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UN TIRO CERTERO.
(Cuento con final alternativo)

Abrió lentamente la tapa del estuche y, después de contemplarla, pasó la mano sobre ella, acariciándola suavemente; mientras cerraba los ojos en un extraño gesto de aparente sensualidad.
Era una Glock l7, arma de fabricación austriaca; combinación de belleza, seguridad y precisión; el negro mate del metal destacaba sobre el paño gris en el que descansaba.
El día anterior la había desmontado para limpiarla minuciosamente y lubricar, con exactitud de relojero, aquellos puntos de la maquinaria indicados por el fabricante.
Esa pistola era el orgullo de su colección de armas de fuego y con ella había ganado numerosos trofeos en concursos de tiro, lo que le había dado un notable prestigio en el club cinegético al cual pertenecía.
La levantó con un ademán preciso de conocedor; automáticamente sus dedos se amoldaron a la armazón, otra ventaja de su diseño ergonómico; sin embargo su mano, habitualmente firme, temblaba y, a pesar de su ligereza, sintió que el peso era difícil de sostener.
Bajó la mano y dejó la Glock sobre la cubierta del escritorio.
Tenía que escribir un mensaje…. era la costumbre…. explicar los motivos…. enterar a su esposa….
Al recordar a Julia, múltiples pensamientos, en desordenado tumulto, invadieron su mente.
Trató de ordenar sus ideas; quería entender por qué las cosas habían llegado hasta ese extremo. En alguna parte había escuchado que cada hombre, al final de la vida, llegaba a ser el resultado de todas sus experiencias. ¿Qué experiencias habían llevado a este punto su vida sentimental? Esbozó una débil, amarga sonrisa mientras se decía que, en su caso, había sido, tal vez, la falta de experiencias.
Nunca pensó que las cosas, entre ellos, pudieran llegar hasta ahí. Quienes los conocían calificaban su matrimonio de ejemplar; él mismo presumía, en cuanta oportunidad se presentaba, de haber encontrado a su pareja ideal.
Julia era, acostumbraba decir, la mujer perfecta para hacerlo feliz y lo aseguraba con tanto énfasis que nadie osaba ponerlo en duda.
Recordaba con absoluta precisión la forma en que la había conocido. Todo había sucedido en forma natural, como una relación tranquila, sin ningún interés, al principio, más allá de la amistad. Se acostumbraron fácilmente a su mutua compañía y, sin premeditarlo, esa amistad creció, convirtiéndose cada uno en confidente, consejero, fiscal y cómplice del otro; comentando inclusive, entre sí, las dificultades con sus respectivas parejas lo que creó una mayor intimidad que los acercaba y los hacía conocerse e interesarse, el uno en el otro, cada día más.
Por coincidencia ambos terminaron casi al mismo tiempo sus respectivos noviazgos.
En cierto momento él recapacitó en que se sentía feliz a su lado y descubrió que no podría prescindir nunca de su presencia y, sin que hubiera habido antes ni el asomo de una propuesta de noviazgo, se sorprendió diciéndole a quemarropa:
— Piensa antes de contestar porque voy a hacerte una pregunta muy importante. Si yo te pidiera que te casaras conmigo ¿Qué me contestarías?
Ella aparentó sorprenderse; bajó la vista permaneciendo unos instantes callada, como si evaluara la importancia de la pregunta, después lo miro fijamente a los ojos y le respondió con voz segura:
— Te contestaría que sí.
En ese momento parecieron comprender que toda la vida se habían estado buscando y que, al fin, se habían encontrado; que el destino de los dos estaba escrito, desde siempre, para unirlos y brotó arrolladora una pasión que los hizo cambiar su visión del mundo.
Su matrimonio fue de una total entrega; una comunión de intereses; una intención de complementarse; una actitud constante de complacerse mutuamente como si la felicidad del otro constituyera la única forma, para cada uno, de ser felices.
Nacieron después los hijos complementando una dicha que, al trascender el ámbito familiar, causaba la tácita admiración de los demás.
Era la familia perfecta.
Los hijos crecieron, tomaron cada uno su camino y, al transcurrir los años, volvieron a quedar solos, el uno junto al otro.
En cierto momento, no se percató exactamente cuándo, las manifestaciones amorosas se debilitaron convirtiéndose en rutina; rutina que propició desunión y que terminó por alejarlos.
El proceso de su distanciamiento fue lento, pero inexorable, y, sin premeditarlo, llegó el momento en el que cada uno actuaba como si se defendiera del otro.
El empezó a asumir una culpabilidad a la que no le encontraba razón.
¿Qué hice, se preguntaba, para ser tratado como un enemigo del que hay que defenderse? ¿Por qué cualquier propuesta mía, trascendente o de poca importancia, es sistemática y firmemente rechazada? ¿A qué se debe ese constante desacuerdo entre los dos? ¿Dónde quedó la felicidad de la que hacíamos ostentación?
Las simples contradicciones empezaron a subir de tono. Las reclamaciones eran constantes por lo que se hacía o por lo que se dejaba de hacer y como, de cualquier modo, había siempre motivos de queja se perdió totalmente la intención de agradar y quedaron en el olvido aquellos detalles que afirmaban la unión.
La brecha entre los dos se fue agrandando. Se acabó el respeto y el tono de sus discusiones aumentó cada vez más. La última ocasión había surgido, no recordaba en labios de cuál de los dos, la terrible e inesperada palabra: “separación”. Hubo de reconocer que, entre ellos, ya todo había terminado.
Su inquebrantable caballerosidad y la fuerza del sentimiento que aún persistía, lo impulsaron a buscar una solución que liberara a Julia de la atadura de su compromiso matrimonial y encontró una sola, dolorosamente drástica, pero eficaz para, en recuerdo de aquellos años felices, otorgarle la libertad.
Tomó una hoja de papel y, con pulso controlado para hacerlo firme, escribió el mensaje. Tenía que estar escrito antes de que ella regresara a la casa después de visitar a la menor de sus hijas.
Terminó de escribir, releyó, colocó la pluma en el soporte donde descansaba sobre el escritorio y recargó un momento la cabeza en el respaldo del sillón, manteniendo los ojos cerrados.
Al cabo de sólo unos instantes, se enderezó, tomando nuevamente el arma con su mano derecha; sus dedos, acostumbrados al uso del artefacto, se prendieron a él, amoldándose, esta vez firmemente, al colocar el índice sobre el gatillo.
Sorpresivamente detuvo su acción.
— ¡No lo hagas! — escuchó el grito de su esposa a la que vio correr hacia él, pálida, con las manos extendidas y la mirada llena de terror.
— ¡No lo hagas, por Dios! — la oyó repetir, mientras, con una fuerza inusitada, le arrebataba el arma de la mano — ¿Por qué? ¿Te parece eso justo?— siguió ella hablando con voz descompuesta y sin poder contener las lágrimas —- ¿Por qué quieres hacerlo? ¿No has pensado en mí? ¿Te das cuenta de que estas obrando cobarde y egoístamente? ¿Crees que yo merezco eso?
— ¡Estabas aquí! — exclamó él, sorprendido, desoyendo aquellos cuestionamientos —¿Cuándo llegaste?
— Hace un momento. Te ví,. desde la puerta de entrada a la estancia, cuando terminabas de escribir ese papel.
— En ese recado te decía…
— No quiero saber lo que me decías. No tienes derecho. No me interesan los motivos que imaginaste para cometer esa locura.
— Sólo quería que supieras…
— No quiero saberlo, rómpelo — y al hablar tomó la hoja de papel y la hizo pedazos — Olvídate de lo que escribiste en él y vamos a comenzar de nuevo. Vamos a revivir ese amor que una vez unió nuestras vidas. La rutina nos hizo olvidarlo, pero ese cariño está vivo entre nosotros o dímelo ¿soy para ti una carga pesada? Recuerda que me juraste un amor que decías eterno, ahora los hijos se han ido y sólo te tengo a ti. No puedes abandonarme. No puedo imaginar mi vida sin ti, estamos firmemente unidos y, no sabría qué hacer si me quedara sola. Si tú me faltaras, sentiría que estoy muerta.
— Déjame explicarte…. – intentó decir él mientras nuevas ideas acribillaban su mente
— No quiero explicaciones — sentenció ella, sacudiendo con energía la cabeza – Sé que tú me quieres aunque has olvidado las formas de manifestármelo, pero tienes que volver a encontrarlas y descubrir, además, otras nuevas. Mírame llorar, no puedes dejarme sola ¿No te dicen nada mis lágrimas? Haremos un viaje, juntos, será una segunda luna de miel, un reencuentro, un viaje de bodas en el que me harás disfrutar, como nuevo, ahora con más plenitud, ese cariño tuyo sublimado después de un momento de ofuscación Me llevarás a lugares desconocidos y empezaremos una vida nueva. Dime que sí, dime que todavía me quieres, — y, en un grito desesperado, abrazándose a él mientras seguía llorando, más que decir, exigió — ¡Dímelo!

Nota del escritor: Cuando conocí esta historia, de la que soy un simple amanuense, su desenlace me pareció que discordaba con los antecedentes atrás relatados — la vida a veces nos presenta incongruencias — por lo que se me ocurrió inventar un final distinto, en mi opinión, más acorde con los hechos y presento los dos, sin señalar cuál es uno y cuál es otro para que cada lector escoja aquel que más le agrade. Si te gustan los finales felices, salta los siguientes párrafos y continúa leyendo después de los asteriscos. Si prefieres otro tipo de final, deberás seguir leyendo lo que viene a continuación hasta llegar a los asteriscos. Uno de los dos finales es el real, tal vez aciertes en tu elección y te enteres de lo que, en verdad, sucedió.

El sonido del disparo interrumpió sus palabras. Después los hechos sucedieron con una rapidez vertiginosa.
Recoger con minuciosidad los pequeños pedazos del recado roto en donde comunicaba su viaje a la ciudad cercana con objeto de inscribirse y participar en el concurso de tiro para el que había limpiado y lubricado cuidadosamente la mejor de sus armas.
Escribir un nuevo mensaje con el clásico “No se culpe a nadie de mi muerte” y su firma.
Más tarde, al rendir su declaración, explicar con palabras entrecortadas, en un tono de voz angustioso y desgarrador
—Intenté suicidarme… ella me sorprendió… quiso arrebatarme el arma… forcejeamos… la pistola se disparó accidentalmente… no sé si podré vivir sin ella… nos amábamos tanto…
Después podría reiniciar una vida tranquila, sin problemas, llena de nuevas oportunidades.
La suerte volvería a sonreírle otra vez. Sin premeditarlo, sin imaginarlo ni buscarlo siquiera, la fortuna le otorgaba una nueva oportunidad y, para ello, empezaba por regalarle…
¡Una coartada perfecta!


* * * * *

El recado quedó hecho minúsculos pedazos.
Nunca se enteraría ella de que era un aviso de que, al día siguiente temprano, él saldría de viaje a una ciudad vecina ya que se había inscrito y participaría en un concurso de tiro para el que había escogido la mejor de sus armas, la que acababa de limpiar y lubricar cuidadosamente y que observaba en el momento en que ella llegó.
Definitivamente esa era un arma excepcional ya que, sin siquiera disparar, le había hecho ganar el mejor de los trofeos: la restauración de su matrimonio.
Ya podía olvidarse del divorcio planeado.
Esta vez, sin jalar el gatillo, había disparado, sin lugar a dudas, un tiro certero directo al corazón.

Febrero, mes del amor y la amistad.



Texto agregado el 16-02-2008, y leído por 352 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
19-02-2008 Pues bien, yo he leido los dos finales porque....la historia me atrapó, pero sobre todo su manera de escribir. No quería perderme nada. Escribes muy bien, llevas un ritmo estupendo y la narración es exquisita. La historia en si también me gustó. Encantada y felicidades. Claraluz
18-02-2008 Los finales felices... !Què bien escribes amigo! Me encanta la limpieza y orden de tu trabajo. Finales felices... el priimer final que no es tan feliz me gusta porque es original, inesperado. Me quedo con ese aun cuando lamente en su caso que sea real. Saludos. Rquel
 
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