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La oposición de contrarios desaparece a causa de la belleza de la mujer. Aunque ésta sea un cadáver.
Él, un viejo ermitaño y achacoso. Medio siglo de vida a cuestas, aunque las barbas largas y blancas, más el consumido cuerpo bajo la tosca túnica ocre lo pintan como un anciano. Hombre atormentado con la efervescencia del estado espiritual que siguió a la generación que vio la caída del Corzo en las guerras napoleónicas: pesimismo, ansia de evasión, fe única en el ensueño e irreligiosidad unida a una sensibilidad refinada. Lo mismo que fue ayer es hoy.
Y el eterno contrario. Acaso tres lustros de edad, cabello negro azabache que cae en sueltos rizos sobre la frente para dibujar un aire de corcel brioso. Por toda vestimenta una saya roja que en su brevedad permite el lucimiento del marcado trapecio, el sobresaliente deltoides, prominentes bíceps y tríceps incrustados suavemente en el monumental dorsal mayor.
Un mercader, quizás un traficante. Perturbado por tomar a las buenas y mejor a las malas, pero siempre con todas las fuerzas prestas a desbordarse, lo que de brillante brinda la vida: sexo, licor, caballo y tierras. En ese orden, que es cronología existencial.
Dos hombres, antítesis representantes el uno, de las viejas culturas abrumadas por una decepcionada espiritualidad y el otro de la tierra que nace con toda su virginal potencia y belleza.
En común, hondos sentimientos eróticos en pugna con ardiente religiosidad. Ambos son uno, soy yo. El que fui y el que soy.
Y como aglutinante el cadáver de una bella mujer: Átala, el personaje de Chateaubriand, que educada en el cristianismo, se da muerte para no mancillar su pureza
Ella no pierde su gracia ni en tan penosa condición. La sonrisa apacible, esa extraña expresión visible aún en los enormes ojos cerrados, que puede ser tanto pre como post orgásmicos. El vestido blanco y transparente que cubre apenas los pechos dejando ver el pezón izquierdo erecto, como sugiriendo que la belleza es inmortal y prolongándose, manto púdico, hasta cubrir los delicados pies.
En un extremo él, añoso y todavía ilusionado con la vista puesta en esa nívea cara, tal vez un poco más abajo, en los finos y desfallecientes senos, con la esperanza de la resurrección. Y aquel, el representante del ímpetu épico, con el rostro consternado y los ojos cerrados, abrazando las piernas de Atala . Imagen del dolor ante la impotencia de lo inevitable.
Oposición, paralelamente ingente, de los contrarios y paradoja aparente: el viejo que todavía abriga esperanzas y el mozo que se da pronto por vencido, pero encontrándose ambos en el puente que es la mal lograda joven.
Y que mejor imagen para refrendar la idea de la aparente oposición de contrarios que el trazo armonioso de Luís Girodet: afuera de la lóbrega cueva mortuoria la lujuriante vegetación y en el horizonte, en incómoda convivencia, una cruz aureolada del sol poniente.
El cadáver de la bella Atala representa la única certeza dentro del incierto mañana.

Texto agregado el 06-05-2008, y leído por 858 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
08-05-2008 Muy bueno, me pareció bastante completo, y lleno de incertidumbres. karenka
08-05-2008 En cierta forma me hizo pensar en la belleza que puede tener una mujer muerta, sin que mi comentario peque de morboso. SerKi
 
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