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La luna lucía brillante en el firmamento. El pequeño príncipe se asomó al balcón de su cuarto, y viendo que era imposible que la pudiera alcanzar así, se encaramó a la ventana. Sonriendo alzó su brazo en dirección a la luna, y con un rápido gesto agarró su punta con los dedos. Lentamente la fue acercando hacia él.
La gélida oscuridad inundó el cielo y llegó hasta la tierra. Sólo en la inmensa habitación del pequeño príncipe, había luz. Sin dejar de sonreír había bajado de la ventana, y ahora admiraba la joya que tenía entre sus manos. La luna ahora era su luna. La meció dulcemente entre sus brazos, para después acurrucarla entre las sábanas de su cama. Al rato, él también se acostó.

Ajeno al ajetreo que se produjo en el palacio en las horas sucesivas al robo, el principito dormía aferrando entre sus manos la luna. Dulces sueños invadían la habitación, a pesar del mal acto cometido. Mientras, los sirvientes recorrían las numerosas salas palaciegas, subiendo y bajando escaleras sin parar para iluminar con velas todas y cada una de las estancias del lujoso palacio. El caos era total, pero esto no impidió que el Consejero Real percibiera la intensa luminosidad que se escapaba de la habitación del joven príncipe. Se acercó sigiloso y con manos temblorosas entreabrió la puerta. Su sorpresa fue tal que cuando quiso dar explicación de su hallazgo al monarca no fue capaz de articular más que monosílabos. Tan perplejo como él se quedó el rey. Y tan asombroso parecía todo, que la reina al ser informada dudaba de si creérselo o no. Así que los tres permanecían en la sala del trono, deseosos de hablar pero sin poder hacerlo. Y así transcurrieron largas horas...

-Traed al príncipe a mi presencia.- pidió al fin el monarca al Consejero.

-No es posible que se te haya ocurrido una fechoría semejante. No puedo dar crédito a las informaciones de nuestro Consejero. Y por otro lado soy consciente, que tal acto de arrogancia sólo se te ha podido pasar a ti por la mente. Pero dime, ¿qué fallo cometí? Desde el día de tu nacimiento te he rodeado de lo mejor, procurándote una de las infancias más felices que ningún niño pudiera imaginarse. Te he ofrecido sin pudor todo mi cariño, mi amor más fraternal, mi confianza. No puedo entender lo sucedido en este palacio.
-Padre,- habló firme el príncipe- soy soberano de las tierras que rodean este palacio y de todas aquellas que se extienden hasta llegar al horizonte. Mías son las aguas que corren por ellas, como también lo son sus pastos, sus bosques y todo lo que crece y vive en ellas. Poseo ejércitos, grandes tesoros, y palacios a lo largo de este mi inmenso reino. Todos los frutos de la tierra son míos. Pero desde que tengo uso de razón nunca he llegado a comprender por qué mis dominios sólo pueden abarcar la extensa planicie de la tierra, cuando yo quisiera que llegaran más allá. Pero ahora que la luna sólo me pertenece a mí, mi reino está en el cielo y la tierra. Abarca todo aquello que puedo contemplar. Y esto es lo más grande que un príncipe pudiera soñar.
-Entonces,- respondió apenado el noble rey- lo que te ha movido a actuar de esta manera han sido las que son sin duda las peores de todas las compañeras posibles para un hombre, y más aún si este hombre debe trabajar cada día por procurar el bien de todos y cada uno de sus súbditos: La avaricia, la envidia y la codicia se han aliado para apoderarse de ti.

Con estas palabras daba por finalizada el rey su charla con su heredero. Una indescriptible tristeza inundaba los pensamientos del soberano. Se dejó caer sobre el sillón del trono, y vio pasar los días sucesivos sin poder abandonar ese lugar.
Por su parte la reina, que había escuchado silenciosa la conversación entre su esposo y su tan querido hijo, se reunió rápidamente en una estancia contigua con el Consejero Real. En todas aquellas ocasiones en que el monarca debía ausentarse de palacio, ella siempre asumía la toma de decisiones en su nombre. Ahora no iba a ser una excepción, pero era preciso actuar con el máximo sigilo y sin perder un solo segundo.
De común acuerdo con el Consejero, su majestad la reina decidió que el príncipe debía asumir las consecuencias derivadas del robo de la luna. En primer lugar, un bando real comunicaría a los súbditos del reino lo sucedido en palacio. Era plenamente consciente de lo que supondría hacer pública esta noticia. Pero igualmente sabía que no era el momento para ocultar lo que su hijo había hecho. Como la había repetido en innumerables ocasiones su sabio padre, “la sinceridad siempre debe ir un paso por delante del hombre”. En segundo lugar, puesto que ahora no había astro lunar, cuando saliese el sol éste luciría sin competencia en el firmamento. Por consiguiente, la negra oscuridad actual se tornaría en un día absoluto en cuanto comenzara a amanecer. Lo cual era sin duda un gravísimo problema y lo que era aún peor, no parecía haber solución posible por el momento.

La reina no terminaba de resolver este problema y decidir cuál era el mejor método para proteger a su pueblo del dominio de la luz. La serena reina era plenamente consciente de que el hombre no está acostumbrado a vivir en un mundo en el que no existiera esa dualidad entre el día y la noche.
-No se desanime alteza.- le decía compasivo el fiel Consejero Real- tarde o temprano daremos con la solución.

Pero amaneció sin encontrar respuesta. Y cuando la luz llegó y lo inundó todo, el joven príncipe con una sonrisa aún mayor en su rostro que la de la noche anterior del robo, pudo contemplar extasiado durante días y días todo su reino en su máximo esplendor.
Y es que al principio, aquella luz les parecía a todos estar dotada de una intensidad nueva. Todo era especialmente más brillante. Los colores eran más puros. La presencia constante de la luz, hacía que todos se mostraran más dichosos, pues el cosquilleo de la luz en sus rostros les producía una inevitable felicidad. El tiempo no les limitaba en sus quehaceres diarios. Nunca hasta entonces se vieron tan cantidad de flores y plantas brotando sin parar. No dejaban de crecer los frutos de los árboles y los campos.
Pero a medida que transcurrían los días, y estos se iban transformando en semanas, y en meses, el sol fue cada vez más consciente de su dominio sobre ese ahora frágil reino del hombre. Y su luz se fue tornando más poderosa. El sol, al igual que el príncipe ahora podía contemplar la inmensa totalidad de la tierra todas las horas del día. Y no estaba dispuesto a permitir que nadie más le acompañara en esa posición privilegiada. Por ello expulsaba a todas las nubes de su presencia.

-No se aflija alteza,-seguía repitiendo una y otra vez el fiel Consejero a la reina.
Pero era inevitable, porque su reino se estaba consumiendo por los rayos del sol. Las tierras antes prósperas y abundantes de frutos, se secaban lentamente. Los bellos colores de su mundo, se tornaban día a día en ásperos y feos amarillos. La gente evitaba a toda costa exponerse más de lo estrictamente necesario al sol, y así los campos y los caminos se fueron quedando solitarios. Nadie transitaba por ellos. Nada había fuera del hogar que animase a asomarse más allá de los balcones o los portales. Era necesario guarecerse de la locura del astro solar.
Fue entonces cuando, exactamente la misma indescriptible tristeza que embargó al soberano, hizo mella en la reina. Se acercó cansadamente hasta el salón del trono, y se dejó caer al igual que lo hiciera en su momento el monarca. Y así, apesadumbrados y encogidos por el dolor vieron transcurrir los días en un absoluto silencio. Ante tal situación el Consejero Real también estuvo a punto de dejarse llevar por la desolación. Daba vueltas y vueltas al gran salón del trono, mientras pensaba en una pronta solución y controlaba los imperceptibles cambios que se producían en los rostros de los soberanos.
Y en esta situación se encontraba cuando el joven príncipe entró dando un portazo en el lujoso salón del trono.
Con la misma firmeza y decisión que hablara a su padre, se dirigió en esta ocasión a los tres:
-No tolero la actitud del sol. Parece estar desafiando mi autoridad sobre mi propio reino, pretendiendo regir la vida de los que estamos aquí.-luego prosiguió en un tono menos soberbio-. Pero debo decir con toda la humildad que me queda, que ha sido esta situación la que me ha permitido ver que cometí una grave equivocación al robarle la luna al cielo. La luna no tiene dueño. Yo sólo soy un simple príncipe que soñé un día con contemplar la plenitud de la belleza de mi reino. Pero lo bello está unido al alma de los seres, y con mi deseo de la existencia de un día eterno estoy matando el alma de todo cuanto hay en mi reino. Y de esta forma no hago nada más que contribuir a destruir su belleza. Por ello la luna será devuelta sin más dilación.
Tras escuchar estas palabras del príncipe el soberano logró por fin salir de su mutismo, y mirando compasivo a su hijo le respondió:
-Doy gracias al escuchar que has entrado en razón y te has dado cuenta de tu grave error. Sólo espero que no sea demasiado tarde. Rápido, vayamos a tu cuarto y démosle a la luna el lugar que le corresponde.

Y así, sin perder un instante más, los soberanos, el Consejero Real y el arrepentido príncipe se lanzaron atropelladamente a cruzar los pasillos, los salones y demás estancias que les separaban de la habitación del joven.
Y así, casi sin aliento es como llegaron los cuatro tras subir las incontables escaleras que les conducían a ella desde el segundo piso del palacio real.
Ya allí, el principito volvió a encaramarse a la ventana y poniéndose de puntillas y estirando al máximo sus brazos, colocó la luna exactamente en el mismo lugar de donde la había robado aquella tan lejana noche. La oscuridad no tardó en inundar de nuevo todos los parajes del reino, devolviéndoles la tan necesaria noche tras los calurosos días.

La luna lucía más brillante que nunca en el firmamento.

Texto agregado el 05-04-2007, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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