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El asiento de la parada está libre, pero por algún motivo que sabe sin entender, él está sentado en el cordón. “Tirado zaparrastrosamente” en el mate de alguna vieja que lo ve al pasar. Seis y media de la mañana, cómo terminaste sentado en el cordón de la vereda a las seis y media de la mañana, no tenés idea, pero ahí estás, esperando el bondi. Le es algo complicado fijar la vista en el letrero que hay al frente suyo, cruzando la calle, algo sobre fernet. Le renace el sabor en la boca y siente que tal vez la calle también lo termine degustando, junto a algunos otros jugos. Trabaja varias glándulas desde el interior de la lengua, o tal vez algún lugar cercano, y se le llena la boca de una sensación enferma, lo alegra saber que va a terminar sacándose de adentro esa pesadez flácida, que es una de las peores levedades que suelen lavarle la yerba.

Lengua al paladar, a los dientes superiores, y la saliva escapa asustada, primero hacia los lados de la carnosidad, junto a los molares, junto a otra carnosidad, algo más muerta, de cada lado de los molares. Y esta despierta de golpe y la empuja, hacia los caninos primero, y luego, en el momento en que surge un túnel blando en la parte de adelante, hacia la intemperie, que encandila con su luz absoluta, y desconocida hasta entonces, a la exiliada, en una diástole (o sístole, no se) lenta, jugosa y de un sutil blanco burbujoso, y no burbujeante. Y el mundo, lento, se alarga hacia abajo, se estira y se aflaca, y el piso se acerca. Y en un instante de zás, o, para buscar una onomatopeya más adecuada, de ffht, se descuelga de golpe e intenta una redondez que, antes de realizarse, estalla contra el hilo de lluvia que corre junto al cordón.

La mira desde acá arriba, la ve correr apurada, a medida que se contorsiona, en un acto de una fluidez que lo hipnotiza. Sigue un poco más allá, esquiva una hoja seca, luego una más verde, siempre con una habilidad que lo hace parecer fácil. Se aleja, pero aún resalta la mancha blanca en el agua. De repente sale del transe, traído de los pelos a la realidad por el chirrido del E4, gira la cabeza hacia el lugar de donde proviene el sonido y se levanta lo mejor que le permiten sus piernas entumecidas. Ya desde adentro, ya sentado en el sexto asiento de la derecha, del lado de la ventana, mira a través de esta buscando vagamente algo sin prestar atención, y la encuentra de nuevo, corriendo a su lado, pero indiferente al desafío de velocidad que le propone el coche. La sigue hasta que el cuello le recuerda que esta es la realidad, y no un mamboretá.

Sigue su camino, se deja llevar por la lluvia que reposa en el asfalto. Ve pasar al mundo, imagina que es éste el que fluye a su alrededor y que ella es el eje del que se agarra toda esa insignificante enormidad. Salta un par de colillas. La primera aún recuerda la tibieza e incluso le es familiar la blanca transeúnte. La segunda viene de muy lejos, y sólo sabe lo que es el viento, el ruido y la suela de algún que otro zapato.

Sigue su camino, encuentra una nueva carnosidad… esta vez dentro de un gato, y lo recorre. Sigue su camino, otra vez desterrada, teñida de amarillo, penetra en la tierra, y se abraza a las raíces. Sigue su camino, encuentra una nueva carnosidad… esta vez es una vaca y, cuando cree que será una vez más rechazada, se encuentra con que aún dentro de la vaca volvió al exterior y, cuando siente un intenso calor que la empuja hacia arriba, que la quiere echar una vez más de su lugar, toma la decisión de agarrarse fuerte, y ahí se queda. Sigue su camino, encuentra otra carnosidad… la de una mujer que tiene a otra mujer dentro. Fluye. Fluye y, ya experta en esto de los caminos toma la dirección que la lleva hacia la pequeña mujer, adentro de la otra, y entra, y allí se queda a vivir, dentro de la mujer que en siete meses la dejará salir y tomar sus propias decisiones. La llamarán Celeste, pero ella es Saliva.

Despierta Celeste el día de su cumpleaños número veinte, la aguja filosa en su muñeca sentencia a muerte a un segundo, y luego a seis más, y en el E4 suena el timbre y él baja a tres cuadras de su casa, a punto de sacarse aquella pesadez flácida.

Texto agregado el 24-03-2008, y leído por 59 visitantes. (1 voto)


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