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Ella los reclama.

El sol en su cenit era abrasador. Por el camino, difícil, empedrado, asida al brazo de un fuerte indígena avanzaba una anciana. Los alcancé, detuve el vehículo y les pregunté:

— ¿Para a dónde van?
—Yo a Zapebán y ella se queda en Mastal.
— Suban, yo voy para allá.
— ! Qué bendición ¡ exclamó la vieja casi con júbilo.

Vestía un vestido blanco, estampado con desteñidos soles amarillos. Sus grisáceos cabellos estaban recogidos por una coqueta prensa roja dando forma a una “cola de caballo”. En su mano una bolsa grande, irregularmente circular y en la otra, con la que se sostenía del brazo del indio, un pañuelo para secarse un inexistente sudor.

El indígena, de unos cuarenta años, con un simple sombrero de lona, risueño y desdentado, sudoroso y con un fardo cargado de elotes en el hombro. Camiseta de un color y textil indefinidos, zapatos de goma, sucios y rotos.

Conversamos temas variados y usuales entre desconocidos, como la temperatura, la salud y los oficios o trabajos. El trayecto duraba media hora y la simpatía y ocurrencias del indígena nos provocó con frecuencia hilaridad.

No nos dijimos nuestros nombres, no hubo tiempo.

La primera en descender fue la vieja. Me llenó de agradecimientos y bendiciones y como despedida me dijo:

—Señor, imploraré al Dios para que usté sea protegido en los caminos por donde ande. Muchas gracias, señor. —

En ese momento su mirada fue tan profunda que me impactó. Tan intensa que contrastaba con su mínima figura, poderosamente.

— Gracias por su bendición, señora.

En el acto levantó su mano derecha y gesticuló una bendición. Proseguí el camino en compañía del indígena quien me dijo:

— Sabe, esa vieja es muy buena. Vive sola. Llegó aquí hace varios años. Algunos dicen que ella adivina cosas que van a pasar luego. Pero yo no creo. Es buena y pobre. Algunos le ayudan con los frutos de la siembra, pero ella nunca pide. Cuando viene el padre Miguel, le obsequia cosas.
— ¿Y cuando viene ese cura?
— Cada seis o siete semanas. El padre contaba que ella le salvó la vida una vez.
— ¿Por qué? ¿Cómo?
— Pos una vez llovía mucho, algunos le dijeron al Padre que no saliera porque el río podía llevase el puentecillo. Entonces, el padre les dijo que mejor se apuraba antes de que eso pasara. Resulta que antes de entrar al puente tuvo que detener su jeep, porque de repente la vieja se le atravesó. Entonces en ese momento una cabeza de agua arrasó el puente. Decía el Padre Miguel que si el no hubiera frenado, el río se lo hubiera arrastrado. Pero lo raro es que ella no estaba luego ahí...
— Hombre, esa historia es curiosa —. dije sorprendido.
— Sí y desde entonces es que él le ayudaba más.
— ¿Y ya no le ayuda?
— No, porque ya el padrecito Miguel, ahora si se murió… Pero señor, gracias, debo de bajarme aquí mismo.

Nos despedimos afectuosamente y proseguí mi ruta y meditaba en la conversación anterior. A la vez me cuestionaba mi descuido de no haberles preguntado sus nombres.

Realicé la misión que me llevó a ese lugar y tres horas más tarde emprendí mi regreso. El tiempo había cambiado mucho. Empezaba a llover y la oscuridad de las nubes presagiaba un aguacero memorable.

Pasaron veinte minutos y ya el aguacero era un océano que caía del cielo. El camino se hacía cada trecho más difícil. Conducía con sumo cuidado, despacio y con la mirada fija en el camino, especialmente cuando empecé el descenso de una enorme cuesta. Repentinamente escuché, proveniente de la parte trasera del jeep: — Muchas gracias, señor. —

Detuve de golpe el vehículo, al mismo tiempo que mi retrovisor reflejaba aquella mirada, penetrante, intensa que pocas horas antes me había impactado.
Un segundo después se precipitó sobre el camino, a escasos metros del jeep, una avalancha aterradora que arrasaba con todo a su paso. Desesperado intenté retroceder, pero ya un tronco me obstaculizaba. Apenas tuve tiempo de de saltar del jeep y correr entre ramas, piedras y barro que seguían cayendo. Logré llegar a un punto donde podía estar a salvo, mientras contemplaba impávido un espectáculo impresionante y aterrador donde la fuerza de la naturaleza se manifestaba en todo su esplendor. Apenas logré ver el techo del jeep cuando era arrastrado hasta el fondo de un abismo y desaparecer.

En ese momento recordé la historia que el indio me contó y la bendición de la vieja. Comprendí que si no hubiese detenido el vehículo en ese instante, hubiera quedado atrapado en él y ahí mismo hubiera quedado, enterrado por toneladas de de tierra y vegetación y que probablemente nunca me hallarían.

Apenas logré reponerme, regresé a Zapebán. Empapado hasta los huesos, con barro por todas partes, cansado, asustado y sorprendido por lo vivido. Llegué al caserío, ya era de noche. Penetré a la única cantina, que además era el único establecimiento abierto y narré lo sucedido a cuatro parroquianos que departían junto al cantinero. Todos escucharon atentos y perplejos mi historia. Uno de ellos, comentó:
— Otro que salva la vieja Mariana.
— Pero, ¿cómo hago para llegar donde ella? Pregunté ansioso.

Todos se miraron y sonrieron con malicia.

—Hace diez años, ella y el indio Baudilio, desaparecieron durante una tormenta. Los arrastró una avalancha y nunca aparecieron.
— ¿Pero, no entiendo?
— Si, ese es el misterio. Pero lo peor es que otros que la han visto, han muerto al poco tiempo; en cuenta el Padre Miguel, Calilo Garita, Noé Carmiol…
— Pero sigo sin entender
— Nosotros tampoco entendemos; pero quienes han narrado que han sido salvados por la aparición de la vieja Mariana, al cabo del tiempo han fallecido. — agregó el cantinero.
— Entonces, pregunté temeroso, ¿ cuándo se salvó el Padre Miguel ya ella había desaparecido junto al indio?
— Claro, al Padre fue al primero que se le apareció.
— Pero, según entiendo, el Padre en agradecimiento le ayudaba. Eso me dijo hoy un indígena.
— No, el Padre lo que hacía era oficiar misas en su memoria cada vez que venía aquí. Y quien le pudo haber dicho eso es el fantasma de Baudilio.
— No entiendo… dije agarrándome la cabeza
— Al poco tiempo el cura murió, como los otros que la han visto. Quien es salvado por ella al poco tiempo fallece. — agregó el cantinero con voz lastimera.
— Ella los salva, después los reclama, dijo otro de los presentes.


Pasó el tiempo y casi me había olvidado de aquel suceso. Hasta que un día, sin esperarlo, resbalé por las gradas de mi trabajo y quedé inconsciente.

Hoy, he comprendido todo, al mirar mi cuerpo yaciente en una cama de hospital, un sacerdote ungiéndome auxiliado por el indio Baudilio. Mientras la vieja Mariana, sentada a un lado de la cama me mira con la misma mirada intensa de aquel día y me acaricia suavemente la cabeza.






Texto agregado el 18-12-2007, y leído por 458 visitantes. (26 votos)


Lectores Opinan
23-08-2008 Hermosa historia.. con imágenes impactantes y personajes que recrean la escenografía que nos pintas :) Excelente!! miles ****************.. Vilyalisse
26-02-2008 Lo empecé a leer y no me pude detener, seguí y seguí leyendo hasta la última línea, te felicito, es un relato muy bueno. Saludos. Jazzista
19-02-2008 Vaya, historia tan interesante! Un relato impecablemente narrado y descrito. Ameno, misterioso, mágico... donde no puede perderse el interés por la lectura. Excelente***** SorGalim
03-02-2008 QUE HERMOSA HISTORIA AUN QUE SE TRATA DE MUERTE, BELLA AL FIN MIS 5 * Y 1000 BESOS MÍOS PARA TI AMIGO QUERIDO NILDA///// nilda_resurreccion
31-01-2008 woww!! Qué historia Jorge!!! me ha impactado. Está muy pero muy buena. Excelente. Un beso y mis estrellas. Magda gmmagdalena
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