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EL ASCENSOR

J. Emilio Barrera M:
Bogotá, América. Marzo de 2007.


I

Mi infancia transcurrió en un pequeño pueblo bendito con cosas grandes: la amistad y la generosidad; la escuela, la cancha de balompié y la iglesia; el río y especialmente los árboles, estos llegan hasta el cielo y abrazan las nubes. Por ejemplo, el mango en el patio de la señora Diocelina. Con frecuencia nos trepábamos a este con Hernando – mi amigo y cómplice – para jugar con las iguanas, cazar noticias del vecindario, bajar canastadas de frutas y desde luego, hartarnos con iridiscentes, suculentos, aromáticos y suaves mangos. Después recostados en las ramas mirando los colores arbóreos danzar bajo el fondo azul del cielo reposábamos el banquete hasta que la histeria de nuestras madres nos aterrizaba.

Una noche se proyectó en el patio de la escuela una película de terror. En ésta se cometía un crimen en el interior de un ascensor; así conocí virtualmente esta máquina pareciéndome atrayente y misteriosa; como Isabelita, que además era lindísima, bien diferente a su madre, mi profesora.

II

Tiempo después siendo adolescente fue necesario continuar los estudios en Bogotá. Pronto me encontré frente a la entrada de un ascensor y por feliz casualidad con Hernando a quien me ofrecí acompañarlo a la oficina de un tío suyo. Nueve personas mirábamos al frente y hacia arriba como en la iglesia de mi pueblo.

30, 29, 28… Se me aceleró el ritmo cardiaco, Hernando era el más retirado de la puerta y parecía no querer entrar; yo de penúltimo atrás de una señora grande y gorda que me cerraba el paso; su vestido se le pegaba al cuerpo como un plástico arrugado resaltando su desagradable silueta. ¿Cabríamos todos?

25, 24, 23… A la derecha de la gorda un señor con elegancia pasada de moda se aferraba a un libro verde bilis como si fuera un tesoro: “El nuevo código de policía”. Bastó su breve mirada de reojo para que me recorriera un escalofrío por todo el cuerpo.

20, 19, 18… A la izquierda de la misma señora una hermosa y sensual joven. Isabelita en escala 3:1, más un litro de perfume encima de su personalidad. El borde de su apretada falda más cerca de su ombligo que de sus rodillas y una vaporosa blusa probablemente prestada de su hermana menor, dejaban obsoleto el milenario sexto mandamiento.

15, 14, 13… Más adelante un niño cogido de la mano probablemente por su madre, equilibraba en todo sentido la escenografía.

10, 9, 8… Al lado del niño una anciana jugaba inconciente a empañar la puerta con su vaho, como convenciéndose que aun estaba viva.

5, 4, 3… Y Junto a la anciana alguien con cara de suaves ángulos, angelical mirada y vestimenta “unisexo” que dificultaba la definición de su género, completaba el grupo.

III

1… Sonó un timbre y se prendió una flecha con luz verde; alguien pudo salir. Un discreto codazo, dos respiraciones fuertes y cortas y tres zancadas; jalé a Hernando, me ubiqué a un costado del ascensor y cual desconfiado bandido no le di la espalda a la puerta, ni a los acompañantes.

La joven sensual me aprisionó como un chicle contra la pared inmovilizándome con sus nalgas. Un letrero me hizo esbozar una mueca de sarcasmo; “Capacidad máxima: 8 personas, 560 kilogramos”; habían sobrado los 90 de la gorda. Quise enmendar parcialmente mi pecado de pensamiento con una disculpa hipócrita, pero una voz femenina atinó a decir oportunamente: - Espere el otro, ya va a llegar - agradecí en silencio su elemental sabiduría.

Cuando se cerró la puerta sentí un vacío en el estómago, el niño con una sonrisa tímida y nerviosa se colgó de la falda de su madre; saltó un botón y quedaron al descubierto en su abdomen varios dibujos de rayos blancos. Rodó el botón y se detuvo junto a los zapatos de la joven; nadie se atrevía a ser cortés. Miré al señor del libro y a la persona de mirada angelical, ¿Cuál de los dos se…? Ninguno. Se agachó la joven sensual. Un sonido gutural compitió en decibeles con el reproche que balbuceó la anciana. Todos los corazones quería salirse de su hogar y los pulmones de la chica amenazaban caerse al piso del ascensor.

5… Salió la anciana. Un coro de suspiros profundos confirmó que la conciencia de los presentes y probablemente de la patria se había disuelto en el éter.

10… La joven entregó el botón a la señora y dirigiendo una mirada coqueta al personaje de mirada angelical le dijo:
- ¡Uff, que calor!-
- ¡Sí!- replicó éste. Su voz tampoco ayudaba a las definiciones.

15… Calmado y con un poco más de aire fresco me dediqué a la actividad preferida del pensamiento racional: la crítica. ¿Con qué autoridad moral se quejaba de calor la joven? Solo dos bobos podían hablar de ese tema en ese ascensor que parecía una nevera. Definitivamente el señor del libro me inspiraba lo peor.
-¿A qué piso vas?- preguntó la joven.
- Al treinta – respondió el indefinido.
- Yo también- dijo ella.
- Nosotros también- pensé.

20… Salió la señora con sus estrías maternales provisionalmente cubiertas y jalando bruscamente el niño.

IV

30… Se abrió la puerta. Hernando nos empujó a todos, dio tres pasos y cayó desplomado fuera del ascensor. Quedé petrificado de pie a su lado. La mirada desorbitada, el sudor y la palidez de mi amigo me asustaron. El señor del libro se retiró apresurado saltando el cuerpo. Los jóvenes también abandonaron el sitio.

V

-¡Claustrofobia! Se recuperará, Muchachos será mejor que bajen por la escalera- sentenció el tío de Hernando que era médico.

Ya sobre el andén miré hacia arriba la mole del edificio; este dejaba un resquicio para contemplar el cielo. Un sabor agridulce desplazó a las otras sensaciones. La lección sobre la precariedad del espacio vital de las ciudades había sido contundente.

Afortunadamente Isabelita no se parecía nada a un ascensor real. Pensando en ella presentí que jamás volvería a vivir en mi pequeño pueblo.

Texto agregado el 29-04-2007, y leído por 90 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-01-2009 Me ha gustado mucho. Ignoro y me asombra el por qué tan pocos lectores. Es un muy buen cuento! 5* ZEPOL
 
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