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Señuelo: Animal vacuno adiestrado que se hace seguir por sus congéneres, y los reúne y guía (dicc. del leng. Rioplatense, J.C Gurnieri).




Llegaba todos los días alrededor de las ocho de la mañana, excepto los domingos, que lo hacía a las ocho y media, porque concurría antes a misa en la parroquia de la Medalla Milagrosa, distante a escasas tres cuadras de la “Confitería-Bar” EL REFUGIO. Al llegar, el dueño en persona le abría la puerta, saludándola con deferencia, con casi excesiva amabilidad.

-¡Muy buenos días tenga usted, doña Elisa! Pase, pase nomás, y siéntese, póngase cómoda, que en seguida se la va a atender- y acompañaba sus palabras con suaves movimientos de inclinación de cabeza, iniciando un ademán de reverencia, que finalizaba con ligera genuflexión.

Ella saludaba con frases breves, sonreía con gesto casi imperceptible, y caminaba con pasos cortos, sin volver la cabeza, hacia la mesa de siempre. Parecía deslizarse en el suelo, y en ocasiones, hacía el efecto de que flotaba. Dos mozos la esperaban comedidos, y cuando uno corría el asiento, el otro sacudía un blanquísimo mantel que luego caía suavemente sobre la mesa. Café con leche con tostadas y mermelada de naranja o ciruelas era el invariable pedido. Mientras aguardaba, abría la enorme cartera y extraía los anteojos para leer el diario que el dueño le había acercado solícitamente. En esos momentos podía escucharse el inicio del constante vaivén de la puerta de entrada, pues comenzaban a llegar los parroquianos, ocupando cada una de las mesas de la Confitería-Bar.

Entonces, el ruido del ir y venir de los mozos se sumaba a las conversaciones, al ronco sonido de las mesas y sillas al ser corridas, a los agudos chistidos de la máquina cafetera exigida, al entrechocarse de vasos, platos y cubiertos sobre bandejas y mesadas, pues el movimiento general de esa compleja maquinaria se había puesto en marcha desde sus diferentes piezas, integradas al unísono. En un rincón, detrás de la registradora, el dueño podía, por fin, suspirar aliviado ya que, una vez más veía que su negocio arrancaba bien, y avanzaba sin tropiezos.

Finalizado el desayuno, Elisa llamaba al mozo con discreto ademán. Pero era el dueño en persona quien se acercaba y le detenía la mano sobre el monedero, haciendo movimientos negativos con la cabeza y acompañándose de un sonido musical de la lengua, como para estimular la marcha de un caballo. Entonces ella se ponía de pie, no sin antes depositar una importante propina junto a la taza, y sonriéndole al dueño (como todos los días, ni más ni menos), salía con pasos suaves, casi levitando, tal como entrara minutos antes. Atrás quedaba él, repitiendo otros pequeños gestos de agradecimiento, flexionando alguna parte de su abundante anatomía.

-Menos mal, bendita señora. Menos mal que la tenemos aquí todos los días, querida señora- balbuceaba para sí. El mozo que servía la mesa vecina alcanzaba a oírlo y asentía con la cabeza- servilleta sobre el antebrazo- mientras recogía un pedido con el lápiz que la mano derecha tomara de la oreja.

Así, uno tras otro, se desgranaban los días, pasaban los meses y las estaciones, y hasta los años se iban sumando, parejos, sólidos, y la “Confitería-Bar” EL REFUGIO continuaba recibiendo parroquianos mañana, tarde y noche, alimentándolos, cobijándolos, atemperándolos, y engordando las arcas de quienes supieron invertir en él, dando trabajo seguro a su personal, impuestos al fisco, tasas al municipio, y desayunos gratis, sin incluir propinas, a Elisa quien, sin faltar un solo día, (llueva a cántaros, caigan rayos y truenos, heladas o granizo, haga calor sofocante, amague un terremoto o una revolución), ha estado puntualmente todas las mañanas a la puerta para encender el curioso y nunca descifrado mecanismo que ponía en marcha la maquinaria de EL REFUGIO. Sí, porque luego de su ingreso, y qué bien lo sabía su dueño, comenzaban a llegar los demás parroquianos, y la “Confitería-Bar” iniciaba la diaria rutina para finalizar su actividad, en ocasiones, a altas horas de la noche. Jamás entró alguien antes que Elisa lo hiciera. Desde temprano podían verse caras ansiosas observando a través de los amplios ventanales, algunos haciéndose visera con la mano y forzando la vista para intentar localizarla en la penumbra interior, ya que en las mañanas frías se hacía arduo aguardar en la vereda, sintiendo la promesa del amable calorcito que se filtraba por debajo de la puerta. Hasta que Elisa arribaba puntualmente, provocando las sonrisas de los primeros clientes, que era contagiosa, porque detrás de ella se podía ingresar.

Pero un día, inesperadamente, Elisa faltó a la cita sin aviso. El público se agolpó a la entrada de EL REFUGIO, pero nadie, absolutamente nadie traspuso sus puertas. No accedieron tampoco a ubicarse en improvisadas mesas dispuestas a los apurones sobre la vereda, a pesar de que el aire, templado por el sol de otoño, invitaba a ello. Ni un mísero pocillo de café se vendió esa mañana, y al mediodía lucía el obligado cartel de “CERRADO HOY POR FUERZA MAYOR”, por primera vez en su prolongada historia.

A la mañana siguiente, bien temprano, el personal preparó como nunca a la “Confitería-Bar”, que llegó a lucir resplandeciente. Todo brillaba con luz nueva, en esa hermosa mañana de principios de mayo. La clientela se amontonaba junto a sus puertas, pero el movimiento febril del interior se detuvo una vez superada la hora habitual del arribo de Elisa. Los parroquianos, afuera, consultaban el reloj, echaban una ojeada esperanzada hacia el interior, y luego continuaban su camino, con gesto adusto o resignado en el rostro. Mucho antes del mediodía apareció otra vez el cartel.

Pasaron quince días, y EL REFUGIO debió repartir los víveres acumulados entre su personal, que no pudo cobrar la quincena; el dueño comenzó a perder el cabello, y le aparecieron síntomas de úlcera de estómago, con náuseas permanentes y cefalea pertinaz. Ya había decidido vender o hipotecar a la “Confitería-Bar”- heredada de su padre, esforzado inmigrante de la península ibérica-, con la aflicción consiguiente. Desesperado, había intentado encontrar a la señora, pero con negativo resultado. Elisa había desaparecido. Se había evaporado, o se la había tragado la tierra, y no lograba que nadie le diera señas de ella. A la mañana del día dieciséis, agotado, ojeroso y poseído por lo que ya impresionaba como un irreversible malhumor, abrió tarde y sin voluntad (había perdido toda esperanza) la puerta metálica, para encontrarse, del otro lado, con la figura menuda de Elisa, que aguardaba sonriendo desde una cara tostada por el sol del Caribe, del Pacífico, del Mediterráneo. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, vestimenta al tono, y parecía más delgada. La mujer lo saludó con jovialidad, mientras se agachaba para trasponer la cortina metálica que él, incrédulo y presuroso, elevaba en ese momento.

Y ya, rápido, el hombre llamó al personal licenciado, porque la clientela había comenzado a amontonarse en la puerta, y a los proveedores, que habían quedado en esperar o pasar por si se producían novedades, obligadamente postergados... Al pobre poco le faltó para que se le perforara la úlcera; se sofocaba apenas hablaba, y las palpitaciones no querían abandonarlo. Pero a pesar de tal inminente desfallecimiento, la sonrisa retornó para no desprenderse de su congestionado rostro.

-Ay, ay, ay, doña Elisa... no nos vuelva a abandonar así, por favor, querida señora...- repetía con tono bajo y admonitorio, mientras le preparaba el desayuno personalmente.

-Pero hombre, ¿no recuerda que usted mismo me entregó el cupón para el sorteo de un viaje al Caribe, el año pasado?- respondió burlonamente ella.

-¿Quién?... ¿yo?... - y los ojos de ella lo observaban desde abajo con ingenua picardía, mientras él depositaba con algo de rudeza la taza y los platitos sobre la mesa. El barullo general impedía continuar con el diálogo, y ya el silbido agudo de la cafetera anunciaba su fragante producto, mientras algunos mozos ingresaban presurosos por la puerta trasera, terminando de abotonarse la chaqueta, y los parroquianos conversando animadamente se desparramaban por el local, pues había comenzado una vez más esa tan anhelada e indispensable rutina en la “Confitería-Bar” EL REFUGIO.

Texto agregado el 28-03-2004, y leído por 324 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
29-03-2004 un Refugio para el alma es este texto. Trabajado el personaje con sutileza y magia. Una Elisa tan suave que hubiera merecido su "Para...", un ambiente bordado con detalle, como aquellos viejos manteles que reproducian ramos de pequeñisimas flores y que no le faltaba ni siquiera los estambres a las más pequeñas. Como una petaquita labrada donde guardar pesares es este trabajo. gracias por compartirlo hache
28-03-2004 Sí somos indispensables... vaya!!!! Gracias por la buena noticia :) besos. Flor_marina
28-03-2004 Me encanta el punto de magia que le has dado, realidad y fantasia con un personaje enigmático, lo he disfrutado y lo siento por aquellos que se lo pierden por la extensión. barrasus
28-03-2004 El cuento me encantó, lo que no entendí es eso del viaje, ¿Porqué se lo asignó a él?, un beso AnaCecilia
 
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