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El anciano demente apenas respiraba en su lecho de muerte y sus familiares lo rodeaban expectantes. Las mujeres lloriqueaban que era un gusto y los hombres, cariacontecidos, no sabían como expresar su contenida emoción.

De pronto, el viejo abrió un ojo y luego, el otro. Ya estaban todos los buitres rodeándolo y era cosa que él apurase la causa de la muerte, para que ellos se abalanzaran sobre sus despojos para disputárselos sin piedad ninguna. Mal que mal, Ramón, que así se llamaba el anciano, había logrado cimentar una gran fortuna, entre las que se destacaban sus dos fábricas de calzado, una panadería y varias propiedades. Además, las muchas cuentas que tenía con diferentes bancos, hacían presumir que eran cantidades cuantiosas.

-Hijos míos- dijo el viejo Ramón, con toda la dificultad del mundo, -ha llegado la hora que nunca quise que llegara. En este lecho, del cual ya no me levantaré más, repartiré todo lo que tengo, para evitar el oficioso trámite del notario.

Los familiares respiraron aliviados, ya que, obviamente, el viejo había recobrado la cordura justo antes que la parca pasara a cobrar lo suyo. Ramón trató de reincorporarse para poder contemplar con sus ojos desvaídos a la concurrencia. Allí estaba toda la parentela, hijos, sobrinos y nietos e, incluso, dos hijastros que hacía más de diez años que no se aparecían por su casa.

-Acérquenme a la Juanita- dijo el viejo, con un hilo de voz. Juanita era la hija menor de su segundo hijo y fue una de las pocas que siempre estuvo a su lado, aún cuando el pobre viejo se encontraba sumido en los más extraños pasajes de la locura.

La niña fue colocada a centímetros de él y al ver al anciano tan demacrado, comenzó a lloriquear. El viejo acarició su blonda cabecita con su mano sarmentosa y dijo:
-Hijita, por lo fiel que fuiste conmigo, para ti serán las dos fábricas de calzado.
-¡Acaba de regresar a su demencia!- dijo el hijo mayor, con indudable malestar. Un murmullo de desaprobación se expandió por la habitación. Sólo los padres de Juanita sonreían radiantes. La madre dijo: -¡Gracias a Dios que ha recobrado la cordura en el preciso momento!

Después, Ramón hizo pasar adelante a la vieja empleada de la casa, una ancianita encorvada que no desentonaba en nada con la mortecina apariencia del anciano.
A ella le fue concedida la casa en la que laboró durante tantos años y el importe de una de las cuentas del Banco Nacional. La mujer, perpleja, sin saber a que atenerse, sólo sacó un arrugado pañuelo y se puso a llorar. Por supuesto, todos los familiares coincidieron que el anciano estaba loco de remate.

Cuando el resto de las cuentas de los bancos y la panadería fueron testadas al hijo mayor, este, el mismo que había vociferado que el anciano había regresado a su demencia, ahora exclamó: -¡Mi buen padre ha recobrado su cordura!

Nadie se quedó sin su parte del botín repartido por el decrépito anciano. Sólo una hija no quiso ser partícipe de este festín y cuando se le dijo que había sido favorecida con dos propiedades, sólo se encogió de hombros y dijo: -Si esa propiedad me la testó un anciano loco, no creo que sea merecedora de tal fortuna. Y si mi padre estaba suficientemente cuerdo al designármela, la loca sería yo al recibir algo de quien siempre me repudió.
Y ya enterrado el viejo y todos disfrutando de su herencia, aquella propiedad rechazada, fue destinada para acoger a todos los ancianos que no tienen donde caerse muertos y que imploran por una simple palabra de cariño…














Texto agregado el 23-12-2007, y leído por 232 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
28-12-2007 Qué sensacional prosa. Medida, ligera e interesante. No sobra ni una palabra. volarela
 
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