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Dejad que los muertos hablen

Tengo miedo. Noto cómo la angustia se va apoderando de mis entrañas, de mi garganta. Me sudan las manos, las mismas que sujetan con fuerza el fusil contra mi pecho mientras espero la próxima ráfaga de metralla. Mi arma es ahora lo único que queda. El barro cubre mi cara y mi ropa, y hace mucho frío, demasiado. El polvo apenas me deja abrir los ojos, lagrimeo, toso. Hace tiempo que perdí mi casco, no sé cómo ni dónde. Quizás fuera en una de aquellas ofensivas suicidas a las que nos mandaba siempre aquel capitán hijo de la gran puta con el que estuve en el Cáucaso No me acuerdo de su nombre. Tampoco quiero. Gott in Himmel, cada vez que me viene a la cabeza se me ponen los pelos de punta. Pero hace ya mucho tiempo (¿cuánto?) que me destinaron al frente del norte. Y aquí sigo, apostado en mi trinchera. Aguardo e intento evadirme del olor a miseria. Algo estalla cerca de mí, y es como un crujir el mundo. Sobre mí llueve tierra sucia de sangre. Me agazapo, arrancado de mi ensueño por la explosión, medio sordo y dolorido. Malditos yankees. Se creen muy listos con sus tanques y sus bombas y su verdämte General Patton. ¿Y qué me dices de los ingleses? Para mí todos son la misma mierda. Qué mundo de locos. A mis pies yace el cuerpo de Hermann, o del que había sido Hermann hasta que una bala le destrozara la cara hace unas horas. Nadie lo ha movido de ahí. Horas esperando una asistencia sanitaria que no llega, que nunca llega a este campo en medio de la nada en el que unos cuantos tipos llevamos días exterminándonos poco a poco.
Fumaba mucho Hermann, lo recuerdo siempre con su cigarrito en la boca, aun en el campo de batalla. Tenía un hijo, Klaus, y creo que una mujer, aunque casi nunca hablaba de ella, supongo que para no tener que recordarla. Pobre hombre. Siento pena por él y por su hijo, pero la verdad es que siempre se comportó como un perfecto imbécil, Hermann. El Enemigo parece muy tranquilo, hace rato que no se le oye. Saco la cabeza de la tierra y miro hacia ellos, hacia él. A lo lejos, a 300 o 400 metros, se dibuja la línea de la trinchera, humeante y sinuosa contra el marrón y el verde del lodo y el musgo húmedo. Esta mañana se parece mucho a cualquier otra, e incluso a cualquier noche. A un lado, la silueta del nido de la ametralladora se alza inerte como un gigante dormido. Gracias a Dios acabamos con sus piezas de artillería, igual que ellos con las nuestras. Cabrones. Como al ralentí, me percato de que alguien ha disparado contra mí. Me lanzo al barro y caigo de bruces. El lodo se me mete por la boca, por las fosas nasales. Escupo. Siempre igual. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Hasta cuándo va a durar? ¿Cuánto tiempo voy a tener que mantener la posición sólo en este agujero rodeado de muertos, con el estómago vacío y la boca seca? Realmente tengo un hambre terrible. Ahora mismo preferiría un buen filete a todas las Cruces de Hierro de las Mil y Una Alemanias. Malditos también vosotros.
No voy a ser yo el que ahora repita una vez más el rollo beato de que en las guerras no hay buenos ni malos, que sólo hay personas enfrentadas a las circunstancias. Se acabó el decir esas tonterías. Porque en esta guerra, cómo en todas, sí que hay malos. Los Aliados, esos perros bastardos, son los malos. Los rusos, cerdos bolcheviques, la Resistançe francesa, son los malos. Churchill, Stalin, Delano Roosevelt, son los malos. Hitler, mein führer, a quien juré servir, mi patria Alemania, por quien juré luchar e incluso morir, son los malos. Cada uno de nosotros, soldados rasos, generales, capitanes, tenientes, cabos. De uno y otro bando. No digáis que no tuvimos elección. La tuvimos. Nos hemos dejado manipular y hemos acabado participando en este absurdo para satisfacer los intereses de otros. Porque que nadie me diga tampoco que las guerras no sirven para nada. Eso es mentira. No quiero imaginar la de barbaridades que podrán hacer los vencedores, sean quienes sean, apoyándose en su condición. Cuantas argumentos aparecen para los vencidos a la hora de la venganza, del victimismo. Sí señor, claro que sirven. Así ha sido siempre, y no parece que las cosas vayan a cambiar de pronto. Por eso yo ahora no quiero recurrir a argumentos manidos. Yo denuncio la maldad del mundo. Yo os denuncio a vosotros. Me enseñasteis a creer pero nunca me enseñasteis a pensar. ¿Y quién soy yo ahora sin vosotros? Soy el que vuelve su fusil hacia su cara, apuntando el cañón entre los ojos. Adiós, cielo y tierra. Sieg Heil.

Texto agregado el 29-02-2004, y leído por 379 visitantes. (0 votos)


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