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Donato Ashwell era un hombre de carácter imponente que dominaba a su familia por el imperativo del terror. Escuchar su nombre era sinónimo de ciego acatamiento y nula posibilidad de desacatar alguna orden. Sus hijos le temían y preferían cualquier otro castigo que enfrentarse a la mirada fría de Donato y escuchar sus edictos irrebatibles.

Donato era un hombre de salud de fierro pese a sus setenta años, los que sobrellevaba con una fortaleza encomiable. Hasta eso aborrecían sus ya cuarentones hijos que, pese a sus febles intentos, les era absolutamente imposible abandonar el yugo familiar.

Por supuesto que la mujer de Ashwell era una mujer sumisa en extremo y uno podría cuestionarse si ese sometimiento que ella sobrellevaba sin ningún escrúpulo, era el resultado de más de cuarenta años bajo la omnipotente presencia de aquel hombre o lisa y llanamente, Dora, que así se llamaba, fue desde la cuna, una mujer servil.

Lo cierto es que en esa enorme casona sólo se escuchaba la voz de trueno de Donato y un obsecuente silencio que navegaba por las habitaciones como un vaho pestilente.

Cuando Donato cumplió los ochenta y cinco años, nada había cambiado en ese hogar. Dora, más envejecida y encorvada, apuntando al piso con su pequeña nariz, traqueteaba de acá para allá y de allá para acá, obedeciendo las múltiples ordenes de su esposo y los hijos, pobres infelices acostumbrados a acatarlo todo, sin voluntad ni deseo para emprender sus propios rumbos, habían visto pasar su existencia anclados a ese hogar que parecía atraerlos con aciaga persistencia.

La voz de trueno del anciano continuaba devastando caracteres y se había transformado en un ensordecedor leit motiv que movía los delgados hilos de esas marionetas que habitaban, ya sin esperanza, en aquella residencia.

Mas, hasta los robles sufren alguna vez el guadañazo que los tumba y los transforma en madera propicia. Asimismo, Donato Ashwell sufrió una cruel enfermedad que lo encadenó a su lecho para el resto de sus días. Para su desgracia, su cuerpo quedó inerte, menos su cabeza. De este modo, Donato fue un organismo inmóvil que no obedecía a sus propias e imperativas órdenes. El podía hablar y modular sin mayores problemas pero, anclado a ese lecho, fue una víctima más de sí mismo. Sus familiares, que creían que con esto se acababan por fin sus sufrimientos, vieron como el viejo se transformaba en un dictador aún más fiero de lo que había sido y su voz llenaba las espaciosas habitaciones, haciéndole ver a los suyos que, ni con mucho, se liberarían tan fácilmente de él.

Hasta que los hijos, hastiados de tanto sojuzgamiento y percatándose que el viejo era poco menos que indestructible, urdieron un plan para eliminarlo. Sin que Dora supiera de sus planes, cierta noche ingresaron a la habitación, mientras Donato dormía a pierna suelta, lo que es un decir, porque él no tenía noción alguna de su cuerpo. El mayor de los hermanos –eran cinco- provisto de un almohadón, se arrojó sobre el viejo y aplastó su rostro hasta que éste expiró. Luego, entre todos, colocaron a Donato de tal forma que pareciera que había sufrido un ataque cardíaco. Luego, abandonaron la habitación en silencio, con sus almas encogidas, por no saber que ocurriría de ahora en adelante, sin la presencia omnisciente de ese tirano que había moldeado a su amaño sus pobres existencias.

Al funeral concurrió toda la ciudad, puesto que Donato era hombre influyente que tenía infinidad de contactos en todos los ámbitos de la civilidad. Hubo plañideras, pagadas por los hijos y Dora, poco consciente de su recobrada libertad, gemía como un desdichado can junto al féretro de su amo y señor.

Cuando el ataúd fue colocado en la fosa, los hijos prorrumpieron en desgarradores sollozos, ya sea porque el remordimiento hacía presa de ellos o porque en realidad ahora se veían a sí mismos como lo que verdaderamente eran: unos tristes guiñapos humanos que se habían deshecho del único elemento que les daba sentido a sus existencias.

Acaso, por lo mismo, hubo quienes juraron haber escuchado, en innumerables ocasiones, la voz inconfundible de Donato Ashwell en la derruida mansión, nacida tal vez desde las más profundas oquedades de aquellas almas y materializándose para denostar, enrielar y perpetuarse como un negro estigma sobre aquellos seres que nacieron simplemente para obedecer…














Texto agregado el 25-06-2007, y leído por 235 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
29-06-2007 Un tema para discutir, pero el que siembra tormentas cosecha tempestades. Pobre familia, seres así solamente pueden engendrar hijos como los que tuvo. Buen texto. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
26-06-2007 Me tiene enferma tu historia gui, de verdad , estoy enojadísima con la actuación de los hijos y esa falsedad, de llorar depues de... Tus escritos llegan de una manera, eres excelente******* Mil besitos Vic 6236013
25-06-2007 ¡Guau! Qué buena historia... es mejor que cada cual muera cuando corresponde. Peor vida es la que se llevaron los hijos y la mujer de Donato Ashwell... ¡para la reflexión! Felicitaciones y estrellas para su autor. Anua
 
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