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Inicio / Cuenteros Locales / BELINDA / Una cicatriz y un descubrimiento

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Si algo caracterizaba al rostro de Carmen Sarmiento era la horrible cicatriz que se extendía desde la sien derecha hasta las comisuras de los labios. Este rasgo venía acompañado por un rictus amargo, que contribuía a afear aún más su fisonomía, y por la torpeza de movimientos al caminar. Todo ello en su conjunto hacía que quien no hubiera visto jamás a Carmen desviara su vista de ella.
El costurón que surcaba su cara había sido originado, según la versión de la propia mujer, en un aparatoso accidente sufrido en la infancia, si bien las malas lenguas difundieron el rumor de que aquella marca había sido causada por un castigo del brutal progenitor, fallecido cuando la muchacha apenas había dado el estirón.
Fue después del entierro de Pepe Sarmiento cuando su esposa, Gloria González, decidió que la chica debía dejar de acudir a la escuela de la pequeña aldea donde vivían, para entrar como ayudante en una tahona situada a pocos pasos de la vivienda de los Sarmiento González.
Durante treinta años, desde los catorce hasta los cuarenta y cuatro, Carmen (a la que no se le conocía ningún pretendiente) desempeñó su oficio con la permantente expresión sombría que la había definido desde niña; ya hundiera sus huesudas manos en la harina desparramada, ya abrillantara con un pincel mojado las hogazas de pan, apenas dirigía su voz quebrada al resto de sus despeinadas compañeras.
El dueño de la tahona acabó por apreciar el silencio que siempre envolvía el trabajo que realizaba la joven, y así, al cabo de los años, Carmen "ascendió" al puesto de jefa de las empleadas de la tahona y comenzó a recibir una paga mensual de cuantía suculenta, si se comparaba con la que había percibido hasta el momento. El "ascenso" fue recibido con una expresión resignada por parte de la "cicatrizada" ( como la apodaban en la aldea), que no parecía alegrarse por el tintineo dorado que salía ahora de los bolsillos de su delantal.
La decisión de cerrar el local, tomada por el propietario, tampoco originó muestras de congoja en la mujer, sino que la impulsó a encaminarse hacia la capital cercana, arrastrando sus alpargatas por el polvoriento camino y llevando un hatillo de ropa en la mano derecha.
Fue en la casa de un médico octogenario donde fue recibida como criada; el anciano vivía con una sobrina soltera de cincuenta años que pasaba las mañanas y las tardes hojeando revistas ilustradas de modas europeas, humedeciendo sus groseros labios pintados de carmín en una taza de café mientras parloteaba con sus vecinas en el recibidor, y espiando, a través de las persianas de las ventanas que daban a la calle, los devaneos amorosos de los jóvenes que vivían en las cercanías. Éstos se ocultaban en los portales de día y en los rincones no iluminados por las farolas cuando era de noche.
Antes de que llegara Carmen a la ciudad, una muchacha de unos veinte años venía todos los días a preparar la comida de los habitantes de la casa, y dos veces a la semana efectuaba una limpieza a fondo. Una noche de enero dejó por despiste la ventana de la cocina abierta de par en par, y de madrugada los maullidos de media docena de gatos resonaron en los oídos de la sobrina del médico. Entraron en la cocina, volcaron un jarrón con flores y destrozado las cortinas del recibidor. Este "suceso" ocasionó la expulsión de la joven, llevada a cabo por la malhumorada señorita.
Una tarde, a los dos meses de estar sirviendo en la casa del médico, que ya no pasaba consulta a causa de una grave enfermedad de la vista (ésta le impedía distinguir las amìgdalas de las pupilas del paciente), Carmen fue requerida para una nueva labor. El anciano le hizo tomar asiento en una butaca, junto al diván en que estaba sentado, cubiertas las piernas con una manta que empezaban a deshilacharse. Le tendió un grueso volumen de tapas gastadas y le ordenó que le leyera (con una voz que denotaba firmeza y súplica a la vez).
La mujer no tenía un libro entre sus manos desde el día en que abandonó las clases en su aldea natal, y con ásperos balbuceos comenzó la primera página. Era una recopilación de relatos, escritos por un autor del que no había oído hablar jamás, nacida en una pequella localidad donde el común de las gentes consideraba que la lectura era una forma inútil de perder el tiempo, un vicio estúpido consistente en devorar página tras página.
Al principio, Carmen se asomaba a las historias relatadas como al fondo cenagoso de una charca; sin embargo, en el transcurso de los días ( el médico se acostumbró a pedirle que le leyera una veintena de hojas cada tarde) fue vislumbrando poco a poco el sentido de las combinaciones de palabras que la llevaban al conocimiento de la riqueza de los matices del verde que podía encontrarse en las lejanas selvas, del fulgor blanco que hiere la vista del incauto desacostumbrado que posa sus ojos sobre la estepa cubierta de nieve, del furioso vaivén con que las olas del mar embravecido castigan a los viajeros de las embarcaciones que cruzan las aguas en pos de la gloria o la riqueza, del sonido que sobre la tierra húmeda producen los cascos de los caballos salvajes, del olor y sabor de la ambrosía, regalo (prodigado a manos llenas) de los héroes en los frondosos bosques de las tierras de la bienaventuranza.
No habían pasado más de seis meses desde que el médico pidiera por vez primera que le leyera aquellos relatos, cuando un atardecer caluroso, tras concluir la lectura en voz alta de una antología poética, Carmen se percató de la sonrisa de satisfacción que adornaba el rostro pétreo del anciano. Sus ojos vidriosos parecían estar fijos en la lámpara del techo. Un hilo espumoso llegaba a su mentón.
La mujer se levantó despacio y cerró suavemente la puerta de la estancia, llevando el libro debajo del brazo.
La habitación se sumió en un profundo silencio.

Texto agregado el 30-04-2004, y leído por 167 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
30-04-2004 esta muy bueno,mil estrellas para ti, saludos desde muy lejos conector
30-04-2004 Buenísimo texto, mis ****besos monilili
 
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