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Sumo
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Este cuento fue finalista del Concurso Literario Constantí 2005
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Me llamo Pedro, mido dos metros quince y odio el básquet.
Esto último lo supe ayer, cuando me descubrí maldiciendo al informe médico que me autorizaba a retomar el entrenamiento luego de una torcedura de tobillo. Parece mentira que me llevara dos décadas develar algo que estuvo todo el tiempo flotando ante mis ojos, algo tan obvio, tan simple y tan fácil de deducir: odio el básquet. Siempre lo odie.
Crecí convencido de que mi destino era el que me habían asignado el resto de las personas, que intentar meter una pelota en un aro era mi vocación, era la meta de mi lucha. “Con esa altura tenés que jugar al básquet” es la frase que más veces he oído en mi vida, una frase condenatoria que resonaba tanto en los labios de mis allegados más íntimos como en los de ilustres desconocidos.
Asomar torpemente por encima de mis compañeros de primer grado, fue solo el comienzo de este padecimiento extra large; en seguida llegarían las burlas y las miradas indiscretas hacia el fenómeno escolar de altura, hacia el último de la fila, hacia el gigantón torpe y descoordinado que arqueaba la espalda y metía la cabeza entre los hombros en un vano intento de rasar su estatura con la de sus semejantes.
Pero el piso se siguió alejando a pesar de mi voluntad, cada vez más me pesaban en la conciencia los lamentos de mi madre por lo poco que me duraba en talle la ropa, como si yo fuese el culpable, como si mi alzada anormal fuese la consecuencia de mis actos impuros, como si todo mi cuerpo fuese la nariz de Pinocho estirándose bajo el efecto de algún hechizo maligno que castiga las faltas morales y sociales.
Aprendí a aguantar las bromas en silencio, sin desquite, sin mostrar encono alguno. “Metete con uno de altura” era el dicho habitual si me encabronaba con alguien. Cuando el asunto pasaba a la pelea, mi humillación estaba garantizada: era un grandote aprovechador si vencía y un grandote pelotudo si era derrotado.
Chocar lámparas y techos fue lo de menos, peor resultó chocar con la realidad de que mi vida sentimental estaba confinada solo a las muchachas de una estatura excepcional. Debíamos formar parejas estéticamente armónicas ante todo. Rarezas con rarezas.
Ayer mismo terminé de atar los cabos sueltos de mi vida y deduje que existe un complot contra notros los lungos, un complot universal que vienen mancillando los hombres de altura estándar desde tiempos inmemoriales, un complot cuyo objetivo final es mantenernos encerrados en los estadios y en los gimnasios para que compitamos entre nosotros, perros contra perros, gallos contra gallos, rarezas contra rarezas.
Desde niños nos arrean sutilmente hacia los clubes de básquet para escondernos de la vista ajena, para no tener una referencia cercana, para ayudarles a olvidar cuan bajos son en realidad, cuan chatos, cuan insignificantes.
Sin descanso y sin escrúpulos te anuncian desde un principio que lo tuyo es este deporte de ogros acromegálicos y que deberías estar orgulloso de ello. En este silencioso plan están todos de acuerdo: el almacenero, la maestra, el tío, el abuelo, el verdulero, el tipo que espera el colectivo parado a tu lado y el resto de los habitantes desconocidos del mundo, todos están dispuestos a convencerte que tu vocación es ser un jugador de básquet. ¿Y si no lo es, qué? ¿A quién le reclamo? ¿Debo desperdiciar mi vida en ello? ¿Y si quiero ser poeta, pintor, barrendero o astronauta?. ¿Quién les dio derecho a opinar compulsivamente sobre las ventajas laborales de nuestra particularidad anatómica? ¿Porqué no hacen lo mismo con el resto de las personas?
Esta mañana fui a al correo a enviar el telegrama de renuncia al club de básquet, la vieja entrometida que receptó el pedido me sugirió que recapacite, que con esta altura era una pena que fuese a dedicarme a otra actividad. En seguida le devolví la gentileza lamentándome que con esos bigotes ella no hubiese trabajado de mujer barbuda en alguna feria ambulante. La idea no ha de haberle gustado porque empezó a gritarme improperios cual cacatúa afónica; intervino entonces el gerente con su metro cuarenta de presencia a poner orden, pero, sin reflexionarlo siquiera, desestimó mi sano consejo de incorporarse al circo más próximo como enano amateur. Ingrato como pocos, el bravo jefe breve llamó de inmediato a la oficial de policía que patrullaba la cuadra. La señorita me invitó a abandonar el recinto y circular en perfecto orden, pero cambió de parecer en cuanto le insinué que tamañas prominencias mamarias eran ideales para el ejercicio de la prostitución en la vía pública. Servidora pública en la vía pública, la armonía ante todo. La agente desechó rápidamente la posibilidad de seguir el camino de vida fácil que yo le apuntase y con modales pocos dignos de una dama, me esposó y me trajo ante usted señor comisario....y ya me ve, aquí estoy...esa es la historia y todo lo que tengo para declarar.... a propósito comisario, con semejante obesidad que desborda su ropa y su cinturón...¿No ha pensado en dedicarse a las luchas de sumo?



Texto agregado el 28-04-2004, y leído por 680 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
19-07-2009 Empiezo a partirme de la risa en "y me trajo ante usted..." ahí se desata el nudo. Por cierto ¿tendrás el número del tipo? rarezas con rarezas... MariucaTorres
04-07-2009 A mi me encasillaron en la carrera de inspector de zócalos, y me va muy bien. Hay que aceptar el destino que los cromosomas nos imponen. Buen cuento. Muy divertido. Tarambana
22-02-2009 Muy bueno, entre risa y risa tu cuento habla de la discriminación y el prejuicio. Es la primera vez que te leo pero no la ultima. Excelente 5*. petzenko
12-11-2008 Armonía entre reflexión, humor y escritura. cesarjacobo
09-06-2008 estoy mudaaaaaaaa! IM PE CA BLE!!!! aplausos y estrellas! domingo_azul
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