A los catorce años uno es un voyerista consumado. Cada mujer es un espécimen digno de ser atisbado minuciosamente, nuestra mente se afana por descubrir que es lo que existe debajo de aquellas faldas y detrás de aquellas blusas que son demasiado grandes para nuestro gusto. Todas las mujeres, jóvenes, viejas, bonitas y feas son sometidas a ese manoseo virtual y basta que un trozo de su piel blanqueada por el ocultamiento, decida insinuarse ante nuestros ojos de aprendiz de fauno para que la fiebre nos recorra por completo y nos cause algo parecido a un desmayo. Recuerdo haber visto a mi primo gatear bajo la mesa para contemplar impunemente los muslos de la joven vecina que visitaba a mi tía. Yo no me atreví a tanto pero confieso haber tenido fieros romances con la fotografía de alguna artista de cine o con cierta chica bonita que veía pasar cimbreante delante de mis desventurados ojos y que creo que nunca se fijó en mí.

Fue en uno de esos encuentros imaginativos que sucedió lo que yo consideré el desideratum. Una sensación extraña que se fue acrecentando en intensidad a medida que senos, muslos y todo tipo de redondeces femeninas bailoteaban en mi mente afiebrada. Una sensación placentera que iba in crescendo por el simple expediente del roce. En segundos, el éxtasis se transformó en una explosión de fluidos con jolgorio de imágenes y fanfarrias, un nublarse todo por ese desasosiego que tenía algo de epifanía y mucho de plenitud, orillada por una especie de miedo vergonzoso.

Tembloroso, con la sensación de haber descubierto algo que remecería a la humanidad, borré como pude las huellas de ese acto tan íntimo y regocijante y me preparé para contarle a mi compañero de curso que era portador de un secreto que le cambiaría su vida.

Lo que me salvó del ridículo fue que, por extraña casualidad, el profesor de Educación Física decidió ese día enseñarnos algo de Educación Sexual.

Pero nunca olvidaré esa primera vez…