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Entreverado en los mil y un universos que coexisten en la poblada, está Mao, un rubio de gran envergadura que tarzanea por todos los tejados que aparecen en su horizonte. Su enorme cabeza se mete en cuanto intersticio encuentre, atraído por el aroma de las palanganas y pese a ser enorme, se permite contraer su musculatura, de tal forma, que cabe en cualquier rendija y luego sale del mismo modo, esta vez con una presa en su hocico.

Einstein es un barrio de fábricas y casonas vetustas. Otrora, fue un peladero sin asunto que se fue poblando gracias al ñeque y esfuerzo de sus primeros habitantes. No se podría precisar si Mao llegó con un campamento de gitanos y que, aquerenciado con las gatas del sector, el minino estableció su centro de operaciones. Algunos juran que así fue, otros, más fantasiosos, aventuran que Mao es, en realidad, un príncipe gitano, que fue castigado por una de las mujeres de su raza, que lo sorprendió en amores ilícitos con otra gitanilla. Así, transformado en gato, está condenado a pulular por el barrio hasta que otra gitana lo desencante y le restituya su identidad. Y aunque los lectores no lo crean, esa es la verdad.

Cotidianamente, el gato rubio se introduce en los hogares y es parte de todos y de ninguno en especial. Como es tan grande, ningún perro se atreve a atacarlo. Algunos quiltros le ladran a lo lejos, pero al igual que ciertos hombres, sólo menean su rabo cuando Mao aparece intempestivamente delante de sus húmedas narices.

Mao es un espectador relativo que todo pareciera contemplar con sus ojazos grises. Mas, lo que atisba el felino, es la posibilidad de toparse con alguna gitana que lo libere de su encierro y le devuelva su estirpe humana. Pero, hoy por hoy, los gitanos no se aventuran en los barrios poblados y prefieren los campos solariegos. Mao aguarda, sin embargo, aguarda siempre, porque no se atreve a alejarse de Einstein, siempre con la esperanza de ser, por fin, desencantado.

Ahora, la modernidad trajo a esos lares el tren Metro. Es toda una tentación subirse a esos carros repletos e ir en busca de barrios poblados de gitanos. Un hombre contaba hace algún tiempo que en La Cisterna viven muchos gitanos en enormes y modernas casas. El gato mordisqueaba un trozo de carne cuando llegó a sus oídos aquella noticia. Y supo también que el Metro podría trasladarlo a esos barrios. De todos modos, es difícil para un minino intentar siquiera ingresar a la estación, en donde ceñudos guardias de casaca amarilla lo sacarían con viento fresco del lugar.

Su mente poco recuerda de su vida como humano. Algunos flashazos, una que otra cita, ciertos nombres, nada más. Lo que sí predomina, es su enorme deseo de recuperar su condición y ser una vez el príncipe gallardo y bello que seducía a las hembras. Eso, lo tiene claro porque recuerda los labios grotescos de la mujer cuando enunció el encantamiento. ¿Cuántos años hace de eso? ¿Cuál era el nombre de la hechicera?

Mao fue cazado por un grupo de rapaces. La intención de estos vándalos era rapar al gato, atarlo, y luego, arrojarlo a un patio enorme que es cuidado por tres perros de raza asesina. Los ojos grises del gato, se dilataron por el terror. Era su muerte segura, el fin de todo sueño. Y sin que nadie lograra explicarse tal prodigio, Mao abrió sus fauces y de su garganta escaparon cinco palabras:
-¡No lo hagan, por favor!
Al escuchar esto, los chicos huyeron despavoridos y desde entonces, se comentaba que Mao era, en realidad, el mismísimo Demonio...



(Esta historia finaliza ya, se los prometo)











Texto agregado el 28-07-2008, y leído por 217 visitantes. (0 votos)


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