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Elena se acerca a la ventana. Mira hacia afuera y le duelen los ojos al recibir directamente el sol de la tarde. Se protege con una mano, parpadea varias veces, y después intenta sonreír. Se imagina allí, entre los automóviles y las bicicletas, caminando a un costado del camino, o quizá sobre un carro tirado por caballos. Piensa que la naturaleza ablanda a las personas. Por lo menos allí afuera parecen mejor gente que cuando acuden a visitarla. Apoya los codos sobre el marco de la ventana, respira hondamente y, por un momento, participa con auténtico deleite de la vida que la rodea.
“Ese chico que se acerca, es muy parecido a...” “¡No, no puede ser!” Cierras la ventana y lo miras desde el interior del cuarto. “¡Que no se le ocurra entrar aquí!” Ya casi está en la planta baja. No se lo ve seguir su camino. Te retiras hasta la cama confundida, temblando, y la agitación trepa por tu pecho y te cierra la garganta. Te sientas y esperas, sin saber bien qué, mientras tu respiración se aquieta poco a poco. De pronto, unos golpes muy suaves en la puerta y vuelves a estremecerte. “¿Será él?” Te quitas el vestido y lo cuelgas del marco de la ventana. La penumbra te convierte en una sombra. “¿Y si lo ignoro? No, no puedo; el patrón me echaría a la calle”. Finalmente te decides y abres la puerta.
Otra sombra, muy delgada, entra al cuarto y se confunde con la tuya. Camina lentamente. Quiere ver todo pero no se atreve a detenerse en nada. Te mira sin reconocerte. Está muy nervioso y no cesa de restregarse las manos. Alcanza a murmurar un saludo, que contestas con la voz velada. Entonces, él comienza a desvestirse junto a la silla, escondiéndose de tu mirada detrás del ancho respaldo. Pero ya no lo miras. Te quitas el resto de las ropas y lo esperas acostada en la cama. Se acerca desnudo; emana de él una pureza que te resulta extraña en este sitio. Se acuesta a tu lado y lo sientes temblar en los brazos, en las rodillas, en su boca entreabierta. Lo abrazas. Te gustaría calmarlo con otro abrazo, con otras caricias. Y comienzas a besarlo en las mejillas y en el cuello con infinita ternura. El demuestra una inesperada pasión. Lo dejas hacer. Los recuerdos se agolpan en tu mente, confundiendo la realidad. Los bordes luminosos de la ventana se diluyen insensiblemente. Hasta que, olvidando quien es quien, lo tomas en tus brazos y lo amas como nunca hubieras creído a ningún hombre poder amar.
Las lágrimas corren por tus mejillas, mezcladas con la transpiración. Acostada, celas el rostro bajo los brazos. Encubriendo otra vez la voz, le solicitas que se vista y que se vaya. Antes de irse, deja unos billetes sobre la mesita de luz. Tal vez el dinero que te pidiera ayer para ir al cinematógrafo.
Sola otra vez, te levantas y quitas el vestido de la ventana. Quieres distinguir al niño a través de la oscuridad. Alguien pasa por debajo de un farol y crees reconocerlo. Pero quien se aleja camina con pasos muy firmes y silba con pericia de adulto. Arrugas el ceño y te asomas para mirar hacia el otro extremo de la calle. Vacía, te devuelve la imagen de siempre y regresas al interior de la habitación. Entonces, comienzas a sentir un calor muy suave que trepa por tu vientre y te recorre en delicioso hormigueo. Arden tus mejillas; un imperioso deseo te baña íntegra y te abrazas, encogida y apretada contra el pecho. “Fuiste una mujer. Por primera vez en tu vida te dejaste amar y gozaste así sobre una cama”. Suspiras y luego te alejas de la ventana, dejando que la noche entre a través de ese pedazo de no-pared.
De súbito, Elena oye golpes en la puerta. Se estremece, siente escalofríos y ganas de gritar o huir. Ella se aleja hacia un rincón. Otros golpes, y después alguien que abre la puerta. En seguida, unos brazos fuertes se apoderan de sus hombros, de su cintura, de sus nalgas. La puerta se cierra y su cuerpo se abre. Como siempre. La costumbre le ayuda a soportar el abrazo que, violentamente, borra todo vestigio del anterior. La ventana sigue abierta. Elena la contempla obsesivamente por encima de esos hombros enormes, muy pesados, velludos y sudados. Es la última comunicación que le queda con el mundo. Esta es la realidad. El niño fue al cinematógrafo. El niño no estuvo nunca aquí. Soñaba.

Texto agregado el 02-04-2004, y leído por 340 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
04-04-2004 Alberto, se me ha ido la sonrisa tonta que llevaba puesta en el día, que tremendo es esto y cuanto he luchado mientras lo leía intentando que no fuera lo que comprendía, es como si me hubiera cogido por los hombros y me pusiera allí y no pudiera salir, en esa habitación. Un saludo y mi admiración Cardon
02-04-2004 Maravilloso, entras en la habitación con la primera palabra y no puedes salir de ella hasta la última y aun así lo haces con pesar... yoria
02-04-2004 me gusto, saludos Maite
 
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