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Durante cierta velada en un restaurant capitalino, habiendo tomado un par de copas con algunos amigos, nos topamos con un tipo conversador que, a pito de nada, comenzó a desgranar una historia que me pareció muy interesante. Contaba el personaje aquel, individuo fornido, de unos cincuenta años, más o menos, de rostro picado por la viruela y nimbado éste por una cabellera rala, que unos años atrás –esto que relato, sucedió a inicios de los años noventa- había residido en el norte del país, realizando trabajos de diversa índole. Allá –contaba el tipo- conoció a una mujer casi analfabeta, de origen humilde, a la que conquistó con su prosapia.

La mujer, baja y regordeta, grosera de modales, aceptó ir a bailar con él, se tomaron unos tragos y después de eso, se fueron a la pocilga de ella, en donde consumaron este flirteo, jugando a ser amantes. Después de eso, el tipo, que dijo llamarse Policarpo, se fue de esos lares y no volvió a saber de esa mujer.

Quiso la fortuna que, un par de años más tarde, regresara a esos lares y, por simple curiosidad, atinó a aventurarse en esas callejuelas humildes, para dar con la covacha de la mujer aquella.

Después de golpear la desvencijada puerta con sus nudillos, aguardó un buen rato, hasta que ésta se abrió de golpe. Allí, en el quicio, lo contemplaba con mirada de extrañeza, la mujer aquella, aún más regordeta y descuidada que cuando la había conocido. Se miraron a los ojos, sin decirse una sola palabra. Hasta que un chillido agudo se escuchó adentro de la casa.

-Es Jaimito, dijo la mujer y corrió presurosa. Policarpo, curioso, ingresó con cautela a esa vivienda en cuyo interior se olía una mezcolanza a comida, suciedad, encierro y pobreza.

Cuando el chico estuvo frente a él, Policarpo sintió un escalofrío. Jaimito, un pequeñuelo de dos años, o poco más, era una copia fiel suya, su mismo cabello, sus mismos ojos bovinos, sus piernecitas fuertes y esas manitas de dedos cuadrados, como los suyos. La mujer adivinó la conmoción del hombre y lanzó de sopetón: -Jaimito, salude a su padre.

Era imposible negarlo, el chico se parecía demasiado a él. Policarpo recordaba esas fotos suyas, de niño y le parecía estar viendo la reencarnación de aquel mocozuelo. La mujer, nada le exigió, sólo que fuese cariñoso con Jaimito, y que cuando partiera, se llevase una foto de ese retoño suyo. La sabiduría popular, le dictaba a la mujer aquella, que nada podía pedirle a un ser que venía de tan lejos. Además, con su esfuerzo, ella era capaz de sacar adelante su vida, que, con muy poco se sustentaba.

Policarpo regresó a Santiago y transcurrieron varios años, antes que se decidiera a volver al norte. Acá, había formado una familia y era feliz con su mujer y sus hijos. Pero, le acuciaba el hecho de saber que en tierras tan lejanas, un vástago suyo crecía en medio de soledades y abandono. Si eso era un sentimiento de vaga paternidad, él no podía precisarlo. Sólo le inspiraba el hecho un tanto curioso de ser padre de un desliz y que ese desliz ahora tenía una personalidad propia y acaso un juicio severo contra él.

Así fue como, Policarpo se aventuró a viajar al Norte, inventando la excusa de unos negocios que intentaba montar en Antofagasta. Nada había cambiado en dicho lugar. La permanencia del destierro solapado en que viven esos seres cansinos, le sofocó más que el calor que achicharraba la escasa vegetación del lugar. Una vez más, se internó en esos barrios humildes y, de nuevo, al encontrarse con la misma puerta desvencijada, estrelló tres veces sus nudillos en ella y aguardó expectante.

Al cabo, apareció un muchacho de rostro huraño, tostado por el candente sol del norte. Era un chico de catorce o quince años -hasta en eso no podía ser preciso, Policarpo- que farfulló, con voz inculta: -¿Qué pasa, iñor? ¿A quien busca?

Policarpo, sin atinar a decir alguna cosa, después de un instante de minuciosa inspección, le preguntó por su madre. El muchacho se volteó y llamó:- ¡Viejaaa! ¡Acá ajuera hay un hombre que pregunta por ti!

La mujer apareció en la puerta, con su rostro marcado por la miseria; había envejecido y estaba aún más gruesa. Como saludo, sólo preguntó: -¿Qué venís a hacer acá? Y Policarpo bajó su mirada, avergonzado.

Después, cenaron en silencio, el hombre contemplando al muchacho y éste, mirándolo con displicencia. Sabía que era su padre, pero eso no significaba nada para él, ya que era simplemente una anécdota que su madre, de seguro, le había contado al pasar. Y acaso, saber que había sido engendrado por su madre y por otro más, que aportó sus genes, era sólo una curiosidad más para él.

Los tres días que Policarpo invirtió en conocer a ese hijo suyo, habían sido tiempo desperdiciado. El chico nunca se interesó por congeniar con su padre y, muy por el contrario, lo evadía, para salir de juergas con los pocos amigos que había encontrado en esos lares. Convencido que aquella era una historia muerta, Policarpo se juramentó a no saber nunca más de esa mujer, que parecía despreciarlo y de ese hijo, que lo era más del viento y las salinidades, que suyo.

Cuando el hombre terminó su relato, nosotros, que lo habíamos escuchado con atención, comenzamos a indagar en sus sentimientos, nos negábamos a creer que hubiera abandonado a su suerte esa relación tan sin fortuna, que le proporcionó, muy de paso, al parecer, esa paternidad despreciada.

-Pero usted debe recordar a ese hijo suyo, debe preocuparle su destino, es su sangre. -Esos son lirismos, mi amigo. El cabro era un indio sin sentimientos, igual que su madre. No vale la pena intentar un reencuentro. Ahora, yo tengo a mis cabros, me salieron estudiosos los condenados y soy feliz con mi mujer.

-¿Y desde cuando que no ha vuelto a ver a esa mujer?- le pregunté, intrigado por esa extraña relación.

-¡Uff! Por lo menos, unos diez años, ahora ella, si está viva, ni creo que se acuerde de mí. Y el muchacho, que en la actualidad tiene veinticinco años, debe ser un borracho perdido. No, no vale la pena recordar más ese asunto.

Nos fuimos de aquel lugar, sobrecogidos. Aquel hombre se refugiaba en su fortaleza, era duro en sus juicios, parecía impenetrable. Mas, había sido el mismo quien había sacado a colación dicha historia. Y por ello, apostamos que, tarde o temprano, Policarpo regresaría al norte y se reencontraría con esos seres que ahora parecía despreciar. Nadie podía pronosticar lo que sucedería entonces...






















Texto agregado el 27-06-2008, y leído por 227 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
27-06-2008 Excelente historia, felicitaciones ChaosSpear
27-06-2008 Debe haber mas de uno que debe preguntarse antes de dormirse si no tendrá algún hijo por ahí. Policarpo lo sabe y al parecer no le sirve de mucho. Dos mundos tan diferentes, tan lejanos... Lo peor de todo, pienso, es tener que guardar esos hijos en secreto, no poder reivindicarlos ante la sociedad, esa gran hipócrita. neige
27-06-2008 un poco triste. pero totalmente real. de verdad es una realidad en todos nuestros paises latinoamericanos. saludos carolina52
27-06-2008 Interesante historia. Estrellas para ella. ernesto_heminguay
 
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