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Harto de los disgustos que le daba su vida amorosa, decidió someterse por fin a una operación quirúrgica. Ante el espejo buscó qué sería lo más conveniente, qué debía cambiar de ese rostro ajado por la melancolía. Tenía su dinero guardado en el banco, pero tampoco era cuestión de gastarlo todo, así que se decantó por arreglarse la boca y conseguir una de esas sonrisas de revista. Sí, claro, estaba la nariz ligeramente torcida, esos pómulos poco marcados, esa barbilla huidiza tan poco varonil, esa “frente ancha”, esos ojos un pelín demasiado juntos, esa tez cenicienta, esas orejas un tanto separadas y grandes… En fin, con la sonrisa cambiaría su aspecto sin arriesgarse a que le hicieran un estropicio y saliera del quirófano irreconocible hasta para sus propios traumas.

Los primeros días se sentía raro. Sabía –o creía- que todos le miraban los dientes. A veces le asaltaban dudas sobre si los demás pensarían que los dientes nuevos eran demasiado grandes, demasiado blancos, demasiado postizos…, pero poco a poco se acostumbró y se sintió satisfecho con su nuevo rostro.

¿Nuevo rostro? ¡Ay! ¡Ahora es más visible que nunca mi nariz gorda y torcida! Seguro que más de una pensará qué pena de sonrisa tan bonita con esa narizota de payaso golpeado… Borró ese pensamiento negativo con una sencilla decisión: volvería al quirófano a arreglar esa nariz y ya, con eso sería suficiente.

En los meses siguientes volvió varias veces para ir perfilando el rostro que creía más adecuado a su espíritu, a la esencia de su ser. Porque de eso se trataba, no sólo era cuestión de estar guapo, ¡es que él era guapo! Pero una naturaleza caprichosa, un destino cruel le había castigado con un físico vulgar, anodino, insulso cuando no simplemente feo. Tenía que sacar toda su belleza hacia fuera, como le dijo el doctor. Poco importó que en el trabajo le acabaran echando tras tantas ausencias por sus operaciones. Fue más listo que nadie: como se olía que le iban a despedir, pidió un crédito al banco cuando todavía tenía nómina. Con ese crédito, el dinerillo ahorrado y lo que le pagaban por estar en paro, tenía un colchón para unos meses tranquilos mientras se terminaban las operaciones. Y después, ¡a comerse el mundo!

El rostro le quedó perfecto, aunque cada seis meses debía volver a inyectarse el botox y tenía que usar unas cremas carísimas para mantener esa piel lustrosa, tersa y sutilmente bronceada. Sí, claro, las había más baratas, pero ¿tanto sacrificio para conformarse con una humilde hidratante? Ese rostro -¡esa obra de arte!- merecía los mejores cuidados. ¿Acaso limpiarías un Rolls Royce con agua del grifo y jabón del barato? ¿Eh que no? Esa analogía le satisfizo tanto que se la repetía como un mantra cada vez que se exfoliaba la piel, sobre todo lo de “obra de arte”. Era increíble lo que podía hacer un cirujano habilidoso.

Ya con el rostro perfecto le pareció de lo más normal del mundo someterse a esas liposucciones que le quitarían de un tirón todas las “chichas” que temblaban como un flan y que –ahora más que nunca- tanto sobraban. Le costó un poco más lo de los injertos de silicona en pectorales y glúteos, pero al mirar aquellos chicos en la playa, tan jóvenes, tan musculados y tan deseados por las chicas que, en lo que él calificó como un acto de madurez, se decidió por una mera cuestión de lo que llamó “aceptación de la realidad”: ya no era un jovencito, de nada le iba a servir someterse a un gimnasio –no se iba a atrever a acudir a un gimnasio con aquel cuerpecito enclenque y fláccido-, así que, con esos injertos, ganaría en confianza y daría el paso definitivo a su renacer. Sí, quizá fue en ese momento cuando se le ocurrió la expresión: renacer. Rápidamente le puso mayúscula: Renacer. Y la dejó así, como un tatuaje en su mente, como un tercer ojo que le guiaría de una vez por todas a la Felicidad, también así, con mayúscula.

Tuvo un susto del banco cuando le recordaron que debía pagar el crédito porque de lo contrarío perdería el piso, ya que usó su vivienda como aval. Se puso manos a la obra y consiguió un nuevo empleo como vendedor de pisos en una inmobiliaria. No tenía dudas: con su físico despampanante no tendría problemas en vender los pisos que hicieran falta. Había llegado la hora de ser prácticos: tras tantos meses de inversión en su nuevo cuerpo –sí, usó ese término, “inversión”- tenía que recoger los frutos. Y lo primero es lo primero: el dinero.

No le fue mal, aunque no tan bien como pensaba. Le costó un par o tres de ataques de ansiedad que solucionó con la ayuda de un compañero de la agencia, el que le mostró que hoy en día todo el mundo toma coca y no pasa nada. Vendía pero poco a poco, la gente es muy estúpida, muy tiquismiquis, se miran los pisos por todos lados, señalando todos los defectos, quejándose de lo caro que está todo, dándose ínfulas de no se sabe qué, si la mayoría eran tan feos que deberían circular por ahí con un permiso especial, ¿qué coño se han creído?

Ganaba “pasta”, cierto, pero el nuevo coche –y su correspondiente plaza de aparcamiento, ¡faltaba más!- le había metido en un nuevo crédito. Y estaba la ropa: ese cuerpazo pedía la mejor, qué cojones. Y el gimnasio, las dichosas cremitas –las había descubiertos mejores: más caras-, los tratamientos de belleza, el botox, los aparatos de gimnasio, la coca, ah, la coca… Y bueno, las visitas a las chicas… Vale, podía ligar con cualquiera, cierto, pero es que esas chinitas lo hacen tan bien… Y están taaaan buenas… Y bueno, el piso, claro, el piso, no podía meter un lcd de 48 pulgadas con un home cinema en aquella mierda de piso que tenía, no, no. Su vida había ascendido y ahora debía –tenía- que estar rodeado de cosas a su altura.

El jefazo le encargó un favor: sólo él podría hacerse cargo de la nueva agencia. Apenas le dio tiempo a protestar -ya tenía un montón de agencias a su cargo- pero es que el jefe era convincente como nadie: esa nueva agencia era una oportunidad, Su Oportunidad. Si la sacaba adelante, él se encargaba per-so-nal-men-te de recomendarle para el puesto de jefe provincial. Sabía de buena tinta que el que estaba iba a dejar la empresa, se iba con la competencia, o algo así, y esa vacante era un regalo para cualquiera. Siendo jefe provincial te das la vida padre, le dijo, te lo puedo asegurar porque yo pasé por ahí antes de estar donde estoy, hijo, y ese peldaño es el último de la escalera. Lo subes y estás en el cielo, ¿entiendes? ¡Qué coño digo cielo! ¡El paraíso, chico, el paraíso!

El paraíso… El paraíso ya lo tocaba cuando pasaba la noche con su chinita favorita, la de las tetas gordas y las caderas estrechas, esa que se la chupaba como si fuera a vaciarle, esa que se metía tanta coca como él… Esa que no le decía nada cuando se enroscaba en la cama como cuando era niño y se dormía así, acurrucadito, esa que le llegó incluso a hacer pensar en llevársela a su loft, en vivir con ella… Ná, era una puta más, joder, tío, ¿en qué estás pensando? Aunque, total, todas eran unas putitas de mierda de tomo y lomo. Todas, todas…

Fue entre el hoyo 9 y el 10 cuando se lo propusieron: se acojonó tanto que, haciendo ver que iba a hacer pis entre unos matorrales, se metió cuatro rayitas, las justas para sentirse seguro. La cosa iba de lo que iba: untar al político de turno para construir el mayor complejo hotelero que han visto tus cojones, chaval, le dijo. Esto nos va a dar tanta pasta que podrás llenarte la piscina de coca, jua jua jua, porque el mega-jefazo reía así, soltando juas como un si fuera un tuberculoso tosiendo esputos. El jefazo tenía razón: aquel puesto era el último peldaño al paraíso. Ahora se codeaba con los grandes. No, mejor así, con los Grandes.

Resultó que el político de turno era la política. Y encima tenía un polvo. Pan chupado, chaval, se dijo. Se mostró un poco estrecha durante la entrevista –todas las que van de decentes lo hacen-, pero vio en sus ojos el brillo. Sería cuestión de un par de citas más, alguna cena en un sitio mega-caro para que la boca se le hiciera agua y viera lo que le esperaba si aceptaba el soborno: pasta y lujo a raudales. Nadie se resiste a eso. Y quizá después, cuando hubiera aceptado, se la tiraba, sólo por el gusto de ver qué cara ponia cuando follaba.

Pero la decente resulto ser de las putas. De las putas peores, de las cabronas: le había grabado la conversación y ahora le había caído un puro. La puta amargada colaboraba con el juez, un jodío imbécil que iba de salvador del mundo. O que le habían untado para que se metiera con ellos. O qué se yo. La cuestión es que está en la cárcel, con una fianza que no puede pagar y que ni el jefazo ni el mega-jefazo se quieren hacer cargo. A ellos también les han pillado, pero por ahora él es el único que está chupando trena. Para pasar el rato se mata a hacer flexiones y abdominales. La coca no le falta, pero apenas consigue, y de muy mala calidad. Y tiene miedo de que cualquier día un salvaje de esos le pete el culo. Uno de ellos le miraba con cerda lascivia cuando le pilló poniéndose sus cremas. Ahora se las pone con disimulo, en la oscuridad de la noche, en su cama, con cuidado para que nadie le vea. Ya ha tenido que soltar pasta para conseguirse protección, pero con toda la mierda del juicio y los abogados no sabe cuánto le quedará.

Le dolió tanto como si le hubieran clavado un puñal. Apenas pudo sentarse durante días. Sin dinero suficiente no había protección, así que sus temores se cumplieron: le petaron el culo. Llevaba allí meses aunque para él es como si hubieran pasado años. Las cremas se habían terminado, el botox había perdido efecto, los implantes de silicona parecían sacos en ese cuerpo que se mustiaba en esa mierda de cárcel. Y, para rematar, aquel día, limpiándose la cara en el espejo, se le cayó un implante dental, dejándole mellado. Mirándose al espejo, con el rostro ajado por la amargura, sólo atinó a murmurar: “Putas… sois todas unas putas…”





Texto agregado el 01-05-2007, y leído por 2176 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
17-08-2011 Fue de lo más entretenido, y me dejaste escapar alguna sonrisa (cosa difícil en mí). Me gustó la manera cómo lo narraste, el tono que escogiste... nomegustanlosapodos
04-08-2008 uy caramba...esto si que esta bueno....de principio a fin una delicia leerlo. * lisinka
08-06-2007 Me has dejao turulata...y yo que pensaba hacerme un lifting. GemmaC
12-05-2007 Con Nome, estaba con Nome, perdón. Ceboncita
12-05-2007 Estoy con Moe, durísmo...Pero necesario. Me gusta, aunque duela, el modo en que vas cambiando el estilo, haciéndote más rápido, más brusco y más bruto según avanza el cuento, de modo que todo parezca ir ya sin frenos y sin belleza (¡y esa era la búsqueda incial del protagonista!). Un viaje que perseguía el todo, termina en la nada, como la anorexia y el arrogante deconstruccionismo. Me ha gustado mucho. Ese penúltimo párrafo en que recoges lo que pensarían tantos y tantos (a la política la habrán untado por otro lado, el juez salvador del mundo algo material sacará de su cruzada...) me parece estupendo. Besos, estrellas y dignísima celulitis. Ceboncita
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