortó su muñeca con la cuerda mas fina del violín, y se dejó desangrar lentamente mientras tocaba, sintiendo como la sangre le salpicaba el rostro, como su cuerpo se debilitaba a cada nota; pero sintiendo, como su alma se volvía solo un ruido, solo un suspiro, solo un sonido mas en el ultimo atardecer de su vida.

Capandres

Texto agregado el 07-02-2007, y leído por 229 visitantes. (1 voto)


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