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Cuando en la esquina de la casa esperaba el bus que lo llevaba al colegio de religiosos, veía pasar el tren por la calle de La Línea. Era el primer lucimiento de la mañana y se preparaba Abelardo para salir. Despertaba con el aroma de las arepas que hacía la vieja criada, con el tabaco en la boca y curtida de arrugas, mientras él se vestía para ir a su colegio. Todo estaba calmado y una tenue bruma bajaba desde el Monte Ávila, guardián de la ciudad, con los siete colores del arcoíris, albergue de los pájaros que venían con la madrugada.
El instituto debía parecerse a la propia casa. Como si fuesen palabras pronunciadas por el abuelo, se cumplió el veredicto. La casa se prolongaría en las aulas para que el niño aprendiese a bien vivir. Amplias salas cargadas de recogimiento, ventisca en el patio como advertencia por las malas acciones, capilla exornada de incienso para mantener vivo el culto del misterio, continencia de la voz y el gesto en busca de fortaleza. Todo se repetía en el colegio elegido. Ya el director había augurado una regia educación: “Vaya tranquilo, que su nieto estarán aquí como en su propia casa”. Y nada hizo Hilda, porque no quisiera o porque lo encontrara inútil, para que su hijo no fuese al instituto. Bastaba leer los catálogos de conducta, los programas religiosos, para percatarse de que aquí fortalecería su hijo la rígida voluntad en los mismos cánones que había recibido del abuelo Ezequiel.
Pronto descubrió el padre Rodríguez la especial disposición del niño para aprender los principios de la escuela y aplicar a su vida el sentido de trascendencia. Se dio cuenta de que con Abelardo estaba ante un ánima de arcilla moldeable y fue atrayéndolo a conversaciones cargadas de misticismo y sazonadas con una sutil sencillez. Abelardo parecía bien dispuesto a recibir las enseñanzas pero se inclinaba a una extraña apatía que desconcertaba al preceptor. Algunas palabras se perdían en el vacío: Abelardo se ausentaba para pensar en otras cosas, o su voz se hacía inaudible al afirmar alguna intención del guía espiritual.
Ya en el tiempo de la adolescencia, se repetían día a día las ceremonias religiosas y metafísicas. Cada mañana escuchaba las imprecaciones a Satanás y las oraciones que le devolverían la gloria arrebatada por el pecado. Era la voz del abuelo Ezequiel resonando en las columnas del colegio. El reposo de la tarde modelaría aún más la voluntad del joven. Pero Abelardo parecía escapar hacia regiones donde quedara al abrigo de la tempestad que sobre su frágil espíritu arrojaba el hábito iniciado por el abuelo.
¿Espíritu frágil? La duda del padre Rodríguez se hacía más profunda cuando invitaba a Abelardo a hablarle de temas tan difíciles como la Encarnación del Verbo o la Trinidad. De aquí surgía en él una nueva inquietud, una destinación al pensamiento filosófico. Y fueron por entonces sus lecturas de Parménides: “Fuerza más bien al pensamiento a que por tal camino no investigue; ni te fuerce a seguirlo la costumbre tantas veces intentada. Discierne, al contrario, con inteligencia la argucia que propongo, múltiplemente discutible”.
Era la época en que la ciudad se iba preparando para los cambios que harían de ella una metrópoli. La niñez gozaba aún de la rutina que guarda de sorpresas, nada que trastornase el curso de los días. El vendedor de helados venía cada tarde con su carrito sonando música de marimba, cambiaba el cielo con el paso de los meses: azul en enero, sepia desde marzo hasta el gris contemplativo de las lluvias de junio. Y en la casa el orden, el silencio de los viejos salones con el mobiliario austero y los cuadros de viejos señeros que el niño veía con indiferencia, de tanto verlos. La familia no era extensa y el abuelo Ezequiel era el pater familias que dirigía con rigor las costumbres de la casa, en compañía de la hija, Hilda. Ya había muerto la abuela Julia y también Adalberto, esposo de Hilda y padre de Abelardo. La presencia femenina ejercía por delegación el poder hegemónico del abuelo Ezequiel, y la madre compartía la vigilancia y el afecto hacia el niño.
Era la ciudad tranquila de templado clima, con casas de techos de tejas, como la de la familia, situada en la callecita sombreada donde de vez en cuando se veían algunos caballos y ya se multiplicaban los coches de motor. En mayo cantaban las chicharras y florecían los árboles de bucare y Araguaney.

Texto agregado el 17-02-2007, y leído por 133 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-02-2007 Una narración fluida que me recordó a un Márquez. Seguimos con la trama tan interesante..A ver como se desarrolla la educación de Abelardo bajo la tutela del tiránico abuelo...Y vamos a por el siguiente capítulo. churruka
 
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