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El sol se posó en la puerta de mi consultorio cuando apareció ella, sus ojos de niña, su cuerpo delicado, su timidez candorosa, me remontaron a las imágenes de ángeles pintados. A su lado, igual de joven iba un muchacho rodeándole con el brazo la cintura. Los miré pretendiendo retener en la mente esa imagen casi incierta del amor, mientras pensaba que la vida y sus vicisitudes se volvían a repetir en aquellos casi niños que me visitaban.

Hubo que sacarles las palabras de la boca al iniciar la consulta y luego ella tomó la iniciativa con una madurez inusitada, el muchacho le siguió con la misma responsabilidad y entre ambos, narraron sus temores.

- Estamos esperando dijo ella, muy segura
- Son dos meses de retraso, acotó el muchacho

Pregunté con cuidado, lo que había que saber para corroborar el diagnóstico apresurado. Ausculté el cuerpo estrenado de la niña, buscando señales y llegué a la conclusión que aquel par de muchachos, serían padres dentro de un breve tiempo.

La noticia ni les inmutó, regalando su mejor sonrisa me dieron las gracias. Su seguridad me desconcertó tanto, que sentí vergüenza de presagiar desvelos y sacrificio, así que mordí los labios, los contemplé una vez más y los dejé partir.

No era la primera vez que en aquel pueblo, la vida me sorprendía. Llevaba casi un año en la posta de salud cumpliendo mi servicio social y en ese tiempo, los libros, la preparación académica y la experiencia citadina que ostentaba, no fueron suficientes a la hora de aliviar a mis pacientes.

Durante mucho tiempo y tras mi llegada, la sala de atenciones permanecía blanca y solitaria, algunos vecinos pasaban más para conocer al joven médico, que para consultar, así que mientras mataba el día, me apostaba en la puerta de la sanidad y contemplaba la rutina de aquellos habitantes que al pasar movían la cabeza en señal de saludo o me miraban de reojo.

Así conocí a Florita, una joven despreocupada y extrovertida, que se acercó para invitarme a la misa del domingo, ritual en el que cantaría el Ave María, estaba tan ilusionada y nerviosa que horas antes de su presentación se quedó afónica y no hubo fórmula, ni pócima alguna que le devolviera la voz. Lo increíble, es que aquel fenómeno se repitió todas las veces que jubilosa se preparaba para cantar. Debo confesar que aquella emoción exacerbada que la dejaba prácticamente muda, superó en creces mi habilidad curativa.

Otro síntoma inexplicable era el que se presentaba en el hacendado mayor del pueblo, que coincidiendo con los fines de mes, sufría todo tipo de molestias, presión alta, diarreas, descomposición general y alguna vez estuve a punto de enviarle a la capital, porque presumí que se trataba de un infarto masivo, pero cuando calculó lo que el traslado, la atención y las medicinas le iban a costar, se curó solito. Entonces me di cuenta que su mal era obvio y que contra la avaricia, no tenía remedio que aplicarle, así que cuando había que pagar a los jornaleros, aparecía Dn. Ramírez (como le llamaban sus colonos) arrastrando sus males imaginarios y solicitando la atención gratuita que estaba obligado a dispensarle.

Sin embargo, esperaba con enorme simpatía a Dña. Josefina, maestra jubilada a quien la soledad y los achaques, le asechaban como hienas hambrientas. Dueña de un orgullo innato, no permitía que los signos del envejecimiento delaten su verdadero estado de salud. Acudía disciplinadamente a la cita quincenal, haciendo alarde de sus buenos hábitos de educadora y después de un chequeo general y nuevas recomendaciones médicas, nuestras charlas se extendían por horas. Me fascinaba ser testigo de esa metamorfosis que se operaba en su semblante cuando con dotes de cuentera empedernida, me narraba historias, algunas reales y otras inventadas, en aquel estado de euforia, las arrugas desaparecían, los ojos cobraban vida y se presentaba la mujer de los años mozos. Cuando los relatos llegaban a su fin, o cuando nos interrumpía alguna emergencia, Josefina recogía el bolso, se acomodaba el moño sujetado a la nuca con una elegante peineta, ladeaba la cabeza, enderezaba la espalda y frunciendo el ceño volvía a su hogar haciendo gala de una fortaleza que estaba lejos de sentir. Cuando su sombra había atravesado el umbral, cerraba la puerta y el tiempo transcurría para ella, en pos de un inevitable final.

Durante los meses siguientes al diagnóstico de embarazo, la joven pareja que me había sorprendido con su valentía frente al reto de la paternidad, me visitó periódicamente para los controles, con ellos aprendí que el amor existe y que es más simple de lo que imaginamos. Ella, con sus quince años, había dejado padre y madre, para seguir a su compañero. El se había hecho cargo de su familia ilusionado, trabajaba de sol a sol, en la construcción, permitiéndose un pequeño descanso cuando llegaba su mujer con la vianda en la mano y el enorme vientre por delante.

Cuando me visitaban, se me llenaba el corazón de una enorme ternura al ver a esa niña convertida en mujer por la maternidad, era realmente hermosa, de piel tersa, de sonrisa fácil, no podía evitar de pensar al mirarla, que ella poseía, algo, que las demás mujeres no tenían.

El día del alumbramiento, no sólo la parturienta tuvo dolores, creo que aquellas criaturas, nacieron con el sacrifico de dos seres, el de su madre y el mío, ella que pujaba porque se desprendieran de su cuerpo y yo porque no atinaba a recibir a tres al mismo tiempo. Cuando los sostuve uno a uno entre mis manos, mis lágrimas se confundían con el sudor que me corría copiosamente por el rostro y al entregarles a su madre, sentí que en aquellas criaturas se reafirmaba mi vocación. Aquellos trillizos, marcaron en mi memoria de médico, el momento más crucial de mi vida profesional.

La noticia del nacimiento de tres, no sólo paralizó a los padres, sino que se esparció inmediatamente por todo el pueblo, la gente no tardó en llegar y colmando el improvisado hospital, hacían cola para ver a las tres criaturas, felicitaban a la madre, alababan la hombría del padre y me abrazaban elogiando mi esfuerzo.

La maestra Josefina, organizó una colecta, dinero, leche, pañales, alimentos y todo lo que de buena voluntad pudieran donar para aquella familia que de la noche a la mañana, se había convertido en numerosa. Podría afirmar que todos ofrecieron su ayuda, incluso las autoridades, que les dotaron de una vivienda más grande y una pensión de lactancia, todos, menos uno – Dn. Ramírez- que cuando tocaron a su puerta para pedir su colaboración, mandó a decir que estaba postrado en cama y que el médico no se había dignado a visitarlo, por andar de parturiente.

En forma inmediata al nacimiento, el propio pueblo alborozado por el acontecimiento, organizó el bautizo de los trillizos. La iglesia vestida de fiesta, recibió a propios y extraños, los padres todavía azorados presentaron en el altar, a los tres nuevos cristianos, mientras el templo se colmaba de la voz de Florita entonando el Ave María. Creo, sin lugar a equivocarme que los ángeles cantaban a través de la joven, así lo sentí, cuando la ubiqué en el coro, me parecía suspendida por un hálito, que quizás sólo mis ojos emocionados pudieron percibir.

Partí un día de invierno a paso lento, recorriendo las calles que me conducían al autobús, acariciando en la mente el rostro de la niña a la que ayudé a ser madre, beso su frente en señal de despedida. Debo confesar que aunque ha pasado el tiempo, no la he olvidado. Me he preguntado alguna vez, si el amor es también aquella ilusión con la que se guarda un recuerdo, porque si es así, me declaro perdidamente enamorado.

El perfil del villorrio empieza a desaparecer, por eso cierro lo ojos, para ofrecer una oración por Josefina, a quien intentaré imitar cuando la vejez haga estragos en mi cuerpo, espero que entonces tenga la misma dignidad de soportar estoicamente mi final, como hizo ella.

Tras su partida, eché de menos sus visitas quincenales, nadie lloró (así lo había dispuesto) sólo el leve murmullo del viento, que se sumó a la despedida y la voz de Florita estremeciendo a todas las almas. Aún me acompaña esa voz en cada encuentro con Dios y la busco en el coro de las iglesias, imaginando que los ángeles cantan el Ave María a través de ella.

Se pierde de mis ojos para siempre la imagen del pueblo, mientras la distancia que nos separa va creciendo. El sol se oculta entre las montañas, como un ovillo de fuego y contemplo su esplendor, hasta que desaparece.

Me acomodo en el asiento trasero del destartalado autobús y suspirando me dedico a ordenar en la memoria mis vivencias, esas que poco a poco se convertirán en recuerdos, verdadero tesoro del que sin duda echaré mano, cuando los días se me hagan largos, las piernas débiles, los huesos flacos y el corazón lento.

Texto agregado el 25-08-2008, y leído por 441 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
22-09-2011 No sé si todavía existes en esta página. Ni siquiera estoy seguro de mi propia supervivencia. Pero he leído este bucólico relato y he entendido que la gente buena siempre se trasluce en sus relatos. Un abrazo, estés donde estés... gui
19-07-2011 Espléndido ! ********** pintorezco
25-03-2009 “aprendí que el amor existe y que es más simple de lo que imaginamos”... así es, y tu relato desborda de amor, da gusto leerlo. Y me lleno de nostalgia al pensar en nuestras ciudades gigantescas en las cuales ya no hay cabida para ese tipo de vida en la que cada uno tiene su lugar, lejos de esos seres urbanos anónimos en que nos estamos convirtiendo. neige
10-01-2009 boliviana emergente, le noto sólo una cosa de su admirable texto, la conjugación de los verbos en ciertas oraciones no es la adecuada. Pero le repito y aprecio su pulido estilo. Espero que no nos deje esperando más textos suyos. cachuli
23-12-2008 La vida, Meci, como la verdad, siempre puja por nacer y alumbrar. Que esa Verdad te alumbre siempre, esta Navidad y todas las Navidades de tu hermosa vida. maravillas
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