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Se oía un gran estruendo abajo, acompañado por la famosa orquesta Sinfónica del país y los aplausos rítmicos de los invitados. – Tantas luces y lujos hacen daño a la vista. – Pensaba mientras bajaba, calculando cada paso, cada movimiento, de manera que parecía que flotaba sobre la impresionante escalera de mármol. Su mano se deslizaba, solo con la puntilla de los dedos, por el pasamano en caoba. - ¿Qué tal todos? No conozco ni un cuarto de ustedes pero ustedes si que conocen más de un cuarto de mi fortuna. – Seguía diciéndose mientras sus ojos relucientes dejaban a todos boquiabiertos, ahora que estaba en el primer escalón esperando a que su padre la presentara. – Caballeros, si me conceden un segundo. – dijo con voz de tenor el regordete señor a la orquesta, Alma casi estalla en risa el ver la mueca de alivio que hacía uno de los trompetistas, también bajo y grueso, al dejar a un lado su instrumento. – Primero que todo, he de agradeceros por honrarnos con su presencia esta noche, Dios sabe que esta casa nunca había visto tantas damas hermosas – e hizo un elegante gesto con las manos- ni tantos caballeros dignos, - a lo que todos sonrieron - He aquí… – He aquí el evidentísimo boleto a mi herencia. –repitió lentamente para sí Alma, sin dejar de sonreír. – He aquí el por qué de que viva cada día con tanta alegría y orgullo, la razón y el producto de mi esfuerzo, toda mi vida, mi debilidad, toda la fortuna del mundo sería nada sin ella – volvió la cabeza hacia ésta sonriendo, sabía que detestaba esas presentaciones, y continuó luego de llevarse un sorbo de vino a la boca - Bueno, sin más preámbulos les presento a mi queridísima hija Alma Camilly. Todos hicieron la particular y leve reverencia de lugar – Caballeros, - esta vez dirigiéndose a la orquesta- ¡que siga la fiesta! – Todos respondieron con un gran ¡Ea! y Alma Camilly dejó descansar sus mejillas que de tanto sonreír ya empezaban a dolerle. – Vamos Alma – la sorprendió su madre dándole con el abaniquillo por la espalda – Jamás se puede dejar de sonreír, nunca se sabe a quien puedes estar conquistando en este mismo instante. – ¡Ay madre! - exclamó Alma riendo, dejándola con una mirada tentativa empezó a dar un recorrido por todo el salón, no sin una leve sonrisa en el rostro, al tiempo en que saludaba a sus amistades. –Ah señora Almonte, me encanta su sonrisa falsa y la manera en que se retuercen sus facciones al darme la vuelta. Oh señor Deville, usted siempre tan vanidoso, estoy segura de que si supiera lo horrible que se siente su bigote al besar mi mano no tardaría en quitárselo de una vez por todas. Señorita Williams, que placer, siempre escudriñando los asuntos de otros, ¿será que para su quincuagésimo cumpleaños se habrá casado usted? – Pensaba todo esto mientras los saludaba hasta que al fin pudo sentarse en la amplia mesa destinada a la familia.
Por todos lados se observaba galantería, una parte de los adultos contaban chistes, otro poco hablaba de política y los otros bailaban acompañados de una incesante risa. –“¡Falsedades!” - Alma Camilly parecía estar, después de todo, disfrutándolo. Los jóvenes a su vez estaban dispersos entre los grupos de adultos. “Todos según sus intereses, no me queda más que estar de espectadora y burlarme de estas criaturas, ¡míralos! Cada movimiento que hacen está fríamente premeditado… no, no es que me guste murmurar detrás de las personas”. “Pero estás, sin duda, criticando a todos los invitados…’’ “No ha todos, a algunos los compadezco”. “¿Los compadeces?” “No todos son culpables de su ridícula actuación, también hay muchas víctimas”. “Si, víctimas, como tú”. “Si… aborrezco esta vida, míralos, son marionetas, actores de sus propias vidas, es como si habitaran en una constante obra teatral que no termina sino cuando cierran las puertas de sus alcobas, obligados a escoger un papel en esta ficticia realidad… ¡Ay míseras almas! ¡Ay pobre de mí! Me burlo pero en el fondo no soy más que ellos”. “Tu no lo escogiste así…” “Lo sé… pero qué es esto, hablándome en segunda persona, era lo único que me faltaba…” Sonrió levemente y quedó un rato pensativa. “Claro, siempre es más fácil vivir la vida de otros…”.
Estaba perdida en sus pensamientos hasta que escuchó su nombre resonar como un eco en puro silencio. –Vamos princesa, solo una pieza para nosotros. El ruido que caracterizaba a la fiesta había cesado y el señor Marcelo estaba parado en medio de una gran cantidad de espectadores, todos la observaban y ella, como siempre, accedió a la propuesta con una hermosa sonrisa.
El piano estaba dispuesto en el ala izquierda del escenario, era uno de esos pianos Bechstein donde cualquiera que pose con el se ve elegante pero pierde totalmente el foco de atención. Sin embargo, el instrumento no podía estar más celoso de su artista en ese momento pues todas las miradas estaban puestas en esa muchacha, que si bien no era de una belleza extrema su elegancia y armonía la llevaban muy cerca de serlo. A medida que tocaba su mente y su espíritu dejaban el salón mientras los invitados eran envueltos en niebla, estaban ella y su melodía en aquel espacio, solos. Sus manos se deslizaban por la teclas suavemente, como acariciándolas, y su rostro adquiría expresiones según la intensidad de la pieza. Era una melodía esencialmente triste, basada en una mente desesperada y al borde del suicidio por un amor no correspondido, al culminar irrumpieron los aplausos y Alma se vio obligada a regresar a la fiesta. Hizo una reverencia en el escenario y luego se disponía a regresar a su asiento, donde su madre y la tía Polly no habían parado de hablar sobre los pro y los contra de la nueva gama de vestidos sin corsé que se estaba popularizando. “No, mejor no.” Se dijo a si misma y sigilosamente se fue encaminando a la puerta que daba salida del salón hacia un corredor anticuado. Entre sonrisas y agradecimientos pudo llegar hasta ésta, salió rápidamente y dando un suspiro cerró toda fiesta e invitados tras si. No llevaba mucho caminando cuando oyó pasos presurosos a su espalda.
– ¡Señorita Alma! Señorita no sé si se acuerda de mí…
“OH no, ¡por Dios del cielo!” Pensaba ella dando pasos todavía más apresurados.
– Luis Manuel Grant, ¿recuerda? – Alma entornó los ojos y se dio la vuelta decidida a terminar rápidamente esta conversación.
– Como olvidarlo, es un placer…
- Pero si el placer es todo mío. - La interrumpió aquél, llenándole de besos las manos.- Hace mucho tiempo que tenía deseos de platicarle.
- Me temo que voy con bastante prisa, tal vez otro día...
– Pero ¿que es tan urgente que no puede aplazarse por una platica de amor?
“Lo sabía, lo sabía ¡hombres! Por Dios del cielo.” - dijo para si.- Señor Grant, creo que ya de esto hemos tenido bastante, así que con el debido respeto, me marcho. Seguía su caminata apresurada cuando el mismo saltó por su lado impidiéndole continuar.
–Pero Alma, ¿qué no comprende mi angustia? Si estoy sin usted me muero, si estoy con usted me mata pero sólo dejaré de amarle…
“¡Vergüenza! Este hombre no se tiene amor propio” - Basta, basta ya, no quiero oír más.
– Mire que si es usted extraña, no hay mujer alguna que se resista a palabras tan bellas.
– No estoy de acuerdo con el romanticismo, ¡palabras tontas!
- ¿Por qué no mejor me acompaña a la fiesta? Hace bella noche…
- ¡Ya! No más, se lo ruego, permítame seguir que temo decir algo de lo que después otros se arrepientan.
- ¡Ay Alma! Que cruel es usted conmigo.
– Vamos Luis Manuel deja en paz a la dama, tu padre te anda buscando - Dijo otra voz. La melosa expresión del joven Grant cambió con esta interrupción, sin punto intermedio, a una expresión fija y dura de espasmo
– Gustavo, ¡siempre tan oportuno primo! ¿Qué no ves que estoy ocupado?
– Pues eso no me lo digas a mi, anda que es un asunto importante, ya sabes, los negocios. Luis Manuel se quedó un instante mirando fijamente al intruso, luego hizo una leve reverencia a Alma y se dispuso a entrar en el salón.
– Ya primo, sin rencores, será otro día.- dijo el extraño, y sonriendo le dio a Luis Manuel dos palmaditas en la espalda.
– Bah Gustavo que contigo siempre es lo mismo.- respondió Luis Manuel cerrando tras si la puerta.
– Disculpe, mi primo tiende a ser un poco abrumador. – Dijo el joven, haciendo un gesto imitándolo. – Debo decir que me tiene impresionado, nadie toca Chopin como usted.
– Ah… sería este un buen cumplido si la pieza que acabo de tocar no fuera de Johannes Brahms.
– Cuarteto en C menor op. 60, lo sé, magnífica, pero me refería a Nocturno en do# menor, últimamente paso por aquí cada mañana y pocas veces transcurre más de un día para que vuelva a sonar tan bella pieza, por lo que he visto hoy juzgo que es usted la artista.
– Está en lo cierto, es una de mis favoritas. Contestó Alma, ligeramente impresionada por la respuesta del caballero. Siguió entonces un corto silencio que tal vez en otra ocasión hubiese resultado incómodo, pero Alma tenía su mente ocupada en tantas cosas que a penas lo percibió.
– Tiene usted una linda sonrisa. Es raro que no nos hayamos visto con anterioridad… Disculpe el no haberme presentado, Gustavo Adolfo Benavente – dijo besándole suavemente la mano. Se oyeron otros pasos minúsculos pero igual de prestos que aquellos que antes amenazaban con obstruirle el paso a Alma. Apareció entonces una doncella de cabellos excesivamente rubios, los cuales contrastaban con unas pestañas aun más amarillentas y unos ojos chocolate.
– Señorita, su madre la anda buscando por todos lados... – dijo jadeante la joven - ¡Oh disculpe!
Alma la miró compasivamente, sabía lo obstinada que debía estar su madre en aquel instante pero no podía reprimir cierta repugnancia hacia la fiesta.
- Anda y dile que tengo un fuerte dolor de cabeza y estoy descansando en mi cuarto. Indicó sin importarle la presencia de aquel extraño.
– Pero señorita...
– Ve y haz lo que te dije, si es tan importante que suba ella misma a buscarme.
– Está bien... – contestó sumisa la empleada, saliendo con disimulada rapidez.
– Bueno pues yo no le quito más tiempo, y como tiene usted una jaqueca tan grande de la que tal vez yo sepa su causa, lo mejor es que suba cuanto antes.- dijo Gustavo con tal complicidad que a Alma no le quedo más remedio que volver a sonreírle.
– Muchas gracias señor.
– Encantado señorita, hasta otra.
Ya en su habitación desabrochó su corsé y se quitó los zapatos desplomándose en aquella cama fría e inmensamente grande. Entre los miles de pensamientos que rondaban su cabeza distinguió a los lejos un –Nada mal, no esta nada mal.-, al arrullarse cayó en un profundo sueño al instante.
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Estaba de nuevo en el centro del salón pero esta vez no podía moverse por tantas personas. Una risa ensordecedora le llenaba los oídos y sentía un enorme deseo por salir, por respirar aire. Caminaba pero la multitud volvía a ponerla en el mismo lugar. A lo lejos distinguió a una joven coronada de flores que parecía disfrutar ansiosamente de la música y los bailes. Solo ella la miraba directamente saltando y escurriéndose divinamente entre los invitados. Sentía nauseas y todo comenzaba a dar rápidas vueltas a su alrededor, las caras y sus risas infames. Mientras todos se embriagaban ella sufría las consecuencias del alcohol. Desesperada volteó la cabeza en busca de ayuda y se topó frente a frente a la joven que antes había distinguido, tan cerca que sus narices casi se topaban. Miró a su alrededor pero ya no había nada, estaba afuera en el campo y una profunda oscuridad las rodeaba. Al volver la vista hacia la joven se dio cuenta de que era sumamente hermosa y de una blancura luminosa, una Náyade. Las mariposas se posaban en ella mientras la conducía hacia lo que parecía un estanque, allí le dio un tibio beso en la frente (al despegarse sus labios sintió como si se le llevara el alma) y le señaló a lo lejos una embarcación. Mientras se iba acercando se percató de que para su deleite era una nave mapache y que atracaba en la orilla del arrollo. Justo al poner en ella el primer pie le nubló la vista una luz cegadora.
– Eres una niña sumamente irrespetuosa, mira que dejar la fiesta no bien acabada de empezar. Su madre había corrido las cortinas y ahora entre sacaba vestidos del armario.
- Madre ¿podrías dejar eso? ¿Qué edad te crees que tengo?
– Por lo visto no la suficiente como para actuar con peso. ¡Si todavía estás con el vestido puesto!
- Tú lo dijiste: siempre hay que estar hermosa. Se levantó entonces de la cama y le dio un beso en la mejilla a su madre al tiempo en que entraba una criada a la habitación.
– Buenos días señora, señorita.
– Buenos días Nina, siempre un socorro oportuno, ya ves madre puedes irte Nina me ayudará con el vestido. A la señora Helena no pareció satisfacerle esta insinuación y optó por dar los primeros toques a la vestimenta.
Estaban las tres delante del espejo, madre y criada afanando con el vestuario. A pesar de los tirones y jalones Alma permanecía tan plácida como siempre. “Sólo un poco más, vamos, sólo un poco más para que se revienten mis costillas y acabemos con este teatro.” Pensaba.
– Listo – dijo la madre tras poner el corsé - Nina me gustaría que se pusiera aquel azul claro que pega tan bien con sus ojos, hoy tenemos visitas importantes.
Salió la madre de la habitación y la criada se dispuso a ponerle el vestido. Nina era una muchacha sencilla de cabellos rizos y presencia humilde que llevaba muchos años trabajando allí. Le llevaba escasos años a Alma y debido a que habían crecido juntas se tenían mucha confianza y aprecio.
– De verdad que este le queda bien, se ve preciosa. Decía mientras le daba los últimos arreglos. Alma tenía la vista fija en el espejo, era una muchacha delgada, la piel tersa y blanca, no muy alta y de largos cabellos castaños y ondulados. Sus ojos eran de un azul tierno, su figura esbelta y delicada. Alma no veía su reflejo, estaba bien lejos de aquella habitación.
– La señorita está muy pensativa esta mañana, ¿no tendrá eso algo que ver con el joven de anoche?
– Pero que cosas dices Nina, Clara debió correr a contarte.
– En verdad estaba esperando a que usted misma me lo contara pero ya ve...
– Ay Nina, pero si no es nada importante.
– El señor Gustavo es muy apuesto...alto, fino, bonitos cabellos castaños y una sonrisa encantadora…
– Hablas como si fuera el hombre de tus sueños. No se puede negar, es muy apuesto, pero aquello jamás pasaría de una conversación.
– Es un buen partido…
– Bueno, ¿Y que me dices de aquel muchacho que tanto te cortejaba? ¿Cuál era su nombre?
– ¿Rodolfo? Bah si a mi nada más me gustan mientras no los tengo, después son poco interesantes. Hablaba Nina con la boca llena de alfileres y una expresión de verdadera concentración y empeño. Le dio la vuelta arreglando uno que otro detalle hasta que al fin pareció estar satisfecha. - Ya está, lista.
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Los días en aquella mansión parecían no alterarse con el pasar del tiempo. Sólo uno que otro invitado solía romper con el hábito cotidiano y raras veces transcurrían más de dos semanas sin que alguna fiesta ocupara la agenda de la familia. Las reuniones sociales, casi a diario, eran más que una costumbre y a menudo se veía correr por los pasillos a la servidumbre cargada de nuevas cortinas y tapizados destinados al halago de un invitado especial. Las comidas, deliciosos manjares preparados por Silda, raramente eran sólo entre familiares, Alma lo agradecía ya que la mayoría de las veces visitaban la casa señores mayores que solo consideraban prudente dirigirle la palabra a sus padres o a la anciana tía Polly, de modo que sus pensamientos no se veían brutalmente interrumpidos por preguntas exteriores que no tenían la más mínima importancia. Esas pláticas en la sala luego del almuerzo eran sumamente abrumadoras pues tenía que permanecer, tal vez más de dos horas, fingiendo escuchar lo que llamaba “Un tonto cuchicheo de mujeres sin oficio”. Mientras tanto los hombres iban al estudio donde pasaban largas horas charlando sobre política, negocios y otros asuntos. A pesar de esto Alma tenía su propia rutina. Se levantaba temprano y platicaba con Nina, lo que una parte de su mente consideraba como un ejercicio para la voz pues pocas veces le gustaba usarla salvo cuando era necesario, como era el caso de las fiestas. Luego del desayuno se dirigía al salón donde pasaba un buen rato tocando piano, el resto del día le hacía compañía a su madre junto a la tía Polly y amistades. Era en estos momentos cuando una incesante lluvia de pensamientos refrescaba su mente y se le oía decir más de una vez que querría tener una biblioteca para almacenarlos bien y así no correr el riesgo de que alguno de ellos pasara con tanta prisa que quedara en el olvido sin antes haberlo analizado propiamente.
Alma estaba extraña esos últimos días, por alguna razón había prolongado aún más sus prácticas de piano. Fuera de la víspera de alguna fiesta su espíritu no era tan rebelde, pero el sólo hecho de pensar que tendría que pasar horas extras fingiendo estar entretenida la abrumaba y por pequeñas cosas se exasperaba. Le daba gran importancia a los sueños y tenía la certeza de que siempre avisaban el porvenir. Al pensar que se había borrado de su mente el último que tuviera la hizo estremecerse; tenía la convicción de que algo importante se le escapaba de las manos.
Si existía otra cosa que le gustara más que tocar y pensar era estar largos ratos en la colina que majestuosamente coronaba la mansión y desde la cual podía observarse un caudaloso río abrirse paso entre las entrañas de la tierra. Desde niña le llamaba a aquel lugar Avalon, sin saber porqué se imaginaba que había escuchado esa palabra cuando pequeña y la encontró encantadora. Surcaba el camino por el bosque hasta llegar al espacio que se tenía reservado. Allí los pájaros y el río tocaban para ella y el viento llevaba sobre sí sus pensamientos, este lugar le daba la paz que en su cama no encontraba y estar allí apagaría los reclamos que a veces le hacía.
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El sol se extendía a lo alto del cielo, ardiente y queriendo cubrirlo todo. El camino a la estancia, si bien un poco angosto, estaba fielmente protegido por la sombra de los árboles que, guardianes al fin, arqueaban sus puntas de alfil y cubrían todo el sendero. Algunos rayos de luz alcanzaban a deslizarse entre las hojas, cayendo sutilmente sobre la tierra aplastada y fresca. Este camino era todo un espectáculo en los tiempos de aquella familia, el recuerdo de las ramas acariciando los carruajes, el viento colándose con gran destreza por las ventanas. Ahora, como algún día lo predijera Alma, los árboles enmarañados y grises han renunciado a su tarea y ya el viento no sopla con la misma libertad que antes.
Se tomaban sólo unos minutos en llegar desde la puerta de entrada hasta la gran mansión, minutos que varias veces a Alma le fueron muy preciados. Crecía entonces la residencia a medida que se avanzaba hasta mostrarse en todo su esplendor, poderosa y potente en aquellos tiempos de antaño. Ya en la entrada el camino se arqueaba en una rotonda hasta tomar su curso natal. La mansión era realmente hermosa, construida en un estilo único que mezclaba las casas sevillanas con la arquitectura italiana, tenía bien ganado el título de la casa más bella del pueblo.
Aquella mañana Alma despertó con uno de esos presentimientos que no tienen porqué ni razón, sólo están ahí en el pecho. Alguna cosa le avisaba que ese día ocurriría un cambio, y a juzgar por la felicidad que la embargó desde el momento en que Nina entró hablando entre rizos y haciendo expresivos gestos con las manos, tendría que ser una grata sorpresa. Tejió sobre su cabellera una trenza de hebras de seda y con una sonrisa que sobrepasaba la habitual bajó a toda prisa los escalones sin cuidarse del estilo.
Al verla bajar entre saltos y caminar con tanta soltura y empalago, el comentario de la señora Helena quedó ahogado por un beso y al final sólo le salió un suspiro. – Hoy no madre, la felicidad hoy no se pospone.
Entró en la cocina donde dos criadas estaban en plena guerra con un par de gansos que se rehusaban a ser el estofado del día. Una de ellas, de apariencia torpe y delgada en extremo, descuidó el ataque al ver a la señorita aparecerse de improvisto, el ganso que ya agarraba por el pescuezo, y que al parecer contaba con más intelecto que la doncella, no lo pensó dos veces y le pegó tremendo mordisco dejándola atontada y prosiguiendo de inmediato a la retirada. Alma salió por la misma puerta que el ganso pero el ave dio un giro de ciento ochenta grados a la izquierda mientras ella optaba por la derecha.
Comenzó a correr, a correr, a correr hasta que las mejillas se les pusieron como fresas y le faltó el aliento. Sabía que en algún sueño de su infancia había corrido tras algo, que nunca alcanzó ni que tampoco ahora recordaba, pero que había anhelado tanto que al despertar el día siguiente deseó como nunca haber seguido dormida y pasó más de tres días triste, silenciosa y mirando al cielo esperando a ese algo.
Entró de nuevo a la casa traspasando la misma puerta de madera vieja por la que antes había salido, y esta vez se encontró con la vieja Silda despellejando a uno de los gansos y rodeada de plumas que a los ojos de la muchacha gritaban agonía, derrota y abatida entrega. Silda era una negra fuerte, de piel de goma, brazos y piernas amasadas pero rígidos. Su padre la había traído consigo desde el Brasil, lugar donde antes habitara. A pesar de haber vivido tantos años en aquella tierra de habla española no había logrado apagar el cántico de su lenguaje natal, cosa que a Alma le encantaba. No es difícil comprender que, teniendo un patrón cuyo hablar seguía teniendo el tono característico de los italianos, la pobre Silda se viera inmersa en una confusión de acentos que no le impedían mostrarse siempre segura de lo que dijera. A Alma le conmovía ese espíritu de negra incansable que ahora se mostraba ante ella con las mangas de la blusa arremangadas hasta los codos y el sudor corriéndole por la espalda.
– Niña milha, ¿pero qué tienes? – se apresuró a preguntar con el entrecejo fruncido al ver a su niña tan roja y acalorada.
- Andaba haciendo de las mías por ahí – le respondió Camilly dándole un beso en las regordetas mejillas. La negra se apaciguó, amaba a esa niña como si fuera suya propia y esas muestras de cariño que Alma siempre procuraba mostrarle la enternecían. Ya no se acordaba de aquel niño que hace años vendiera en el puerto de Sâo Sebastiao, ni de los gritos que profería la criatura al abandonarla su madre. Desde el mismo momento en que Alma inició el llanto de su existencia a Silda se le dispararon los nervios y los ojos blancos dilatados le brincaban del cuerpo. Acogió a la niña de primera entre sus brazos y desde entonces su alma quedó prendida de Alma.
Alma se encontraba ahora en el salón, sentada en una coqueta butaca de caoba tallada que estaba frente a la chimenea. No apoyaba la espalda en el espaldar y tenía una expresión pensativa. Comenzó a mover el pie derecho fuera y dentro de la alfombra persa de tenues colores y a pasar la vista por el salón. Hacía esto siempre que estaba inquieta, sabía que pasaría algo y no se sentía capaz de esperar mucho tiempo. Desde hacía meses no salía de aquella casa y las fastidiosas fiestas. Los muebles españoles post coloniales traídos exclusivamente del Río de la Plata, los marfiles europeos y orientales, las porcelanas y cerámicas ya las había repasado tantas veces que el salón se le aparecía grabado en su mente como una fotografía con todo y sus etiquetas de made in China, made in Spain etc.
Vio a Celia pasar apresurada con sábanas y mantas por el pasillo, tropezándose y estando al punto de caerse. Oyó luego la voz estridente de la señorita Soledad:
- Pero que torpe eres muchacha, apresúrate que ya debe estar por llegar.
“De manera que es eso, se espera alguna visita” pensó Alma.
- Que disgusto se llevaría la señora Helena si esa habitación no está arreglada hasta el mínimo detalle cuando venga - repitió Soledad.
“Ya, entonces debe de ser alguien importante” dijo para si Alma.
Esta nueva noticia la inquietaba más aun, la idea de que alguien viniese no le era del todo atractiva. Sólo pensar que fuese alguien que fastidiara tanto como el señor Dickens, quién había pasado dos meses en esta casa, dos meses aborrecibles ya que el señor tenía la grosera costumbre de sonarse la garganta a su antojo y repetitivamente. Hablaba siempre de más con su español ridículo y le parecía tener acceso a todas las conversaciones donde juzgaba terminante su punto de vista. Se había auto asignado la tarea de aconsejar a la muchacha y sólo el recuerdo de sus ojos graves que la miraban por debajo de los anteojos minúsculos y redondos al hablar le repugnaban. No, definitivamente la visita de alguien no era la noticia especial que esperaba. Por otra parte sus presentimientos raramente resultaban errados así que se conformó con la idea de que al menos otro acontecimiento agradable debía de suceder.
En ese instante se oyó el trotar de caballos por el sendero de la entrada. Alma se dirigió a la ventana deslizando la cortina de terciopelo carmesí para observar al nuevo visitante. Los caballos meneaban las cabezas de lado a lado, como indicándole que sus recientes reflexiones eran equivocadas. Al parar de súbito sacudieron orgullosos las crines y el cochero bajó a prisa para abrir la puertezuela de manubrio plateado. Alma contuvo involuntariamente la respiración. Observó como una pequeña mano de guantes negros se apoyaba en aquellas un tanto rudas del cochero. Este tenía la vista embelezada en el interior del coche, luego la apartó como asustado, estrellándola en el suelo sin atreverse a subirla de nuevo. Las alas negras de un elegante sombrero adornado de cintas de terciopelo del mismo color se hacían visibles. Una figura se apeó del coche con soltura, Alma observaba que también iba vestida de negro. La mujer le hizo señas al joven portero para que apease el equipaje, sin reparar en el estado de anonadamiento en que este se encontraba. Se arregló un poco la larga cabellera castaña y lisa. Echó una mirada a la casa con expresión altiva y por fin se decidió a quitarse la mantilla. Los ojos de Alma se iluminaron de alegría y un par de lágrimas amenazaron con hacerse rodar por sus mejillas. Claro que tenía razón de estar contenta, cómo no lo había pensado. Se sintió culpable por sus reflexiones fatalistas “Nunca más, nunca más” se decía avergonzada de si misma y caminando emocionada hasta la puerta. “No se lo perdono a papá, ¿cómo no avisarme que venía?”.
Ya en la entrada se encontró con aquel rostro fresco de facciones finas y ojos café claro. La joven tampoco pudo reprimir el llanto y se lanzó a los brazos de Alma.
- ¡Ay prima, cuánta falta me hacías! – exclamó entre sollozos la muchacha.
Alma le llenó el rostro de besos acariciándole la fina cabellera.
- Que impertinente eres – dijo sonriéndole con los ojos aguados – Mira que no tener el tacto suficiente para avisarme que venías.
- Todo fue de improviso, sólo me dio tiempo de empacar algunas cosas – respondió la otra, queriendo disculparse.
- Bueno, ya – dijo Alma secándole las mejillas a su prima y apretándole las manos – ¡Qué feliz me siento de que hayas venido!
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Caterina Mazzini Vasari nació en Bolonia, la capital de la provincia de Emilia Romaña en Italia. La ciudad de los romanos, la ciudad del agua, la ciudad fortaleza como le dirían sus paisanos, con su estilo lombardo-gótico y sus cuarenta kilómetros de pórticos que escoltan a todas horas las calles. También conocida como la Ciudad de las Torres, construidas como signo de prepotencia y elemento defensivo en los tiempos guerreros, siendo además su elemento fundamental la Università di Bologna, el centro de enseñanza superior más antiguo de toda Europa. En esta lujosa y antigua ciudad vivió Caterina hasta la edad de siete años. Su padre, Antonio Mazzini, era un célebre comerciante; su madre, la hermosa Magdalena Vasari, una joven de clase media a la que todos los hombres de todas las clases deseaban con locura.
A pesar de estar contento con su mujer con el paso del tiempo sintió Antonio la necesidad de conocer otros placeres, sin saber por qué, le reprochaba a su mujer ser tan hermosa. No buscaba estos placeres en otras mujeres, ninguna para él hubiese valido la pena, era como si acostumbrado a comer manjares de repente le diera por comerse las piedras que sabría que luego le iban a sentar mal. Y precisamente el anhelo de algo nuevo se le incrementó cuando aquel año supo que de su fortuna sólo le quedaba la mitad y la mitad de este resto era para pagar deudas. Es así entonces que, previendo la salida más corta a su necesidad y sin decir nada a su mujer, optó por jugar el dinero, primero poco a poco y luego a montones hasta darse cuenta de que ya no le quedaba nada. Ya no sólo la presencia de Magdalena le incomodaba, sino también sus palabras “Sí Antonio, mira lo que le pasó al dottore Vellini, siempre lo he dicho, los caminos cortos a la larga vienen siendo los más largos” y al incomodarse para con ella se irritaba con el mismo también. “Es un alma de Dios” se decía Antonio mientras la miraba cuidar con tanto esmero a su hija y atenderle a él, que era un mezquino, con tanta amabilidad y cariño. “Si supiera la verdad… imposible, me las arreglaré como pueda, no puede enterarse… se iría con otro”. No pasó mucho tiempo para que Magdalena di Mazzini se enterara.
- Signora, busco a Antonio Mazzini.
- Un momento per favore. – respondió Magdalena, acostumbrada a ver a los mercaderes entrar y salir de su casa a toda hora.
Pero no le dio tiempo a nada más, en este mismo instante Antonio, que bajaba por las escaleras, observó la expresión fría de aquel señor y trató de subir corriendo de nuevo; una sola bala se lo impidió, (debía ser una sola porque aquel matón tenía cita con 6 personas después de él) le traspasó el pecho y este calló tendido con los ojos abiertos mirando a Caterina cuyo vestidito blanco de arandelas había quedado manchado de sangre. La madre, viendo la expresión de espanto de la niña, se volvió hacia el asesino y cogiendo el cañón de la pistola se lo puso en el pecho.
- ¡Osate ucciderli se siete un uomo! – le gritó con lágrimas en los ojos.
- Contra usted no tengo nada, signora. – respondió secamente el hombre. Pero Magdalena se las había arreglado para jalar el gatillo y ahí mismo calló, a diferencia de su marido tenía los ojos cerrados.
El hombre se puso su sombrero de fieltro y murmuró al salir “Que ridículo se torna este trabajo” Esto era un método que optaba para disimular su culpa, para decirse a si mismo que no le importaba “Una persona más, una persona menos, que más da”. Pero la mirada de aquella niña, esa imagen de inocencia interrumpida, sería el único de todos sus crímenes que persistiera en su cabeza. La pequeña Caterina se le selló en la mente, parada en el descanso de la escalera con la voz muda e inmóvil.
La señora di Mazzini murió con los ojos cerrados, no tenía nada que decir, estaba conforme; en cambio el padre de Caterina, el señor Mazzini, murió con los ojos espantados como si al último momento hubiese querido desesperadamente confesarse. La imagen de esos ojos quedaría indeleble en la memoria de la niña, tal como la sangre en el vestidito con el que la hallara el señor Vivaldi dos horas más tarde, parada todavía en la escalera.
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A Caterina pues la mandaron a vivir con su tío Genaro Mazzini, el padre de Alma, en aquel país tropical del que nada había oído hablar antes. Se le vio por primera vez parada en el puerto con una pequeña maletita de cuero entre las manos y ataviada de igual forma que ahora: vestidito y sombrero de alas negro del cual salía una fina trenza de cabellos castaño claro. Tenía entonces la cara redonda y una expresión fija de no estar en este mundo. Se temía que la impresión de la muerte de sus padres la hubiese dejado muda.
- La señorita Caterina será una mujer muy hermosa.- decía la señora Helena para agradarle mientras la niña le devolvía una mirada que Helena interpretaba como de “Usted no podrá con eso devolverme a mis padres”.
- Me han dicho que habla usted francés, italiano y español a la perfección. “Eso no recompensa la pérdida de mis padres”.
– Y además le gusta tocar el piano y canta excelente. “¿Podrán oírme mis padres?”
– Que bueno saber que le gusta salir de paseo y recoger conchas en la playa. “Ya cállese, ¿o es que tal vez cree poder hacerme olvidar la horrible muerte de mis padres?”.
Pero en realidad la niña no escucha a su tía. Sí la miraba, pero todo lo que tenía en la mente era “Dios mío, esos ojos de mi padre”.
Al llegar a la mansión de los Mazzini todos tenían la firme convicción de que la niña pasaría mucho tiempo sin hablar, y decidieron respetarla ya que ni ellos mismos sabrían tomar una resolución ante aquella situación que enfrentaba. Alma estaba en la puerta esperándolos, con un vestidito azul marino y agarrando firmemente la mano de Silda. No sabía con exactitud lo que estaba pasando pero su corazón le advertía, sólo por las lágrimas que había visto derramar a su padre, que algo triste estaba pasando.
Caterina se apeó del coche, aunque no con la misma soltura con que lo hacía ahora, y sólo vio el rostro de su prima al subir los escalones de la entrada. Allí estaban esos ojos de un azul tierno, esos ojitos que emanaban un aire de reposo y serenidad. Alma le pasó su pequeña manita por el rostro sonriendo de forma compasiva. Caterina, sin quitar la vista de sus ojos, sonrió levemente. Se tomaron de las manitas y en los siguientes ocho meses vivieron inseparables.
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Los padres de Alma se complacían al ver como las dos pequeñas pasaban el día tal periquitos en plena estación primaveral. Muchos consideraban a Caterina una bambina encantadora. - Hasta se podría decir que es más feliz ahora - expresó la signora Vechio, madrina de Caterina, opinión que fue gravemente censurada, en pleno banquete social, con un largo silencio. La señorita María Alegra, devota religiosa, se apresuró a santiguarse y Estela, hermana menor de Helena y cuya fama de poco tacto era conocida por todos, la reprimió con una mirada severa “Eso lo dice usted por ser una viuda endurecida que cree entenderlo todo por la pérdida de su marido, que tremenda estupidez, ridícula”. Genaro Mazzini, que conocía a fondo la debilidad de su cuñada, se apresuró a entablar conversación y evitar que Estela expresara sus ideas, librando así a su mujer de semejante escándalo. Se sentía molesto por la opinión de la signora Vechio, más por los recuerdos que ésta les señalaba que por otra cosa, por lo demás le agradaba contar con visitas del exterior y era sincero al sentir cierto cariño por aquella italiana. No se sentía capaz de calificarla, como estaba seguro de que todas las mujeres presentes lo hacían, era de la opinión de que nadie podría jamás juzgar las penas de otros. Volvió la mirada hasta la signora Vechio quién a su vez le suplicaba con los ojos una vergonzosa disculpa; él le devolvió un gesto amable. Estaba de acuerdo con que había dicho tremendo disparate pero no la censuraría por eso.
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A los ocho años Caterina fue enviada al convento de Las Hermanas de la Caridad para recibir su educación. La señora Helena se sentía incapaz de instruir a ambas, Alma y Caterina, pero se mostraba firme en que su sobrina recibiera una educación de primera. Muchas de las señoritas de la alta sociedad habían estudiado allí y el convento gozaba de una reputación excelente. Sin embargo tenía demasiado apego a Alma como para internarla allí, sólo con pensarlo el convento se le aparecía como un lugar siniestro y oscuro. Por otra parte, y se avergonzaba al tener tales ideas, la atención y los gastos de Caterina disminuirían viéndose además libre de las preocupaciones que el crecimiento y la edad de la muchacha se encargarían de traerles.
Alma, que entonces contaba con 6 años, no derramó una sola lágrima al despedirse de su querida prima. Tampoco Caterina. Los ojos les brillaban de forma peculiar, con mucha complicidad. Se despidieron llenándose las caritas de besos y continuaron su amistad a través de cartas que primero eran brevísimas y de caligrafía insegura; luego de trazos hermosos y extensas líneas.
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Caterina seguía visitando a sus tíos en el verano. Genaro Mazzini sentía el alma henchírsele más con cada año, inclinando cada vez más la cabeza al cielo y sonriendo. “Sin duda debes estar orgulloso fratello mio” decía con su acento italiano. La satisfacción no podría ser mayor, aunque no superaba aquella que sentía por su Alma. A los 16 años Caterina Mazzini Vasari alcanzó una belleza que alarmaba a las otras jóvenes de aquella melindrosa sociedad. Alta, de cabellos castaño lacio recogidos en un sencillo peinado y sombrero elegante de alas blancas; ataviada por completo de blanco, el vestido ceñido a la cintura que le permitía mostrar su esbelta figura conjunto a aquella expresión altiva dio mucho de que hablar aquel Domingo de Ramos.
Pocos meses después de la Pascua conoció en una de tantas fiestas a Giuseppe Galeano. Un joven de 25 años, alto y apuesto pero sobre todo muy acaudalado. “Un futuro magnate de la sociedad italiana” decía la signora Vechio con expresión de exquisitez, tal como si estuviese hablando de algún manjar o plato. Como madrina de la niña que era, y tras ausentarse desde aquel día en que todos le dirigieran una mirada de fastidio, sentía el deber (y por qué no, el derecho también) de casar a su ahijada con un hombre potentado. Claro que esto daría bastante de que hablar y mucho mejor si se incluía un “Y todo gracias a María Vechio, que divina”.
Giuseppe Galeano no hizo más que verla para enamorarse de ella, cosa que contrariaba a Caterina. Para él se le presentaba como una deidad, cansado de la moda impuesta por las venecianas del gusto por el pelo rojo que tubo la mala suerte de extenderse por toda Europa. Caterina se le mostraba hermosa, pero sobre todo inalcanzable; prueba de que era un hombre de espíritu humilde e ingenuo; todavía a esta edad no se daba cuenta de que en la mayoría de estos casos (y muchos otros) el dinero y una buena posición social lo resuelve todo.
María Vechio, por el contrario, no se asombró “Caterina, era de esperarse que la hija de Magdalena Vasari causará tanta sensación” y calló de inmediato al ver que aquella parecía reprocharle con los ojos: “No recuerdo en absoluto como era mi madre”. Sin embargo Caterina pensaba: “¿Qué es lo que le pasa a esta señora? ¿Con qué autoridad viene a exigirme que me case con este señor?”.
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Tan pronto como pudo corrió a contarle lo sucedido a Alma. Esta la escuchaba, con la serenidad y la calma que la caracterizaban mientras la otra hablaba irritada y enfadada por lo sucedido. A pesar de sus catorce años ya Alma había vivido intensas historias de amor, esto es, a través de libros, por lo que se mostraba paciente y demostraba enteraza en aquel tema ante el cual otra joven de su edad se hubiera extasiado.
- ¡Esto es imposible! ¿Cómo puedo amar a un hombre que no conozco? – exclamaba Caterina, buscando el abaniquillo y refrescándose el rostro acalorado con las manos temblorosas de ira.
- No veo por qué enfadarse tanto, ten en cuenta que tu situación podría ser mucho peor. – decía Alma quitándose algunas pelusas que se le habían enganchado en el vestido. – Por otra parte, no pierdes nada con conocerlo.
Al decir esto Caterina se exaltó aun más, parándose de la butaca en que estaba sentada.
- ¡Pero si ese hombre me ama sin conocerme! ¡A una palabra mía juzgará que me muero por él!
Alma apartó la vista de su vestido tras asegurarse de que no quedaba ninguna pelusa y miró a su prima con expresión dulce, lo que calmó a Caterina. Esta se sentó a su lado y apretándole las manos dijo con rostro apenado:
- Disculpa, sé que exagero.
- No tanto. – rió Alma – Es atractivo y parece ser buena persona, dirigirle una que otra palabra a los ojos de todos no demuestra más que amabilidad. Ya está enamorado así que no puedes culparte de que lo esté. Charla con él y si no le correspondes lo más probable es que se vaya para Italia y no lo vuelvas a ver.
- No veo que sea necesario…
- Charla con él o después no quiero verte reprochándote el no haberlo hecho. No te digo que lo busques, sólo que cuando se presente una oportunidad…
- No la deseche. – la interrumpió Caterina y fingiendo interesarse por las piezas de piano que estaban esparcidas sobre la cama, cambió rápidamente de conversación.
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Así fue como Caterina, en una de esas visitas que hacía María Vechio con el aspirante a duque Giuseppe Galeano a la casa de los Mazzini, resolvió acercársele al caballero. “Si habla, bien, si no entonces ya cumplí con mi parte” pensaba. Galeano, un tanto turbado por la presencia tan cercana de la joven, vacilaba ante la idea de platicarle. “Sólo un tonto desdeñaría esta oportunidad” pensaba mientras el pecho se le inflaba de lo que interpretó como coraje “Sí, io me contento con una sola palabra suya”. Inició pues una entretenida conversación en italiano y no se separaron hasta caída la tarde cuando todos se dirigieron a la terraza para esperar la cena. María Vechio los observaba con gran satisfacción “Es una ragazza inteligente, sabe lo que le conviene”. Mazzini estaba contento, Helena también parecía estarlo y Alma Camilly les echaba una ojeada de vez en cuando para salvar a su prima en caso de que fuese necesario.
Dos meses después Giuseppe Galeano se veía en la necesidad de partir a Italia. En la tarde del último domingo de mayo pidió en matrimonio a Caterina.
- Acepto – contestó Caterina luego de un corto silencio, observando el rostro pasivo del joven - sólo que no cabe la posibilidad de que me vaya a vivir con usted a Italia.
Galeano, que conocía el carácter firme de su prometida, no hizo más que sonreír a estas palabras. En julio de ese mismo año se instalaron las primeras empresas farmacéuticas en aquel país al igual que varias sucursales de compañías eléctricas, todo gracias al Duque Giuseppe Galeano de Aosta.
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- ¡Caterina que feliz me siento por ti! – exclamó Alma intentando ocultar las lágrimas. ¡Esto es fantástico!
Caterina bajó la mirada, gesto insólito en ella.
- ¿Pero qué pasa? ¿Acaso no estás contenta? ¿No le amas? – preguntó contrariada Alma Camilly ante aquel gesto que ahora ponía en duda la futura felicidad de su prima.
- No tanto como él a mí…- respondió Caterina subiendo lentamente la mirada. – Pero no es eso, no es nada. ¡Soy feliz! – Y se tiró a los brazos de Alma con una sonrisa en los labios.
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La vida de casada no le sentaba mal a Caterina, luego de tres meses de las nupcias quedó encinta. Galeano, que pensaba que la felicidad no podía ser mayor que encontrarse allí con la mujer que amaba y haciendo los negocios que tanto le entretenían, experimentó una oleada de placidez hasta entonces para él desconocidas. El cielo parecía habérsele abierto y oraba por las mañanas y las noches en agradecimiento a tanta bondad. Hasta la más desesperante situación se apaciguaba al ver a su mujer en aquel estado. El semblante se le dulcificaba cada vez que percibía a su esposa, no podía entonces reprimir el deseo de dirigirse hacia ella. Le ponía las manos delicadamente sobre el vientre dilatado y miraba con candor su rostro acercando su frente a la de ella como queriéndole transmitir sus pensamientos. Jamás había experimentado un sentimiento tan elevado.
La timidez con que antes hablaba Caterina del amor por su esposo había desaparecido por completo. La duda de que casarse con aquel hombre tal vez fuese un error y las palabras que constantemente se repetía abogando que le quería indecible pero no más que a un buen amigo se habían borrado para siempre. Ese tormento de creerse en un futuro desgraciada, cuando las costumbres de Galeano comenzaran a fastidiarle y no pudiera responderle con el cariño que hombre tan gentil y generoso merecía, las veía no sólo absurdas sino que se avergonzaba de tales ideas que eran tan contrarias a su carácter altivo y orgulloso. Ahora que en ella obraba la vida se sentía rebosar de felicidad y no vacilaba en hacérselo notar a otros, especialmente a su marido. Su orgullo pasó a ser de seductivo a tierno y sus modales más afectuosos.
- Ma io sé que sera un bambino, un uomo fuerte e inteligente como su padre – decía con tranquila seguridad Galeano, acariciando el vientre de su esposa para luego besarle las manos.
En efecto, y siguiendo las predicciones de Alma Camilly, en agosto del año siguiente nació Antonio Galeano, una noche tempestuosa, en medio de continuos truenos que osaban competir con los gritos jadeantes de la madre.
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Los inviernos tendían a ser más fríos y húmedos con el pasar de los años. Caterina se encontraba sentada ante la chimenea de piedra francesa y mármol, con las mejillas sonrojadas por el calor, absorta en la lectura de una novela francesa mandada desde Italia con una notita que decía lo siguiente:

Para que no olvides los valores inculcados por tus padres y parientes italianos.

Con mucho cariño,
María Vechio Viuda di Cardini

Caterina no reparó en las palabras de su madrina ni tampoco quiso imaginarse el tono grave que ésta utilizaría para luego mirarla de reojo e interpretar la reacción de la muchacha. Pero mientras se esforzaba en mantenerse despierta y seguir el hilo de la historia la espantó el chirrear agonizante de una de las puertas. Pensó que debía de ser Galeano, quien había prometido llegar aquel día tras visitar las sucursales eléctricas en dos pueblos cercanos y cuya administración presentaba serios problemas. Giuseppe no se lo dijo pero al juzgar por el semblante cansado de su rostro, batido en el aspecto de cuando se tiene mucho tiempo tratando a una persona que por más que intentes persuadirle siempre hace lo que le parece, entreveía que los administradores estaban nuevamente haciendo de las suyas. Pero aquel que le puso sus tibias manitas sobre el vestido no fue Galeano.
- ¡Mi Tony! – exclamó con ternura la madre acariciando los rizos abundantes de la cabeza de su hijo.
Aquél, que ya tenía tres años, alzó la vista como preocupado. Caterina volvió a sonreírle al ver aquella cara de querubín de expresión soñolienta. Le llenó de besos las mejillas regordetas y lo acogió en su regazo. De nuevo volvió a chirrear la puerta, el niño tembló levemente a juzgar por el frío. Caterina, segura que tendría que ser entonces su esposo, se levantó con el niño en brazos para recibirle.
Lo que siguió fue un alboroto de exclamaciones y explicaciones que no permitían entender lo sucedido.
- ¡Se lo advertimos!.. tan oscuro… camino peligroso ¡imposible ahora! Si la tierra lo cubre todo…nunca tal tempestad… pobre…tan generoso…decirle…
Caterina le había pasado el niño a una criada que tenía la misma expresión de confusión que ella. Agitando las manos para ponerle fin a la discusión de los señores logró calmarlos sólo con su presencia. Los hombres intercambiaban miradas furtivas muy mal disimuladas. Al observar ésto sintió Caterina como le volvía toda la altivez y el orgullo que no rayaba ni en lo seductor ni en lo tierno sino por poco en lo grosero.
- ¿Y bien? – preguntó secamente.
- Por Diosito que no pudimos hacer nada señora, nuestro más sincero pésame. – dijo al fin un señor de piel india y larga barba gris, quitándose cabizbajamente el sombrero de paja.
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Caterina rehusó tajantemente al deseo de sus tíos de que vendiera aquella villa y se fuese a instalar con los Mazzini. Recordaba entonces cómo después de la noticia se pusiera el abrigo y saliera con ellos sin decir palabra. Lo que más le molestó al llegar a la empalizada y al ver en efecto un descomunal derrumbe fue la respuesta excitada de un mozuelo al decirle que todavía no habían podido rescatar el cuerpo de Galeano. La muchedumbre que se agitaba deseosa de ver lo acontecido la irritó en extremo. Ya habían logrado sacar a los dos caballos y no había rastro del duque. Desesperada, bajó por el barranco cubriéndose de lodo toda la falda, vistiéndose de luto. – ¡Aquí, ea aquí! – exclamó otro mozuelo halando lo que parecía una mano. Era en efecto Galeano, su blanca piel estaba ceniza y sus músculos inanimados se dejaban arrastrar endebles. Caterina vaciló ante la idea de ver su rostro, le horrorizaba la imagen de un recuerdo. – Murió con la caída, tiene los ojos cerrados y el color de la cara demuestra que no hubo asfixia. – dijo con orgullo un aprendiz de doctor. – ¡A tenido una muerte instantánea! ¡Dios es grande! – exclamó una señora abriendo los brazos al cielo. Caterina la veía ensimismada. Estas últimas palabras asaltaron su conciencia “¿Dios es grande?”.
Cinco días después del entierro otro vendaval azotaba a las puertas de Caterina. Antonio había enfermado y su cuerpecito era víctima de convulsiones y fiebres altísimas. Se esperaba que no durara mucho tiempo. Veía ella al niño temblar y sudar no pudiendo más que permanecer a su lado acariciándole, como tantas veces antes, los copiosos rizos. Abría él los ojitos con mirada compasiva y le llamaba con la manito para que se acercara cuando ésta estaba sentada en la mecedora de mimbre contemplándolo. Sin darle tiempo a llorar la muerte del padre, Tony Galeano dejó este mundo con una expresión angelical en su rostro.
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Extrañados por no ver ni a la madre ni a la esposa llorar por tanta pérdida, los criados en persona mandaron una carta a Genaro Mazzini rogándole que acogiera a su sobrina y describiéndole el aspecto deplorable y vacío de aquella villa que antes se pudiera llamar el hogar de los Galeano. Así lo hizo Genaro, cuidándose de tener el tacto suficiente para convencer a su sobrina. No obstante, recibió de ella otra respuesta negativa.

Veinte días después de la muerte del niño recibió Caterina una misiva desde Italia. La abrió con desgano y leyó lo siguiente:

A cuanto horror nos vemos sujetas las mujeres, cuanto sufrimiento. No puedo sino compadecerme de tu difícil situación como una vez me compadeciera de mí misma y recordarte que a pesar de tus innumerables pérdidas el señor te sustenta y se conmueve. Puedes estar segura de que nadie comprende tu pérdida como esta anciana quién ansía más que nada tu compañía. Te invito, pues, adorada sobrina, a que nos unamos en nuestro sufrimiento y subsistamos ambas a esta ardua prueba.

Mi más sincero pésame,
María Vechio Viuda di Cardini

Presa de un nuevo ánimo Caterina respondió con rapidez a aquella carta. En un principio pensó mandar un papel vacío con sólo su firma pero luego decidió que para no dejar dudas era preciso escribir en aquella página en blanco algún mensaje:

No necesito de su compasión y mucho menos de usted. Me asquea su fe y la sola idea de vivir con semejante persona me repugna.

Caterina Galeano Mazzini

Vaciló ante esta firma pero terminó plegando la hoja e introduciéndola en el sobre. Se la dio a uno de los criados que contemplaba con curiosidad el ánimo de la joven.
– Entregue esto y mande a alistar los caballos – ordenó con firmeza.
- ¿Hacia donde vamos señora? – preguntó su dama de compañía, feliz ante la nueva actitud de su ama.
- Prepara el equipaje y dáselo a Máximo, me voy a casa de los Mazzini. – contestó Caterina con actitud imperiosa.

Texto agregado el 11-04-2004, y leído por 197 visitantes. (1 voto)


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