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Espoleando el caballo con el extremo de la rienda en la mano, el hacendado se lanzó furioso contra el indio para castigarlo ejemplarmente delante de todos los peones. Inclinado el cuerpo sobre el estribo derecho, azotaba al servidor encogido, que, por tierra, hecho un ovillo, pedía al taita perdón a gritos. Pero don Vicente Cabral no quería ya tolerar estos amores escandalosos. ¿No había acaso mujeres en la hacienda? Si otra vez lo pescaba entre las llamas, doscientos azotes a calzón quitado y una noche entera en el cepo…

El rebaño de llamas miraba el suplicio con atención humana: cincuenta bestias de suaves ojos y delicada gracia de mujer. Más alta que las demás, enjaezada como una mula de feria, albísima, sin tacha, ésta llevaba por gala y fantasía la lana del pescuezo entrelazada con cintas rojas y borlones que azotaban, al oscilar, la esquila de plata. Los indios la llamaban la Killa porque era blanca y tal vez sagrada, como la luna llena.

Por entre las pesuñas hendidas se arrastró el indio castigado para escaparse. Entonces, los mismos peones detuvieron con respeto suplicante el caballo del hacendado, para que éste no fuera a azotar también a la llama.

—Mama Killa— prorrumpió un indio designando la Luna, ya rosada en la tarde de abril.

Un hacendado del Perú siempre lleva revólver y las llamas no cuestan caras. Además, era preciso enseñar a los indios que las llamas no son mujeres, ni pueden ser amadas como tales. De un certero disparo en la oreja cayó al suelo la Killa, tiritando; sus ojos muy abiertos miraron con dulzura tan femenina que el hacendado mismo se arrepintió inmediatamente de su brutalidad. La sangre manchaba ya el vellón, la esquila y los cascabeles: con el temblor de la agonía resonaba apenas su música. Entonces los indios, arrodillados, empezaron a sollozar lastimeramente, y el más audaz de todos se volvió a designar la Luna que se esponjaba en la noche, toda roja de presagios de sangre:

—¡Mama Killa, taita!

Sin hacer caso de las supersticiones de “estos indios bárbaros”, don Vicente Cabral desmontó en el patio de la hacienda y subió a acostarse, malhumorado. No toleraría nunca que las lindas bestias estuvieran adornadas como prostitutas.

Cuatro indios se llevaron el cuerpo de la Killa hacia la huaca, donde están enterrados los cadáveres de los grandes abuelos, de todos aquellos, generales o príncipes, que hicieron la majestad del imperio peruano antes de que vinieran a contrarrestar los designios de Huiracocha unos hombres circundados de metal, invulnerables. La huaca está vecina al río, al pie de una montaña de los Andes.

Una música lejana y lúgubre repercutió de cerro a cerro hasta los valles, vencida a trechos por el estruendo del agua en las piedras rodadas de la montaña. Como al conjuro de estas quenas invisibles, la Luna se había tornado blanca y llena de perdones. Silenciosamente fueron apareciendo formas morenas en la noche, avanzando apenas con ese monótono paso de los indios, que pisotean el suelo como en una danza. De la envoltura de los ponchos salieron mujeres pálidas que llevaban las trenzas sobre los pechos y gimoteaban a compás, como en los entierros. Cuando los indios se irguieron a la llama agonizante, la invocación al taita Huiracocha que está en los cielos resonó agudamente, y los puños cerrados amenazaron la casa del hombre blanco situada más abajo, en los extremos de la hacienda. El dueño de la llama, el indio castigado, se arrodilló a besar la herida que seguía manando sobre el vellón, blanquísimo en la noche. Entonces la Killa se estremeció en el suelo, muerta, y le arrancaron el corazón para regarlo sobre la huaca de los abuelos, mientras las quenas lejanas seguían lamentando la injusta ruina de la raza. En el cielo, la sagrada Luna, Mama Killa, desfalleciente como esta hermana suya, no mostraba sus estrías de sangre amenazante; pero los indios comprendieron cuál era su deber. Azotaron a los perros para que aullaran siniestramente hacia la madre del cielo y le contaran la pena de sus hijos terrestres. En voz baja, lamentaban las virtudes de la bestia muerta, su blancura sin tacha, sus ojos de mujer, su vellón esponjado como la flor del algodón. Ninguna supo bajar de la mina tan grávidos lingotes de oro, ninguna tan hábil para guiar por la puna, deteniéndose apenas a ramonear la hierba pálida, un rebaño caprichoso y lento.

* * *

Bajo una piedra de la orilla del río quedó enterrada; no cabe duda alguna del hecho. Mas sólo el amo de la hacienda quedó atónito al día siguiente cuando llegó el rebaño conducido por una llama blanca. Era la misma, era la Killa, con idéntico jaez y esa mirada… Don Vicente Cabral se estremeció. En los alrededores de la hacienda no había llamas tan blancas, y él estaba seguro de haber disparado con mano firme en la oreja derecha. Salio al patio sin decir palabra. Los indios servidores bajaban la mirada como siempre, para no dejarse leer los pensamientos.

Con alegría de cabras retozaban las llamas en el patio, cuando no se agazapaban indolentemente frente a las nieves de la altura o, de un salto brusco, rehusaban la carga: el lingote de oro y la paca de algodón. Inmóvil y erguida en la puerta del corral estaba la Killa. Sí, la misma, enjaezada como ayer, mirando al amo. Don Vicente Cabral conocía por dolorosa experiencia las extrañas artes de los indios, sus iras silenciosas, sus venganzas plañideras, su risa inmóvil; y le pareció preferible no interrogar a nadie. Le hubieran respondido como otras veces, ¡tantas!, modulando su quejido sempiterno: “Manan, taita”. No sabían, no vieron nada… De todo eran capaces. Quizá podían resucitar con sus brujerías a las bestias, o tal vez, corriendo una noche entera por los caminos, hallaron y trajeron otra llama blanca. No daría a estos hombres taimados el espectáculo de la sorpresa o de la cólera.

Montó a caballo y se acercó al rebaño contándolo en voz alta: una…, dos…, quince…, cincuenta. Estaban cabales. Entonces le temblaron las piernas, y probablemente los indios lo advirtieron, porque tintineaban las espuelas. Para calmarse permaneció inmóvil; pero divisaba perfectamente junto a la oreja derecha de la Killa una mancha roja y redonda como traza de bala. Estaba tan cerca de la llama, que no pudo resistirse a mirarla de frente. ¡Esos dos ojos altaneros tenían rencor humano! De súbito, la bestia le escupió el rostro y se alejó ondulante. Uno de esos escupitajos que recelan los indios porque manchan la ropa para siempre. Don Vicente Cabral no supo con exactitud por qué no la emprendía a latigazos con los peones y las bestias. Despacio, enjugó con el pañuelo la baba oscura y espumante que le chorreaba en la mejilla. Ya los indios se arrodillaban esperando el castigo y gimiendo anticipadamente, porque conocían al amo cruel. Pero el amo cruel había perdido la cabeza; por primera vez no tenía ganas de afrentar a nadie o en su alma de civilizado entró quizá siniestramente el amor de los indios por las llamas. Cuando el rebaño se alejaba por la montaña, la Killa volvió la cabeza repetidas veces para mirar al hacendado que estaba inmóvil a caballo, frente al cielo y la Luna y las águilas que suben a los nidos altos, y todo ese misterio de la noche serrana que hace tiritar a los hombres blancos.

Del caballo no paró sino en cama. La mancha del escupitajo no podía borrarse, y fue creciendo en la mejilla como esa extraña enfermedad que los indios llaman uta. El rostro overo y cárdeno se cae a pedazos, roído por un mal incurable. Mientras el amo se moría repitiendo en voz baja el nombre de la llama, sus servidores le miraban el semblante lleno de manchas rojas y chamuscadas, como las heridas de un revólver de buen calibre.

Texto agregado el 20-04-2008, y leído por 12773 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-04-2008 Wau! Si todas las killas asesinadas volvieran a reclamar las injusticias... La uta sería epidemia... Mis ***** Lleno de misticismo ... blustory
 
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