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Por lo menos dicen que existió una vez sobre la tierra, un hombre que sólo vivía para contar historias. Algunos dicen que lo hacía para aliviar las penas que rodean al hombre llevándole fantasías, que eran tan reales que con sólo escucharlas se podía llegar a oler lo mágico de sus relatos.
Lo vi una tarde. Mayo estaba más amarillo que nunca. Yo caminaba tranquilo por una plaza antigua de mármoles rústicos y lustrosos, que se asomaban como queriendo pispiar lo horrible que se perdían. Sentado en un banco de madera gastada con pedestales de hierro, lo primero que le conocí fue su espalda, que embadurnada por un atuendo que bien podría ser una sábana infantil, se torció lentamente como movida por el crujir de las hojas que masacraban mis torpes pies. Fue un momento duro, lo recuerdo bien. Puedo asegurar hoy que mi cara debe haber tomado el mismo color que el pecho carnavalero de los pájaros que asomaban sus raros peinados por entre las ramas de los pinos llovidos.
No puedo hablar ahora como si lo hubiese conocido de toda la vida, porque sólo lo vi esa tarde, pero por lo menos conmigo y hasta ahora con los pocos privilegiados testigos, sólo hablaba sin palabras.
Me miró y me invitó a sentarme con un gesto de príncipe, aunque su apariencia era más bien la de hechicero de algún palacio turco. Me senté a su lado temiendo que la proximidad de nuestros cuerpos pudiera arruinar lo que nunca había comenzado.
Recuerdo claramente que la ausencia de su voz, hizo que me detuviera –por lo que yo creí un instante- en los rebeldes pelos de su barba, que parecían existir desde hacía un tiempo. Hasta que de eso me aburrí enseguida. Había perdido la noción del tiempo y sobre todo de la presencia de aquel hombre de fábulas.
Hasta que en un momento, en el más inoportuno de todos, la voz se hizo presente. Sólo me resigné a escuchar porque ciertamente no sabía qué decir. Me sentía cómodo escuchando; sentía que se decía justo lo que yo en ese momento necesitaba escuchar. Eran palabras sueltas, como las que surgen del invento de algún juego con el diccionario. Pero llegaban, y llegaban a lo profundo aunque no se dijera nada exactamente. Cuando quise creer querer salir de esa admiración, ya era de noche.
La luna se reía de mí. O tal vez del viejo, que en ese momento, tampoco paraba de balbucear. Pero me hacía enfurecer. Hasta tal punto que no resistí a la tentación de llorar. Inmediatamente mis mejillas eran la cuenca de un río salado que arrastraba una pesada carga de basura, que por su dificultosa fluidez, parecía haber estado en su lecho desde su formación.
No quería voltear ni medio giro para verlo porque de nuevo temía hacerlo. Pero igual, un panorama bastante lejano me dejaba descubrir que la imagen rancia del viejo todavía estaba ahí; inamovible, tosca y seca. Hablaba y hablaba y yo volvía a mirar las raíces que se perdían más allá de la parte de abajo del banco de madera, y no podía seguir mi instinto infantil de seguir mirando por entre mis piernas para averiguar su paradero.
Sentí a un insecto apoyarse a descansar en mi rodilla. Tan sólo y desdichado que decidí otorgársela para que hiciera nido. Por lo menos hasta que pasara la noche o hasta que la luna parara de burlarse. Pero la noche se hizo eterna y de la luna, de la luna me había olvidado.
Por primera vez en toda la charla, me dieron ganas de dormir. Pero no podía faltarle el respeto de esa forma, y menos en ese momento, en que parecía tan ensimismado con sus lentos trabalenguas. Ya no era capaz de relacionar el discurso que escuchaba con la figura tan rígida como difusa del viejo. El sueño me venció y no alcancé a deslizar mi cuerpo sobre los barrotes marrones y a apoyar mi cabeza sobre mi hombro menos comprometido, que mis párpados, como persianas.
Desperté gracias a una sensación de mi inconsciente, que pareció haberme arrojado al suelo a escobazos, y atormentado con la posibilidad de que ya no estuviese. Pero ahí estaba, exactamente igual a lo que me había despedido unos minutos o tal vez horas antes. Mi suspiro aliviado pareció darle el permiso o la determinación de largarse. Era el momento justo tanto para él como para mí. La mejor historia que jamás había escuchado, pero demasiado fuerte como para seguir aguantándola.
Y como desde que lo había conocido, una vez más su actitud encajó justo en mis expectativas. Sin mirarme, lo vi levantarse lentamente, apoyando las manos en sus rodillas pero sin la más mínima expresión de dolor o esfuerzo. Todavía era una mancha en mi visión, pero ya tan natural como el insecto que ahora, acurrucado en mi muslo, parecía reaccionar. ¡Raro efecto dominó!
Me miró y de la misma manera en la que me había recibido, se despidió. Esta vez, agregando un “adiós muchacho” con una voz que no había escuchado nunca.-

Texto agregado el 17-02-2007, y leído por 146 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-03-2009 Un buen relato y una buena prosa. margarita-zamudio
31-05-2007 Me gusto ese narrador, podria ser Dios?? ***** y besitosss nos estamos leyendo ///nil/// nilda
07-04-2007 Realmente es un buen cuento. No es un texto que pueda estremecernos hasta el paroxismo o conducirnos a una emoción gigante por su intensidad, pero es muy bueno. Logra mantenernos en atención y da una idea precisa sobre el extraño personaje que es el narrador de historia. Bueno, toda historia interesante debe tener algo fuera de lo común, y aquí lo interesante es ese contador de historia que practicamente no oye nada ni a nadie. Te felicito. delfinnegro
07-04-2007 Me gusto tu relato y la forma que tienes de describir ciertos detalles. campana
11-03-2007 no lo entendì muy bien doctora
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