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Für B.



La lección definitiva acerca de la paradoja de la libertad me fue impartida a temprana edad por el gran maestro Mario. No Benedetti, Mario el perico; sempiterna mascota de mi abuela. El pobre Mario sobrevivió a su dueña sin salir nunca de su jaula, una muy bonita y artesanal, eso sí.

Estimo que Mario era ya un señor maduro cuando yo apenas cobraba conciencia de mi mismo y un respetable anciano cuando fui puesto a cargo de su cuidado. Los loros de las variedades mayores, como Mario, son sorprendentemente longevos y yo estoy convencido de que son mucho más inteligentes de lo que nuestra percepción reporta.
Imagino que el ave observaba lo que sucedía a su alrededor prestando particular atención a lo que entraba y salía de su jaula, quizá sin llegar a pensar que él mismo fuera susceptible de un trance similar, o quizá pensándolo como algo terrible dado el obvio decaimiento en la calidad de lo que salía comparada con la de lo que entraba.

A Mario se le echaban de ver los años, no en su aspecto, daba disciplinado mantenimiento a su plumaje y lucía siempre impecable; las arrugas bajo sus ojos tampoco eran signo de su edad, habían estado siempre ahí. La pista la daban sus movimientos sin prisa y la discreción que habían ido ganando sus intervenciones orales, cada vez mejor administradas y de mayor agudeza.
Si Mario no extrañaba a mi abuela, por lo menos extrañaría sin duda la dedicación de sus cuidados, en verdad nunca fui tan diligente como ella para atenderlo pero él tenía parte en esa culpa. Al principio estaba dispuesto a mimarlo, así lo hubiera querido la abuela, fue él quien dio inicio a las hostilidades. A fuerza de mordidas en los dedos, fue desmotivando mis avances hasta que llegó el momento en que me limitaba a ocuparme de sus necesidades básicas solo cuando era estrictamente necesario, sin siquiera dirigirle la palabra o el silbido. Esa fue una época triste, sin embargo, nunca claudicó o entregó las armas.

Después de un tiempo, la firmeza de su postura hizo que yo reconsiderara la mía; era yo el que había violentado su espacio personal, asaltado su esfera privada sin haberme esforzado apenas por ganar su confianza. Fue entonces que tomé la decisión de desagraviarlo.
Con el afán de hacer patente mi respeto por sus canas y mi voluntad de coexistencia pacífica, hice lo que los grandes diplomáticos: presenté ante él un monumental obsequio.

La gran jaula contaba con todos los lujos y las comodidades modernas, una arquitectura imponente que recordaba una Mezquita árabe con su cúpula terminada en punta, varios travesaños de madera para que patrullara a satisfacción y un columpio que prometía diversión sin límite, un área cubierta para aquellos momentos que exigieran intimidad y un sistema de suministro de alimentos y limpieza de desechos que garantizaba asepsia absoluta; pero sobretodo, un punto de observación en lo alto de la cúpula desde donde Mario podría dominar su territorio y erguirse orgulloso como el habitante más sabio de la casa. Eso debería de ser suficiente para saldar nuestras diferencias.
Pasada la agitación de la novedad, la complicación se hizo evidente:
¿Como demonios iba yo a lograr mudar a Mario?


El primer problema fue de penosa solución, Mario parecía haber sido construido dentro de su jaula actual, no había manera de sacarlo dignamente por la pequeña puertecilla por donde con seguridad se le había introducido alguna vez, cuando su talla era menor. La destrucción de la jaula fue la única forma de salvar dicha dificultad.
El segundo problema tenía menos que ver con la integridad física de Mario que con la mía propia, era claro que no iba a permitir que me le acercara de más y que cualquier parte de mi anatomía que pusiera a su alcance pagaría caro su atrevimiento. Guantes de soldador y el palo de una escoba me hicieron sentir protegido para enfrentar la faena.

Una vez tomadas las precauciones, y repasado el plan, me dispuse a ejecutar la labor. Coloqué la nueva jaula en el lugar que ocuparía definitivamente y abrí su elegante portón, asegurándolo para que así permaneciera mientras fuera conveniente. Coloqué en el suelo la jaula de Mario quien inmediatamente se percató de que algo no andaba bien y encrespó su plumaje a modo de advertencia. Ya enfundado en los guantes y con el palo a menos de un brazo de distancia, sujeté la vieja jaula con una mano, y con unas pinzas corté por la base cada uno de los barrotes. El plan era simple, una vez cortados los barrotes, la jaula quedaría partida en dos y me permitiría levantar la parte superior con una mano para descubrir a Mario del mismo modo en que lo hacen los grandes cocineros con sus platillos. El siguiente paso sería acercar lentamente el palo de escoba al vientre de Mario y confiar en que su instinto le impulsara a abordarlo, el resto sería fácil; transportarlo ceremoniosamente hasta su flamante palacio, quizá me decidiría a silbar alguna fanfarria para agregar dramatismo a la secuencia.

Me aseguré de colocarme a espaldas de Mario, tomé la jaula y la levanté lentamente, la base y el perico permanecieron en su lugar; hasta entonces todo iba bien y por un momento me sentí emocionado. Como un gesto de filantropía añadido (no queda aquí hablar de zoofilia), permitiría a Mario experimentar la libertad por unos instantes antes de completar la mudanza.
La libertad, tan preciado tesoro de la humanidad. No cabía duda en mi mente que después de tantos años, Mario iba a sentirse en extremo conmovido por aquella sensación, me entregué incluso a la fantasía de ver una pequeña lagrimita brotar de uno de sus recios ojos.

Bastó con que Mario viera cielo abierto sobre su cabeza para que lanzara un destemplado grito que me perforó los tímpanos y el arrojo. El sobresalto me hizo dar un paso en falso con el que el equilibrio terminó por abandonarme. Con la caída, mis manos se sumaron al pánico general, una de ellas me golpeó en la cabeza con el palo que empuñaba y la otra lanzó por los aires la media jaula que al caer dio la nota de platillo justa para terminar de adornar la escena.
Tardé un poco en volver a distinguir el suelo del cielo, cuando me incorporé, Mario no se hallaba en el lugar donde lo había visto por última vez. Había abandonado el redondel de la jaula y se había metido con trabajos en la mitad complementaria, que a un par de metros de mí, todavía se mecía hacia atrás y hacia delante sobre uno de sus deformes costados.


La confusión no me permitió entender a profundidad lo que estaba pasando, me apuré a cazar la jaula con Mario dentro y tapé la abertura con una de mis manos, confiado a que el guante me guardara del doloroso tratamiento a base de picotazos y mordidas del que sin duda me había hecho merecedor. Mario pareció preferir la agresión verbal y recitó un rosario de insultos que de no haber escuchado con mis propios oídos, jamás hubiera creído capaz a mi abuela de enseñarle. A estas alturas la diplomacia era la menor de mis preocupaciones, puse la abertura de la abollada jaula justo sobre la puerta abierta de la otra nueva, y valiéndome del palo de escoba, empujé a Mario hacia adentro. A excepción del desprendimiento de un par de plumas que huyeron despavoridas, el empellón no pareció de consecuencias demasiado graves.
Lo peor había pasado y ahora nos clavábamos la mirada con una postura de garbo exagerado, como la de quien habiendo sufrido de un ridículo traspié, se levanta inmediatamente en forzado rebote; con la pretensión de hacer que los testigos del suceso den poco crédito a sus ojos por haber tenido la osadía de sugerir siquiera que tan finísima persona pudiera en la vida cometer semejante desacierto.

Mario vivió el resto de sus días en claro padecimiento de su amplia y generosa prisión, demasiado libre para su gusto, nunca volvió a pronunciar palabra; ni siquiera para insultarme cuando venía a alimentarlo y a hacer la limpieza.
Pasaba la mayor parte de su tiempo en la parte alta de la cúpula, no lo hacía por las razones que yo había previsto sino porque era ese el único lugar donde los barrotes no permitían la completa extensión de sus alas, el lugar donde se sentía mejor cobijado por su encierro y más a salvo.

Texto agregado el 25-02-2004, y leído por 448 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-01-2006 Excelente relato. honeyrocio
26-02-2004 El loro al igual que el hombre es un animal de costumbres, ya tenía todas las mañas que le había enseñado tu abuela y tú tratastes de cambiar su estilo de vida. Buen cuento. Un abrazo pinocho
25-02-2004 Favor de poner comillas después de "...aprender". Gracias. Otra copa. rodrigo
25-02-2004 Pinocho me dijo "Lee a Al_Dope, que te vas adivertir y vas a aprender. La lección que te dió el loro, me la has dado con tu habilidad, gracias y excelente hacer en este cuento. Estoy ya pasando tus cuentos a Words, para leerlos con calma, y sin enojos, en la paz de mi estudio, con una copa de un buen y excelente vino, a tu salud. Respetos para tí. rodrigo
25-02-2004 Bonita historia y muy, muy bien contada yoria
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