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Un poco de amor para Melissa







Ellos, al ir andando sobre la polvorienta línea ocre del camino, con los costales llenos de botellas plásticas y otros cachivaches de material reciclable, cargados sobre el hombro; apresuraron el paso al divisar que los reflejos del sol, todavía majestuosos a pesar de esas horas, anunciaban con sus tristes matices la proximidad de la noche. Uno de los niños levantó la cabeza y observó que en la parte más radiante del cielo, ahora de color magenta, se desplazaban con estoica lentitud, bellas sucesiones de diáfanas nubes anaranjadas, que como caravanas de caballos de fuego, cabalgando y llenos de belleza marchaban hacia un destino incierto; la noche estaba próxima. Los niños que descendían del cerro ceniza y piedras pardas, iban serios, sin intercambiar palabras, y sólo observando con cierta admiración interna, la muerte del sol que tenían al frente, y cómo éste empezaba a descender entre lejanos cerros tan intangibles en el horizonte, cuyas cimas coronadas eran por coágulos de neblina turbia, todavía próxima a descender como una pena densa, inmaterial, inaguantable, sobre la ciudad.

Llegan a mí tus lamentos de sirena herida encallada en tierra, de rosa sideral a quien le fueran arrancados todos sus pétalos; quiero estar allí contigo, calmar tu dolor. En silencio, siempre contigo. Siempre y siempre en silencio. Y contigo.

En el pecho de Antonio retumbaban los latidos al estar conciente que, entre el miserable paisaje y el continuar del afectado camino, llegaría pronto a la vieja casucha, donde volvería a verla. Habían pasado ya dos meses. Dos interminables meses desde la última vez.

Las tinieblas de una manera imperceptible, iban ganando terreno en las alturas, devorando los últimos resplandores de la tarde.
La noche estaba próxima.
Cada vez que la luz se ausenta
es el brillo de miel de tus labios, mostrándome el camino.

Uno de los niños se detuvo. Dejó caer con estrépito el costal en el suelo, levantando una nubecilla de polvo agrisado a su alrededor. Luego se tomó el hombro y masajeó el área entumecida exponiendo un gesto de agotamiento.
―Cómo pesa esta huevada. ―dijo Jairo, el mayor de los dos, tenía quince años.
―Apurate, pues, ya se está haciendo de noche.
―¿Qué pasa, Antoniocito, tan angustiado estás? ―dijo y rió―. No te preocupes, que la huevona de Melissa no se va a ir a ningún lado.
Al escuchar esto, dentro de Antonio, nació un fuego violento e incontenible, palpitante desde la boca del estomago y extendiéndose como lava hasta detenerse en sus sienes, era furia, obligándole a casi entrecerrar los ojos y lanzarse sobre aquel faltoso. Se acercó a Jairo y le dio un empujón.
―Qué pasa, huevon, estoy jugando nomás ―balbuceó Jairo, formando una mímica de vergüenza cuya fealdad tornaba su rostro odioso.
―Vamos rápido, que la viejita después no nos deja entrar si vamos muy tarde ―dijo Antonio, sin mirarlo a la cara. El simple hecho de haber empujado a su amigo, dejaba en evidencia los profundos sentimientos que sentía.

Continuaron el declive, venían desde la cima, y minutos después se encontraron en la parte más empinada del cerro. La inclinación de la superficie les obligó a ir más rápido, casi correr en el descenso, sorteando con maestría las piedras filudas y las mierdas verde oliva de los perros. A este ritmo, se encontraban ya casi por la mitad del recorrido. Bajo ellos, estaban cada vez más próximas las chozas de chillones y variados colores que venían multiplicándose en ascenso desde las faldas del cerro. También había una carretera cuyo color negro resaltaba y unía los extremos este y oeste, de lo que se admiraba en las alturas como un desierto.
Sin embargo ellos, poco antes de tomar la siguiente senda que los devolvería nuevamente al nivel del suelo, siguieron por otra dirección. Decidieron, como ya lo habían anticipado, visitar a Melissa una vez más. Ella y su abuela vivían en el lugar más apartado y casi inaccesible del cerro, a espaldas de las demás chozas, y para llegar allí no se podía utilizar el camino serpenteante que había sido remarcado por los pasos de las personas que recorrían el cerro una y otra vez; sino ir con mucho cuidado por una pendiente próxima.

Así lo hicieron, y minutos más tarde, los niños llegaron a aquel territorio casi descampado, donde fueron recibidos por una ráfaga intempestiva y violenta que levantó mucho polvo debido a que allí nadie roseaba agua para evitar la polvareda. En el perímetro de esa zona, no había más que cinco viviendas muy alejadas la una de la otra, y cada una tenía cilindros azules llenos de agua potable situados a los lados de las puertas.

Jairo y Antonio se aproximaron de inmediato.
Allí, en esa casa que se ubicaba a metros, casi al borde del precipicio, y que levantada había sido a base de esteras ahora desechas por el sol, láminas de cartón; polvorientos bloques de triplei, y una gran plancha de calamina rojiza que fungía como techo, donde una banderita peruana flameaba y pájaros grises se detenían a descansar del vuelo; allí, en esa casa, allí vivía mi amada.

Pequeña rosa de marfil, cáliz de luz secreta.
Poema incompleto que Dios dejó a un lado.
El manantial de tu vida arrastra mi clavel sombrío
y tus tristísimos ojos que no se cerraron en mi pecho.
Vuela la canción que te escribió el tiempo
y los tormentos ya vividos sangran por la noche.
Como el viento, como el viento estas en todas partes,
silenciosa, imperceptible, todo lo llenas, mas no puedo tocarte.
Como el viento cruzas al lado de mi vida,
dejando la llama de mi soledad intacta.

Antonio tocó la puerta. Respiró profundo, sintiendo como el aire que ingresaba por las aletas de su nariz se tornaba más frío al atestar su interior; su garganta había quedado seca; le temblaba la mano, y además, un grasoso sudor se iba apoderando de sus palmas. Volvió a tocar la puerta y esta vez, de reojo, observó como Jairo se alisaba el pelo con esmero; y dado que siempre había sido muy observador, no pudo evitar darse cuenta que en el pantalón caqui de su amigo, se distendía la tela, haciendo evidente la erección.

Pasos próximos anunciaron la presencia de alguien tras la puerta de madera.
―¿Quién?
―Señora Marsella...
La puerta se abrió unos centímetros.
Tenía, aquella anciana en decadencia, una palidez exagerada en el rostro, surcado por innumerables arrugas que se interconectaban como una red. Su cabello, que era de níveo plateado; contrastaba con las ropas viejas y oscuras que traía puestas. Sus ojos eran de un inexplicable color violeta claro, un casi turquesa cristalino. Ella observó a los dos jovencitos, que en ese momento, por su desmejorada visión, le parecían apenas dos manchas medianas y ennegrecidas en la puerta de entrada. Pero ella, antes de impacientarse por el silencio de los visitantes, sólo giró un poco la cabeza, para mirarlos de soslayo. Había aprendido que así, por los lados del ojo, todavía guardaba cierta claridad y podía pese a todo reconocer algunos objetos. Reconoció a los dos muchachitos con una sonrisa que disimuló en el acto, y luego, al comprobar que no había ningún vecino fisgoneando a lo lejos, les dejó pasar.

Al cerrarse la puerta tras ellos, lo primero que hicieron los niños fue dejar en el suelo la pesada carga que llevaban a cuestas. La señora se dirigió con sigilo hacia un rincón, donde al tirar de un lasito, dejó caer la tela azul que hacia de cortina sobre una improvisada ventana hecha en la pared de madera y que fuera abierta a punta de hacha para dejar que un poco de aire fresco aliviara el tórrido calor del verano. Calor que, inaguantable era, por el piso de tierra.

Luego la anciana, que parecía contar sus pasos al desplazarse, se dirigió de esta manera y tronando una cajita de fósforos en las manos, a encender el fuego de un lamparín que yacía sobre una mesa apolillada de superficie verde con soportes de fierro oxidado. Con un poco de luz, ahora, podía apreciarse el grado de mísera en que se vivía allí dentro.

Jairo y Antonio se miraron de perfil. Aunque ya eran asiduos concurrentes de aquella casita, no podían evitar sentir un pudoroso nerviosismo al iniciar la petición. Pero Jairo siempre se animaba primero.

―Señora, para ver a Melissa, por favor.
Dijo, y le extendió un deteriorado billete verde opaco de diez soles.
La anciana recibió el dinero y lo arrugó hasta volverlo una bolita en su palma, como si deseara no verlo, como si pudiera mentirse y no aceptar el acto deplorable al que le había empujado a hacer la necesidad.
―Pasa, ella está en su cuarto ―dijo ella, extendiéndole también la cajita de fósforos―. Enciendes su lamparita. Entra despacio que creo que estaba dormida.
Jairo, ofensivamente feo, expone un mohín de alegría y no pierde tiempo. Cruza el lúgubre interior, y, al otro extremo, donde la luz del lamparín llega a alumbrarlo todo muy tenuemente, abre una puertita de triplei que tiene pegada una lámina del señor de los milagros, y se pierde tras ella. El corazón de Antonio se parte en mil pedazos, al cerrarse aquella puertita donde, soñando con girasoles azules y bellasdurmientes, se encontraba Melissa.
―Sientate ―dice la señora a Antonio.
El tomó asiento en un pequeño mueble que en lugar de cojines tenía edredones negros con diseños de tigres blancos, y retazos de tela como polos viejos y toallas que servían para disimular un poco la incomodidad de algunos resortes que sobresalían y que en ese momento le pinchaban el culo. Era, con modestia, el mejor mueble de la casa. La anciana se acercó con la lamparita, aumentó la intensidad de la lumbre y la dejó iluminando sobre unos ladrillos que sostenían dos tablas a manera de mesita de centro, ubicada frente al mueble.
Sobre esta mesita improvisada, habían fotografías de Melissa enmarcadas dentro de sencillos portarretratos.
En la primera foto que Antonio logro observar, se le admiraba a ella bellísima, con el cabello largo y los ojos delineados de negro intenso, sus ojos pardos reflejaban un brillo seductor, su rostro era terso y la sonrisa dibujada parecía el de una joven que llevaba una vida feliz, soñada, sin ninguna clase de problema. Al lado derecho, en la siguiente fotografía, aparecía ella esta vez de cuerpo entero, posando muy divertida con dos colitas en el pelo, y vestida con un ceñidísimo uniforme de anfitriona que acentuaba las bellas formas de su cuerpo juvenil, frágil, delicado y perfecto. Antonio cerró los ojos con amargura al recordar lo que en esos instantes, estaría haciendo el horrendo Jairo con la bella Melissa, tras aquella pequeña puerta de triplei.
La anciana, atrajo una de las dos sillas y se sentó muy cerca del nervioso adolescente.
―¿Como les va en el trabajo?
―Ya un poco mejor, señora. Ahora que aumentaron diez céntimos más el kilo del platico, hacemos un poquito más.
―Qué bueno.
Permanecieron en silencio, los dos. Una polilla gorda y de alas exageradas que se agitaban lentísimas se estrellaba torpemente contra el vidrio del lamparín.
―Melissita me contó que escribes poesía, ¿es verdad eso?
Las mejillas de piel bruñida del adolescente enrojecieron, de repente.
―No, señora, seguro ella estaba jugando.
La anciana sonrió.
―Por qué te da vergüenza, hijito.
La gorda polilla, continuaba precipitándose repetidas veces contra el lamparín. Antonio miró sus alas; grandes, lentas, sonoras al batirse en el aire. Por un instante, tuvo ganas de arrancárselas. Pero luego pensó en Melissa, y pensó que era una injusticia.
―¿Entonces no es cierto, no escribes versos?
―No señora, esas son mariconadas ―dijo y trató de sonreír.
La señora sonrió y negó con la cabeza, cruzó las piernas y colocó las manos sobre las rodillas. A pesar de su edad, poseía todavía algunas maneras juveniles y muy femeninas.
―¿Quieres que te diga una cosa? Los mejores hombres, son los poetas.
―¿Por qué dice eso?
―Porque los poetas no son hombres ordinarios, no son del montón.
―Pero yo soy del montón, señora.
―No lo eres. Si escribes poesía no lo eres. Porque los poetas, hijito, sienten como nadie.
Luego el silencio volvió entre ambos.
―¿Sabes por qué te digo esto? ―dijo la anciana―. Porque en mis tiempos de jovencita, yo era actriz, y conocí a muchos artistas pintores, escritores y poetas. Mira, aquí tengo unas fotos de cuando... ―agregó feliz, sin terminar la frase, y se levantó de la sillita paticoja y se acercó, siempre contando sus pasos, hacia una cómoda de oscura madera laqueada que visiblemente estaba siendo devastada ya por las polillas.
Era algo que sucedía con frecuencia, la señora Marsella, quizá por lo avanzado de su edad, hablaba con Antonio sobre las mismas cosas una y otra vez. Siempre se las arreglaba para deslizar en cada tema, en cada conversación, su pasado artístico. La sumía, en un momento feliz, el hablar sobre aquella época dorada de cuando fuera actriz de teatro, recordando, añorando, casi volviendo a vivir esas breves actuaciones en el teatro Municipal de Lima.
La anciana volvió a sentarse en la sillita, sonriendo, y deshizo el nudo de la bolsa negra que llevaba en las manos. Extrajo de allí más de una veintena de fotos en blanco y negro, único recuerdo que servia a veces, para no aceptar que la vida había sido siempre así, que hubo, que no fue un sueño, que existió un pasado que valía la pena recordar.
―Mira, aquí, ésta soy yo, y el que está a mi lado es... ―dijo la anciana. Buscando en los archivos de su mente el nombre del joven aquel, que posa sonriente, con traje de lino y corbata de seda, una copa en la mano, a su lado―. No me acuerdo su nombre ahorita, pero él, él era pintor y escritor. Y ésta soy yo.
Antonio observaba la foto, era obvió que la belleza de Melissa en gran parte la había heredado de su abuela.
Por qué entonces, se preguntaba a menudo Antonio, por qué había terminado en el miserable arenal una señora tan blanca y tan bonita, de ojos tan singulares, que se parecía tanto a esas señoras que miraba pasear por las calles de Larco, cuando, a veces, él iba a trabajar de lustrabotas.
La señora, toda sonrisas, mostraba otra foto.
―Él también era escritor, recuerdo que nosotros, en mi grupo de teatro, actuamos en una de sus obras, haber... creo que aquí tengo una foto, sí, esta es la obra, mira.
Antonio continuaba observando las fotos y en ellas aparecía una jovencita delgada y bonita, con distintos disfraces renacentistas, togas helénicas, y maquillajes que no hacían más que resaltar las agraciadas facciones de su rostro.
La señora Marcela quedó observando una foto que tenía en las manos.
―Éste hombre, era un buen amigo mío ―en la foto aparecía un joven de traje y corbata, cabellos largos y negros, la contextura del cuerpo fina y alargada, con un aire principesco―. Era un poeta, escritor, muy bohemio, impulsivo, temperamental, pero sin embargo como frágil, como lastimado. Él me propuso matrimonio muchas veces, pero yo nunca lo acepté ―su voz, ahora, había adoptado un ligero acento de nostalgia―. En vez de eso y meses después, todavía jovencita de veinte años, me fui de mi casa y me casé con el que seria el papá de Mariana, mi hijita que en paz descanse, la mamá de Melissita.
Antonio bajó la mirada. La polilla, exhausta, se detuvo frente a lamparín.
―Mi esposo, hijito, era un hombre común, ordinario, como del montón; machista, borracho, mujeriego, pegalón, y encima no le gustaba trabajar. Fue muy malo conmigo, por qué a pesar de haberle dado a una hijita y todo mi amor, igual me abandonó ―Volviendo a vivir, quizá en su mente, aquellas tristes memorias, un aura de insatisfacción rodeó a la mujer―... Y después yo sola, en la calle, sin un sol, con una hija y otro en camino, ya no tenía el apoyo de nadie. Me hubieran perdonado y ayudado mi familia, pero mi papá murió de la pena cuando le quitaron sus tierras en la reforma agraria, y mi mamá poco después. Yo hice de todo. Lavé. Planche. Vendí en los mercados. Hice de todo. Siempre sola. Y en la miseria, siempre me acordaba del poeta, pero nunca más volví a verlo.
―¿Pero por qué no lo buscó?
―Se había suicidado ya.
Antonio no supo que palabra decir. La anciana continuó.
―Por eso te digo, hijito, que al menos los poetas sienten como nadie, el me dijo esto una vez, y también, de que yo era la única en su vida y que si yo no estaba con él, ya no podía vivir más. Yo pensé que eran palabras de esas que todos les dicen a las chicas, y no lo tomé enserio. Y fui una tonta, porque no pude ver que él, al menos él, hablaba enserio. Siempre me decía la verdad. Y hombres así, que sean del todo sinceros, ya no existen. Los hombres son malos. Sólo la utilizan a una hasta conseguir lo que quieren. Me pasó a mí. Le pasó a mí hija; a las dos nos arruinaron la vida. También pasó con mi Melissita, pero al menos ése borracho ahora se pudre en el infierno por haberle destruido la vida ―de repente, un casi inauditito llanto de bebe, se escuchó―. Hombres malos, todos fueron hombres malos ―la anciana hablaba quedamente, con la mirada perdida en el aire―. Tú se distinto. Sé poeta, sé sensible, sé distinto al resto del mundo, y llegará un día donde alguien te recordará para siempre, todos los días, así como esta vieja que ahora lo recuerda.
Luego se quedaron callados. En el rostro de la anciana se deslizaban algunas lágrimas. Antonio trató de que sus ojos no se cruzaran con los iris turquesas de ella. Entonces, fue la frágil mano de la señora que se posó en la suya, y le susurró, casi entre sollozos.
―Sé que piensas que soy lo peor. Que te hablo de que seas un buen hombre, cuando yo permito esta barbarie con mi propia nieta.
―Señora, yo no la juzgo.
Ella se cubrió con la palma de su mano, y lloró con toda la desesperación de la realidad.
―Sólo quisiera una cosa, señora, como ya le dije antes; me gustaría ver a Melissa sin tener que darle dinero. Es que muchas veces no tengo.
―En tu caso no es por el dinero. Tú eres bueno. Eres muy bueno. Y cuando la otra vez me pediste lo mismo, y no te lo permití, ¿sabes por qué? No fue por mala, fue por qué no quiero que ella se ilusione. ¡Ya bastante tiene con todo esto!
―Señora...
Ella bajó la cabeza. Sus cabellos parecían hilos de lana plateada.
―Pronto me voy a quedar ciega. Y entonces nos vamos a morir las dos ―dijo ella cabizbaja, mirando hacia la nada, y aterrando a Antonio.

Se quedaron en silencio una vez más, y así, volvía a ser nítido el sonido que surgía dentro del cuartito; el violento y rítmico crujir del armazón de la cama que delataba la intensidad del acto sexual. Luego el catre dejó de producir sonidos, y un apagado gemido ―masculino―, anunció que todo había terminado, al menos para él.
Minutos después Jairo cruzó la puertita, con el pelo alborotado y las mejillas muy rojas, sonriendo y acercándose hasta donde estaban sentados su amigo y la señora.
Jairo notó con aburrimiento, que la señora había sacado, otra vez, aquellas fotografías antiguas que le mostraba a todo el mundo, y que ahora a él, desgraciadamente, le esperaría una soporífera historia sobre actuaciones y teatros. Antonio se puso en pie y lo interceptó a medio camino, acercó bastante su rostro, y le susurró.
―Si la señora te habla de sus cosas, escúchala, ¿ya? Al menos finge interés, no esas malo.
―Ya, ya...
―Ahora préstame los cinco soles que me dijiste ―dijo Antonio.
―Pero luego me pagas porque esto es lo que mi mamá me dio para pagar la Apafa.
―Sí, te voy a pagar, pero luego.
Jairo le dio la moneda a su amigo y este se dirigió donde la señora. Le extendió las monedas y ella las aceptó, guardándolas dentro de la bolsita de las fotos, no quería ver las monedas ni el sucio billete, al menos hasta que ellos se hubieran ido.
Jairo se sentó en el mueble, mientras la señora barajaba las fotografías que todavía tenía en sus manos; las mismas que sabía bien, nadie, absolutamente nadie más que ella, quería ver.

Antonio avanzó con lentitud hasta la puerta del cuarto de Melissa, tocó una vez, y entró.
Su corazón le daba saltos en el pecho, y eran estos latidos muy fríos, que lo lastimaban, ora de emoción, ora de miedo y ternura. Lo sentía todo, y más que todo; una alegría incontrolable que se materializaba muy dentro de él, de a pocos, disipando la oscuridad acumulada en su alma, como lo hace un nuevo amanecer al desandar las tinieblas de la noche. Inútiles serian las maneras de describir los sentimientos que fueron colmando su interior, al estar otra vez, frente a ella.

El cuarto era pequeño, lúgubre como todos los ambientes de la choza, todo muy pobre y sin embargo, bien ordenado. Había algunos bultos en el suelo, que parecían ser atados de ropa o mantas para el invierno, apilados uno sobre otro.
A una distancia prudente de la cama, iluminaba la luz ambarina del lamparín. El fuego, misteriosamente, empezó a parpadear.
Melissa, al reconocer que el menudo muchacho que se había detenido en la penumbra, era Antonio, le regaló una sonrisa.
Antonio sonrió también, cerrando la puerta tras de sí, y quedándose todavía inmóvil en el umbral.
Ella estaba sobre la cama, sin lastre alguno que le cubriera la piel; sus ojos casi lagrimaron de emoción. Su rostro mostraba ahora una candidez incomparable, una belleza y una frescura como el de las fotografías que él había visto antes, cuando ella parecía ser completamente feliz, como una sonriente muñeca de porcelana, de cuanto de hadas. Volvía a ser, ahora, una muñeca.
Pero una muñeca rota.
La luz del lamparín se derramaba sobre ella, irradiándole un brillo sedoso sobre la piel. Era una muñeca. Una muñeca rota. Lo único hermoso en ella era su rostro. Sus brazos y piernas, amputados habían sido después aquel accidente. Era como una pequeña caja, sonriente, con cuatro abultadas cicatrices color carne en las zonas donde deberían nacer sus extremidades.

―Llegaron a mí tus lamentos de sirena herida encallada en tierra, de rosa sideral a quien le fueran arrancados todos sus pétalos; y quise estar aquí contigo, calmar tu dolor. En silencio, siempre contigo. Siempre y siempre en silencio. Y contigo.
Melissa sonrió de manera angelical; cristalinas lágrimas asomaban como rocíos en el borde de sus ojos.
―Acércate mi poeta, mi escritor
...mi artista.

Texto agregado el 08-04-2007, y leído por 298 visitantes. (3 votos)


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