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El pasado 7 de febrero de 2007 fui a acompañar a mi marido a Santa Justa, estación del AVE aquí en Sevilla, para dirigirse a Madrid y tomar un avión hacia Argentina. Iba cargado con tres maletas muy pesadas, así que él llevaba dos y yo llevaba la tercera y mi bolso.

En un principio, él no quiso que lo acompañara porque no le gustaba la idea de la despedida, pero yo insistí en decirle adiós desde el andén, si me fuera posible. Y aunque tenía casi el 100% de seguridad de que no iba a poder hacerlo, gracias a los controles que actualmente hay hoy en las líneas ferroviarias de España a causa de los desgraciados atentados del 11-M en Madrid, la esperanza de poder despedirlo de esta manera nunca la perdí. Tanto es así, que os cuento lo que sucedió en su partida…


Una vez en la estación, cargados como mulos, nos dirigimos hacia las escaleras mecánicas que bajaban hasta el andén desde el cual salía su tren. Allí nos encontramos el primer control que constaba de un agente de seguridad, plantado al pie de dicha escalera. Le saludé amablemente, él me devolvió el saludo, y di un paso al frente iniciando la bajada por la escalera. Mi marido me seguía justo detrás de mí.

Ya en el andén, nos encontramos con el segundo control de seguridad, el cual se encargaba de pasar por un escáner todas las maletas, bolsos y demás bártulos que llevaban los viajeros. En él, depositamos las tres maletas y mi bolso, y pasaron por el escáner sin problema alguno. Mientras esperaba a que las maletas salieran y mi marido las colocara en el suelo, yo me puse al lado de la chica que estaba a la salida del escáner, mirando con atención la pantalla la cual mostraba claramente el interior de cada maleta. Me sorprendió la tremenda claridad con la que se veían todos los objetos que cada una llevaba en su interior. Llamé a mi marido, nos pusimos a su vera y miramos durante unos 10 segundos esta claridad que nunca me había parado a ver y que me sorprendió tanto. La chica nos miró un instante y siguió a lo suyo, ya que debía estar muy pendiente del contenido de cada una de las que seguían pasando. Ella escuchó nuestros comentarios acerca de esta medida de seguridad que nos pareció estupenda. Y al no decirnos nada, ni ella ni su compañero que estaba al otro lado del escáner, y que también nos vio como mirábamos interesados la pantalla y hacíamos dichos comentarios, agarramos nuestras pertenencias y nos dirigimos hacia el próximo control.

A una distancia de unos 20 metros vi que en la casetilla donde se cortaban los pasajes de los viajeros habían dos mujeres al cargo de ello, y justo frente a ellas, fuera de la cabina, se encontraba un agente de seguridad con la cinta que impide el paso en la mano, permitiendo el acceso de los viajeros y midiendo también que no hubiera nada extraño. Y ya cuando estábamos muy cerca de él, me dirigí a mi marido y le comenté que, seguramente, en este control me echarían para atrás viendo que yo no era pasajera, sino que simplemente era acompañante y ayuda para el transporte del equipaje, y que me dirían que para ello existían unos carritos, los cuales eran muy cómodos para transportarlo todo en el trayecto hasta el vagón del tren, y que yo no podía estar allí abajo, en el andén.

Sin embargo, a las chicas de la cabina las noté algo distraídas, y al chico que estaba frente a ellas, también. Y a tres metros de ellos, me volví a mi marido y le dije que posiblemente pudiera decirle adiós y verlo partir en el tren desde el andén.

Yo pasé primero con un sólo pasaje, el de mi marido. Una de las chicas lo cortó y me lo devolvió y, tranquilamente y sin que nadie objetara nada, mi marido pasó detrás de mí cargado con sus maletas. Ahí, en ese momento, empecé a ser consciente de la poca seguridad que había en la estación, lo cual me sorprendió tantísimo que, alucinada, le decía a mi marido que no podía creer que estuviera aún a su lado, allí, en el andén, casi a las puertas del tren.

Y por fin el último control, en la puerta de su vagón, el número 7. Una azafata de este tren con destino a Madrid, se encontraba allí para verificar la subida de los pasajeros al tren. Pensé… “ahora sí que ya le tendré que decir adiós desde aquí abajo y marcharme para atrás, seguramente en compañía de algún agente de seguridad de la estación”. Pero lo que ocurrió no fue precisamente lo que yo esperaba… Saludé a la azafata, entré yo primera en el vagón y, una vez arriba, le pedí a mi marido que me fuera pasando las maletas, para yo ir metiéndolas en su interior. Y así lo hicimos. Luego subió él y, allí mismo, delante de esta chica, colocamos las maletas en los portaequipajes del tren, y nos adentramos en el vagón buscando su asiento. Cuando lo encontramos, me despedí cariñosamente de él, di media vuelta marchando hacia la puerta de salida del tren para apearme de él y decirle adiós, como era mi ilusión, desde el andén.

Pero… ¡Sorpresa!


Justo cuando agarraba el tirador de la puerta para salir, se bloquearon todas las salidas del tren y, muy, muy lentamente, comenzó a andar. La expresión de mi cara… no tenía nombre ni calificativo.

Y pegué un medio grito de ayuda a la azafata que la tenía justo a mi lado: “¡Que yo no viajo aquí, que yo no soy pasajera, que paren el tren, por Dios, que me tengo que bajar, que sólo ayudaba a mi marido con el equipaje, que yo no debo viajar, que me tengo que bajar, que me tengo que bajar!

La cara de la azafata… tampoco era descriptible. Como se dice aquí en Sevilla, “s´había quedao aluciná”… “Pero, por Dios… ¿y qué haces entonces aquí, cómo has pasado? El tren ya no se puede parar hasta Córdoba… ¡ven conmigo, corre, vamos a buscar al inspector del tren!”.

Y salí corriendo detrás de esta chica en dirección opuesta a donde se encontraba mi marido, por el pasillo del AVE que se nos hacía estrecho tropezándonos con los viajeros que aún estaban de pie en él, acomodando sus equipajes de mano. Se suponía que esta chica debía estar en ese momento repartiendo los auriculares que te propinan en el tren para poder escuchar música o ver la película que ponen durante el viaje. Pero no… ella corría por el pasillo y las cajetillas de los auriculares que llevaba en una bandeja, se le iban cayendo a izquierda y derecha, dejando un rastro como de migas de pan a su paso, y que yo, en mi desesperación, no paraba de agacharme para recogerlas: “¡Que se te caen, niña, que se te caen… es igual, yo las recojo, no te preocupes, yo las recojo!”. Y mientras, como buenamente podía, echaba atrás una ojeada y veía cómo mi marido, alucinado también, nos perseguía vagón tras vagón, pensando (más tarde me lo diría) “¿Dónde la soltarán, ¡Dios!, en medio de las vías?” Y así nos recorrimos como unos cuatro vagones hasta llegar al inspector. El tren ya iba a toda pastilla, imposible de parar.

Con los nervios a flor de piel, le fui colocando a la azafata en su bandeja, las cajetillas que había ido recogiendo por todo el tren, mientras, con mi inquietud reluciente, le explicaba al inspector lo sucedido. Él sorprendidísimo, me decía que no podía entender cómo había llegado a pasar por los cuatro controles sin que nadie, absolutamente nadie, me dijera ni media palabra y me hubieran echado para atrás, y me repetía una y otra vez que aún no lo podía creer, que seguía sin dar crédito a ello.

“No hay forma de parar el tren hasta llegar a Córdoba, nena. Así que cuando lleguemos allí, te bajas y te coges un AVE de regreso a Sevilla que sale en 20 minutos… y ya está, ¿vale?“.

“¿Cómo que ya está? ¡Que no llevo un duro encima, bueno, euros o lo que sea, nada de nada, que no llevo nada! ¿Qué hago yo en Córdoba, sin dinero ni tarjetas de crédito encima?… ¡ay, mi madre! que me está esperando para que la recoja… y que tengo cita en el médico después de recogerla… ¡por Dios!, ¿que hago yo en Córdoba, allí, sin nada, cómo me vuelvo? No puede ser, ¿y qué hago yo ahora? ¡¡¡Que no me lo puedo creer!!!”

La azafata se dirigió a este señor y le dijo: “Esto hay que anotarlo como incidencia. Sí, lo voy a anotar ya, esto es incomprensible”, a lo cual el inspector, muy serio, asintió con la cabeza. Luego se dirigió a mí y me pidió que me tranquilizara mientras él llamaba a sus compañeros de la central de la estación de Córdoba y les explicaba lo sucedido, a ver si había alguna solución que ellos pudieran aportar.

Tardó un minuto, no más. Y en ese minuto llegó mi marido, que venía persiguiéndome por todo el tren. Se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando y fue ahí, cuando el inspector del tren se volvió hacia mí, me tomó del brazo y me dijo muy amablemente: “Tranquila, mujer, no te desesperes, pues ya todo está arreglado. He hablado con Córdoba y allí te esperan para que, cuando llegues, te lleven hasta la lanzadera que sale rumbo a Sevilla y, en 40 minutos nada más, estarás de vuelta en Santa Justa. Y no te van a cobrar el pasaje, así que relájate, toma asiento y estate pendiente para cuando lleguemos a Córdoba, no se te pase la estación, que sólo paramos durante 5 minutos allí, ¿vale? Venga, tranquilízate que no va a haber ningún problema, están avisados y te están esperando”.


Entonces, ya más tranquilos, mi marido y yo anduvimos por los vagones que habíamos recorrido minutos antes, ahora en dirección a su asiento en el tren. Nos paramos porque yo estaba muy acalorada con el abrigo y la bufanda puestos y me senté en un asiento vacío hasta tranquilizarme del todo, quitarme algo de ropa y asimilar lo que había pasado. Cuando hubieron pasados unos minutos, un poco aturdida aún, le dije: “Cielo, este no es tu asiento, ¿verdad?” Él me sonrió y me dijo que nos habíamos sentado allí hasta tranquilizarme por completo. Entonces, sonreí yo también.

Y nos fuimos hasta el vagón donde se encontraba su asiento, pero como el de al lado estaba ocupado, nos sentamos enfrente los dos juntos, que había dos lugares vacíos. Ya calmados por completo, nos alegramos de poder estar juntos 40 minutos más de lo previsto, y entonces fue cuando mi marido me dijo: “¿Viste? Recién ayer me decías que te hubiese encantado llevarme a Córdoba, que me habría gustado mucho… ¡che, qué loco! ¿No? Bueno, ya podremos decir que estuvimos en Córdoba juntos, nena”… y comenzamos a reír los dos agarrándonos las manos fuertemente.

Y allí estuvimos mirándonos y sonriéndonos durante el resto del trayecto, hasta llegar a Córdoba. Me despedí de él, ya por segunda vez, con una gran sonrisa en mis labios y, desde el andén, le dije adiós cuando él me miraba desde el interior, a través de la ventanilla, y con sus manos se tocaba el corazón y me lo entregaba en un gesto de amor, muy lindo y muy, muy sentido. Yo le guiñé un ojo, puse mi mano derecha en mi corazón, le tiré un beso y mi sonrisa, y tuve que marchar, a toda prisa, antes de que su tren partiera porque, como ya se sabía, me estaban esperando.


Subí por la escalera mecánica y al final de ella, un señor sonriente me dijo: “Tú eres la chica que… (Yo le sonreí)… ¡¡ay, ay!! Vente conmigo (mientras quitaba una cinta para que pudiera pasar) y mira, ve por ese pasillo y baja por esas escaleras. ¿Ves ese tren que está ahí parado? Bien, pues móntate en el primer vagón y siéntate donde quieras, que dentro de nada sales para Sevilla.”

“¿Así, sin más? ¿Dónde yo quiera me siento?” Asintió con la cabeza, mientras yo le sonreía a él y a todos sus compañeros, que estaban por dentro de la cristalera de la cabina central, fijando sus miradas en mí, con una sonrisa también en sus caras. “Gracias, muchas gracias por todo, han sido muy amables conmigo, se lo agradezco de veras” le dije. Me deseó buen viaje, bajé por la escalera, miré mi tren y miré el tren de mi marido que aún no había salido y que se encontraba en la vía que estaba en el lado opuesto del andén en el cual se encontraba el mío.

Me subí al él y me senté junto a la ventanilla, y ya una vez allí, vi cómo partía el tren donde se marchaba mi marido… conté los vagones que iban pasando lentamente…llegué al suyo con mi vista y… ahí estaba él, mirando ligeramente hacia delante por el andén, buscándome con su mirada… Pero lo que él no sabía es que yo estaba en la vía contraria, al otro lado de donde él miraba y ya montada en el otro tren. Él no me vio, yo sí le vi… vi cómo me buscaba, por si acaso me veía, aunque supiera casi con certeza que no iba a ser así, porque me fui con prisas ya que me esperaban.


A los 10 minutos, partió mi tren. Me entristecí pensando en cuánto tiempo pasaría antes de volverlo a ver, mas sonreí por la despedida tan extraña y hermosa que habíamos vivido aquella mañana, y tan imposible de olvidar.

Y con esa sonrisita en los labios me quedé dormida, no sin antes poner la alarma de mi móvil, para que no se me pasara la parada en Santa Justa, Sevilla, y no tuvieran que conseguirme otro pasaje gratis de vuelta en el AVE desde cualquier otro punto de España.




Ahora, cada vez que lo pienso, tengo dos sensaciones muy distintas y encontradas al respecto:

-Una sensación muy satisfactoria de una despedida “a lo loco” (muy mía), con estrés, pero con un final entre muchas risas, tanto mías como de él.

-Y una sensación angustiosa y muy triste al pensar que sigue sin haber seguridad suficiente en el AVE, aún habiendo tenido lugar no hace mucho, los atentados en Madrid el 11 de Marzo del 2004, ya que, hasta alguien sin pasaje, puede viajar en él.




Sin duda alguna, espero que lo que pasó conmigo, haga que se refuercen muchísimo más los controles en todas las estaciones del AVE en España.

Y por supuesto, me quedo con una gran vivencia de 40 minutos junto a mi amor que se añadieron por fortuna a nuestras vidas, que como ya he dicho anteriormente, es imposible de olvidar.





(Majo… entrañables locuras)

Texto agregado el 22-02-2007, y leído por 2477 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
16-07-2020 Cada vez que subo .... recuerdo tu texto... de hecho estuve en la estación de Córdoba con mi hijo y mi nuera... y todo el tiempo recordé tu texto.... qué pena no saber cómo encontrate.... crom
03-04-2009 que lindooooo !!! slygirl
18-07-2007 Me ha gustado, además de lo sorprendente de la historia, las cosas buenas que la narración dice, sin querer, de la narradora. escritura altorcan
15-06-2007 jajajajajaja, no me lo puedo creer, loca!!!!!! que lindos ustedes dos. celiaalviarez
11-03-2007 extenso muy bueno me atrapaste de principio a fin besos :) HeRIOL
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