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¡ Corre, Diego, corre !
o
Los Novios de Atocha

I
7:00-7:40

Había entrado por Alcalá. Aunque le venía más largo, le gustaba cruzar por el Parque. Era una fresca mañana de fin de invierno, medio encapotada. Los árboles del Retiro apenas comenzaban a gastar hojas nuevas y una bruma tenue flotaba en el Estanque por donde patrullaban majestuosos los cisnes.

Diego había salido un poco tarde y aceleró el paso para no perder el tren de cercanías de las 7:35 en la estación de Atocha. Todavía distaba de medio kilometro. El aire frío le venía picoteando la nariz y alzó la bufanda para cubrirse las aletas. En los oídos le sonaba el nuevo álbum de Norah Jones, grabado en su clave MP3 y estaba tarareando mentalmente la melodía.

Ésta le hizo remontar a la conciencia los recuerdos de la noche pasada. Es que no salía de su casa y llebava puesta la misma ropa que ayer (sonrió pensando en esta letra de otra canción, de Vincent Delerm, que tan bien se ajustaba a su situación).

Había pasado la noche con Ana.

La primera.

Ya habían hecho el amor en su casa o en la suya, amén de otros lugares más insólitos, pero nunca habían pasado juntos una noche entera.

Y bien sabía Diego que era un test importante.

Congeniar en el arrebato del deseo es una cosa. Soportarse in albis con los miasmas de la noche en los ojos, la resaca de la víspera en el paladar y un aliento de mil demonios en los labios es otro mundo.

Adrede, se había levantado el primero, para poder, después de la ducha, depositar dos besos como mariposas en los azulados párpados cerrados. Se había descorrido un poco la sábana sobre Ana y él con gusto hubiera recorrido con los labios una vez más el cuerpo abandonado y cálido, pero ya no le daba tiempo para eso.

Hoy, once de marzo, era un día importante para él.

Tenía cita para un primer empleo en la otra punta de la ciudad, allá por Leganés

De momento y como para evacuar el estrés, no quería recordar nada más que la noche anterior. Pero sólo con pensar en ello, sentía como una picazón en las ingles y un principio de turgescencia en el sexo.

Tampoco era momento ni lugar para eso.

Aspiró hondo el aire húmedo de la mañana. Iba saliendo ya del Parque por donde caminaban como él hombres y mujeres anónimos, de paso más o menos alerta, pero con rumbo firme. Unos viejecitos ya habían emprendido la cotidiana tarea de dar pan duro a las palomas. Llegó a Alfonso XII.

Miró el reloj. Iba bien. Dentro de cinco minutos, estaría en Atocha. Con el pase, le costaba dos más para acceder a los trenes. De toda forma, a estas horas llegaba un tren cada cuatro minutos y tenía la cita a las nueve y media. Pero en el de las 7:35 tenía sus costumbres.

En este tren había encontrado a Ana, un día en que ella se había retrasado y tomó el de las 35 en vez del de las 31 como solía hacerlo. Iban sentados uno en frente de otro. Algún granuja había tirado de la señal de alarma, sin duda para bajarse a lo salvaje, y del frenazo ella se había caído en los brazos de él.

A partir de aquel encontronazo, Ana había tomado el tren de las 7:35, él lo notó, se relacionaron y pasó... lo que tenía que pasar. No tenía palabras para calificar su historia.

Venía parando el tren en la vía número 2. Al desembocar en el andén, Diego se subió al coche que le cayó enfrente. Estaban las puertas cerrándose y acababa de encontrar asiento al fondo del vagón cuando una primera explosión le atronó los oídos, al mismo tiempo, una ráfaga de calor y humo blanco lo aplastó contra el respaldo del asiento. La gente con un resto de aliento estaba intentando gritar. Le cayeron encima vidrios rotos, chapas, asientos, pedazos de carne y vestidos mientras retumbaban otras dos explosiones cercanas, en dirección opuesta a la primera. Se había abierto un boquete enorme en el techo del vagón así como a los dos lados. Del vagón devastado de par en par brotaban aullidos de socorro y los supervivientes se volcaban por las ventanillas rotas, con un solo objetivo : huir del escenario de la catástrofe.

Al cabo de segundos que parecieron durar eternidades, cuando empezó a disiparse aquella nube de humo blanquecino, pudo observar que no había un cuerpo entero en diez metros a la redonda sino un amasijo de miembros arrancados, chapas y hierros torcidos, asientos hechos añicos, carnes sanguinolentas esparcidas y caras cuajadas en el horror de la visión de su muerte.

Entonces, por un prodigio del entendimiento, tuvo la clara conciencia de la simultaneidad de varios atentados ciegos y tres sílabas mortíferas le cruzaron la mente : "Al Quaeda". No por nada estudiaba Ciencias Políticas y el terrorismo islámico. Todavía tuvo fuerzas para conectar el móvil y avisar a Ana de que estaba vivo : "Ana, estoy en el tren en Atocha. Ha habido bombas. Estoy vivo, corazón". No le dio tiempo para decir más. Se le nublaron los ojos y desfalleció.


II
7:40-8:30

Ana estaba en la ducha cuando sonó el téléfono. Salía vistiéndose cuando la radio del equipo hifi venía emitiendo un boletín informativo especial : "Radio Madrid. Sobre las 7:35 de esta mañana se produjeron explosiones en varios trenes de cercanías procedentes de Alcalá de Henares, en las estaciones de Santa Eugenia, El Pozo y Atocha, con elevado número de afectados, según informan los servicios de Seguridad y el Ayuntamiento de Madrid..."

El corazón le dio un vuelco y del susto cayó sentada en el sofá, sobre el móvil. Al recuperarlo, vio que tenía un mensaje de Diego.. De este mensaje, sólo tres palabras se le grabaron en la memoria : "Estoy vivo, corazón". Y durante varios minutos, entre sollozos de alivio e hipos irrepresibles, se quedó ahí, medio lela, incapaz de moverse, temblándole todo el cuerpo.
Y de súbito, reaccionó. Cogió el bolso, el abrigo de la percha, se puso los zapatos y salió del piso disparada escaleras abajo, dejando la puerta sin cerrar. En la calle sonaban las sirenas de las ambulancias y de los coches de la policía. Se plantó delante del primer taxi que apareció en la avenida, y éste por poco la atropella.

- A Atocha, volando. - El tono no admitía discusión ni el taxista pedía explicaciones.
- Difícil me lo pone. Ha pasado algo y la gente va loca. Pero puedo intentarlo.
- Gracias. ¿ Puede poner una radio con noticias ?

El taxista se coló entre un coche policial y dos ambulancias que iban a todo correr, con las sirenas abiertas, saltándose los semáforos, dando frenazos y bandazos para sortear el tráfico ordinario.
En el camino, oyeron los primeros relatos de lo ocurrido. Tuvo Ana que bajarse al final de Alfonso XII, porque ya sólo los vehículos sanitarios y de seguridad podían acceder al recinto delimitado por cintas amarillas y negras.

Al taxista le soltó un billete de 20 euros, sin esperar la vuelta y se encontró en la acera, desorientada, flaqueándole las piernas, a punto de desmayarse. Tuvo que arrimarse algunos minutos a una barrera para recobrar aliento y orientarse.

Se abalanzó sobre el primer uniforme que vio, que era uno de la Cruz Roja, en la misma glorieta de Atocha. Y el hombre, un tío fornido con bigote, formado a este tipo de emergencias, primero la dejó liberarse de la ansiedad, tomándola entre brazos, mientras ella le soltaba el rollo, con voz entrecortada :

- ¡ Está mi novio en ese tren ! ¡ Quiero verlo ! ¡ Déjenme pasar !

Poniendo tranquila la voz, le contestó el hombre :

- ¿ Cómo sabe Vd que está en ese tren ? ¿ Cómo se llama su novio ?

Ana lo miró a los ojos, atónita, pero logró dominarse para contestar :

- Me ha llamado desde allí. Decía que era vivo. Diego Pórtoles Martín se llama.
- Vale. Sosiéguese. A los ilesos se los está agrupando en la estación para que hablen con psicólogos para evacuar el trauma ; los heridos que han podido salir solos o que han sido rescatados ya, se están evacuando a los hospitales del sector. Pero no tenemos listas todavía. Las van haciendo allá conforme los reciben, en la medida en que se pueden identificar. Le aconsejo que pase primero a ver si figura entre los ilesos y después se aproxime a los hospitales del sector. Allí,le atenderán. Aquí, en el hospital de campaña que se ha montado en las mismas vías, se cuida de los heridos de más gravedad y se está tratando de liberar a los que han quedado aprisionados entre las chapas, señorita.

Ana no podía más. Se le escapó el llanto y estuvo largo rato llorando a lágrima viva en el hombro del tío, que le venía dando palmadas comprensivas . Por fin, trató de disculparse :

- Perdóneme. Soy un estorbo.
- ¡ Qué va ! Ha hecho Vd muy bien. Ese llanto tenía que salir cuanto antes. Y para eso también estamos aquí. Ahora, haga lo que le dije y ¡ que vaya con suerte !

III
7:40-11:00

Diego no figuraba en ninguna lista, ni estaba en Atocha. Se había salvado solo, por las vías y se había saltado, sin saber cómo, la tapia más próxima. Ahora andaba sin rumbo, con la cabeza retumbándole todavía de las explosiones, hechos jirones los pantalones, ensangrentados el pelo y la cara por los vidrios rotos. Ni siquiera sabía dónde estaba.

La gente cruzaba miradas a su paso, sin atreverse ni a pararlo ni a hablarle. Él seguía caminando de prisa, sin mirar ni sobre sus pasos ni a nadie. Se internó por un Parque y empezó a respirar un poco mejor. Tuvo ganas de sentarse un momento en uno de los numerosos bancos que jalonaban su camino, pero las caras de varios viejos sentados en ellos, le dieron miedo y aceleró el paso.

Llegó cerca de un estanque, en el que nadaban unos cisnes. Todos eran blancos excepto uno de negras plumas. Le dio mal presagio y torció a la derecha. Se aproximó a una especie de enorme invernadero y en una de sus vidrieras vio que le miraba un hombre con los pantalones hechos jirones y sangre en la cara. Se apartó de ahí para meterse en un sendero que lo llevó hasta una gruta pequeña. Una cortina de agua la protegía del exterior. Las rocas más cercanas al agua rezumaban humedad, pero al fondo encontró un espacio más seco. Incluso había un pequeño banco. Por fin le invadió un sentimiento de seguridad. Menos mal que se había puesto el anorak esta mañana. Se ovilló lo mejor que pudo en el incómodo asiento, sacando la capucha para poner la cabeza, y se durmió como un plomo.

Cuando despertó, algo de sol penetraba por entre la cortina de agua de la cascadita de la gruta. Desperezó el cuerpo entumecido y primero no supo dónde diablos se encontraba. Le tiraba la piel del lado izquierdo de la cara y rasgando con una uña trajo como sangre seca ; también tenía varios desgarrones en el pantalón. Se le ocurrió que lo habrían atracado y abandonado ahí, y palpándose, comprobó que la cartera, sí la tenía, e intacta, pero el móvil, no. ¡Joder¡ ¡El e-mode nuevo que le regaló Ana para Navidad ! Se iba a poner negra.

Y entonces, lo recordó todo : su caminata por el Parque esta misma mañana, su llegada a Atocha, su subida al tren de las 7:35, la primera explosión, el ruido, el humo, la avalancha, su llamada a Ana y por fin la sensación de caer en algodones. Y luego, nada. Nada antes de levantarse de donde se hallaba tendido, en las mismas vías, entre otros cuerpos, cadáveres y heridos mezclados. No podía recordar si se había escapado solo de ese vagón o si lo habían rescatado de ahí. Le faltaba un momento de su historia. Pero después, sí, se acordaba de su huida por el Parque hasta su llegada a este lugar. Y ese momento supo dónde estaba : en la gruta del Palacio de Cristal, en el mismo Parque del Retiro por el que cruzó esta mañana.

Le dio marcha atrás a la película de los acontecimientos y esta vez se paró sola al principio de su mensaje a Ana. ¡ ANA ! Estaría con el alma en un hilo. Tenía que llamarla. Buscó el móvil, otra vez. En vano, claro. Salió a toda prisa de la gruta en dirección a la calzada más cercana. Recorriendo los alrededores con la mirada , divisó los colores de Telefónica no muy lejos. Sacó una tarjeta de teléfonos de la cartera y se abalanzó sobre la cabina. 91.680.34.95.

Al cabo de cuatro llamadas, se puso el contestador : "Hola, estás en casa de Ana, pero no estoy. Déjame tu mensaje después del bip y te llamaré en cuanto pueda, ¿vale?". ¡Leches! ¡Claro! Se habría ido a buscarle, después de su primer mensaje y ahora ¿dónde estaría? Miró el reloj de pulsera : las 7:36. Se había paralizado del choque. ¿Qué hora sería ahora?

Al primer transeúnte con quien se topó, se lo preguntó, de buenas a primeras, sin importarle la cara de reparo que a éste le provocó su desastroso aspecto. ¡Las once! Había dormido algo como tres horas, del susto mayúsculo que había conocido. Lo primero : a casa, lavarse, comer, que le había entrado un hambre canina, vestir limpio y luego salir en busca de Ana. Estaría dándoles la vuelta a los hospitales a por él, seguro.

IV
9:00-13:00

Aquel 11-M, entre las nueve y la una, visitó Ana cuantos pudo de los muchos hospitales y clínicas de Madrid entre los cuales se repartió el alud de heridos del atentado. Otras tantas veces hizo cola entre griterío, patatús e histeria. Pero no halló rastro alguno de Diego. No figuraba ningún Diego Pórtoles Martín, ni entre los heridos, ni , por el momento, entre los fallecidos. Eso decían las listas, pero necesitaba Ana que se lo dijeran de viva voz, para creérselo. Y no por eso decrecía su angustia : ¿ por Dios, dónde se había metido ? No estaba en casa, ni en la de Ana, ni había acudido a la cita que tenía en Luganés. ¿ Por Dios, dónde estaba ? Los móviles no conectaban de tanta llamada, peor que en Navidad. Por dos veces, tuvieron que darle un sedante, pues no le cabían los nervios en el cuerpo. Hasta quisieron ingresarla en el Hospital del Niño Jesús, de tan confusa como iba. Llamaron a su madre que vino a recogerla, intentó apaciguarla y la acostó en su cama de niña, abatida e inconsolable. Pero cuando oyó por la radio que el Ayuntamiento de Madrid y la Comunidad habían convocado un acto de protesta silenciosa en la Puerta del Sol para la una de la tarde, tuvo la extraña premonición de que allí estaría Diego. Enseguida se vistió como y agarró a su madre del brazo. No estaban muy lejos. Llegarían a tiempo.

V
11:00-13:30

Diego se había puesto el chandal y las zapatillas, después de la ducha y un rápido almuerzo. Con fuerzas nuevas, corre que corre, empezó a pasarles revista a los hospitales de Madrid para hallar a Ana. Mientras se aglutinaban los familiares en los servicios de urgencias en espera de noticias de los suyos, él no hacía más que recorrer con la vista sus filas y corros en busca de la silueta, la cara, los ojos de Ana. No preguntaba nada. Tampoco le preguntaban a él. ¡ Bastantes llamadas y preguntas y peticiones tenían que atender !

No tardó mucho para llegar al Hospital Infantil Universitario del Niño Jesús. Le pillaba bastante cerca de casa. La sala de espera de Urgencias estaba abarrotada. Gentes abatidas, gritos de dolor cuando se concretaba un mal presagio, risas histéricas de alivio al ver salir a un familiar con el alta, lágrimas silenciosas, pataletas. Y como única medicina : tilas.

¿Cómo saber si Ana había venido y preguntado por él? Le dio vergüenza interrogar a los ATS que ni daban abasto para atender a los heridos y sus familiares. Si él estaba vivo e ileso y Ana también, ¿qué hacía allí? En medio de tanta desgracia, de tanto dolor, de tanta tristeza. Pero una fuerza incógnita le impulsaba a seguir. Mientras no encontrase el amparo definitivo de los brazos de Ana, no se sentiría a salvo. No se lo explicaba ni quería hacerlo. Lo sabía. Y punto. Se acercaba, repartía codazos si hacía falta, lo miraba todo y sólo veía que no estaba Ana. Entonces se daba la vuelta y volvía a tomar la carrera hacia el hospital siguiente. Así pasó en poco más de una hora del Niño Jesás al Gregorio Marañón y al Princesa que eran los centros más cercanos a la catástrofe.

¡Corre, Diego, corre!

Se hartó de llamar en vano a Ana. Seguían colapsadas las líneas telefónicas. En Niño Jesús, le habían dado una lista de los lugares de acogida de los heridos. Pensó que Ana habría visitado con prioridad los que quedaban al interior de la M-30, que eran nueve. Uno le pillaba bastante lejos de los demás, era el Hospital de la Paz, allá muy arriba por la Castellana. Pero no reparó en esto. Simplemente, cogió un trote más lento, regularizando y ahondando la respiración. Cruzaba pasos peatonales, subía avenidas y paseos, daba la vuelta a glorietas, pisando asfalto, grava, arena, pavimento, césped o tierra, fijo el rumbo, regular el aliento. Ya no sentía dolor alguno.

Corre, Diego, corre!

De súbito, notó una muchedumbre inacostumbrada en las aceras, en dirección opuesta a la suya. Se le hacía difícil la carrera por tener que sortear a la gente que bajaba hacia el Centro. Distrayéndose de su meta, notó que muchos transeúntes llevaban el mismo signo distintivo : una cinta negra de luto colgada de la solapa, dibujada en la frente, las mejillas, una pancarta. Iban con prisa. Las caras eran graves. Las voces destempladas. Sonaban tacos, blasfemias, injurias. Circulaban cifras horrorosas : ¡ 192 muertos, 1400 heridos !

Se detuvo.

Aparecieron nuevas pancartas. Las había tajantes, groseras, dramáticas. Muchas apuntaban a ETA. Todas decían ¡NO AL TERRORISMO! Diego tuvo un momento de duda. Estaba casi seguro de que se equivocaban en cuanto a ETA. El modo operativo utilizado por los terroristas no correspondía al suyo. Pero parecía que el Gobierno también tiraba en esa dirección. Claro, en vísperas de elecciones,¡le interesaba más meterle mano a ETA que a las consecuencias de la intervención armada en Irak !
Crecía la oleada humana que convergía hacia la Puerta del Sol. Jóvenes sobre todo. Colegiales, estudiantes, trabajadores. Las aceras iban llenas. Como si Madrid se estuviera sublevando contra el terrorismo. Él también tenía que estar allí. Esta obligación se sobrepuso a la de encontrar a Ana por unos instantes y, de repente, supo que ella tendría una reacción idéntica a la suya y acudiría a la cita ciudadana. El resto no era más que una cuestión de suerte. Y hoy era su día, ¿no? No vaciló más. Y volvió a emprender la carrera , pero esta vez en sentido contrario, hacia la Puerta del Sol.

¡Corre, Diego, corre!

Casi era imposible llegar allí. A los donantes de sangre que habían acudido por centenas desde las primeras horas de la catástrofe y seguían esperando turno estoicamente para colmar el sentimiento de impotencia y culpabilidad que les encogía el corazón, se había unido una muchedumbre compacta, erizada de pancartas. En los balcones habían aparecido sábanas con la misma cinta de luto que llevaban muchos. El Gobierno acababa de convocar una manifestación unitaria para el día siguiente, a las siete, pero los jóvenes no quisieron, no pudieron esperar todo ese tiempo. Tenía que estallar la cólera y 45 años de atentados para muchos señalaban a un culpable evidente. ¿Cómo decirles que esta vez iban equivocados ? En todas las caras, la misma aflicción compulsiva, rabiosa o abatida, combativa o resignada, silenciosa o histérica...

Mal que bien, Diego se trepó a una farola y empezó a recorrer con la vista el mar humano de la plaza, empezando por los lindes.

Y de súbito, la vio. Una descarga de adrenalina le recorrió todos los músculos. Ahí estaba Ana, del otro lado de la plaza, apretada contra la luna del escaparate de una tienda de vestidos. Iba del brazo de una mujer, que se le parecía extrañamente. Mismo pelo, misma cara, misma estatura. Su madre, sin duda alguna. Diego se dejó caer farola abajo. No conocía a la madre de Ana. Lo suyo todavía no había franqueado esta etapa simbólica. Las dos mujeres levantaban el puño como los demás y su voz se unía al grito de dolor de Madrid en aquel once de marzo de tan dolorosa memoria. Pero, Diego ya no oía nada. Su boca repetía : "Perdón, perdón..." mientras iba su cuerpo abriéndose paso entre la muchedumbre, sin mirar a nadie, erguido el cuello, para divisar algún mechón del pelo de Ana y no perder el rumbo.

La pilló desprevenida, cayéndole contra el pecho. Y del susto por poco se desmaya ella. La vio palidecer, entornar los ojos y oyó que el latido de su corazón se suspendía. Entonces gritó :

- Ana, vida mía, aquí estoy.

Notó su oído cómo le volvía a latir el corazón, enloquecido ahora. Ana abrió los ojos y le puso los brazos alrededor del cuello, mientras le susurraba, entre besos :

- Diego, Diego, Diego, por fin.

©P.-A. G., abril de 2004. Derechos reservados.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 06-04-2004, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-10-2009 Es el ejemplo de una de las historias que terminó bien ¿no? dentro de toda las tristeza que ya conocemos más que bien, es reconfortante leer una así. Gracias MariucaTorres
 
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