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Inicio / Cuenteros Locales / veroduemar / Tristes querellas - Cuenteros invitados - Julio Ramon Ribeyro

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Parte I


Tristes querellas en la Vieja quinta.....


Cuando Memo García se mudó la quinta era nueva, sus muros estaban impecablemente pintados de rosa, las enredaderas eran apenas pequeñas matas que buscaban ávidamente el espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las justas la talla de un hombre corpulento. Años más tarde el césped se amarillo, las palmeras, al crecer dominaron la avenida con su penacho de hojas polvorientas y manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre la madreselva, las campanillas y la lluvia de oro. Memo, entonces había ya perdido su abundante cabello oscuro, parte de sus dientes, su andar se hizo más lento y moroso, sus hábitos de solterón más reiterativos y prácticamente rituales. Las paredes edificio se descascararon y las rejas de madera de las casas exteriores se pudrieron y despintaron. La quinta envejeció junto con memo, presenció nacimientos, bodas y entierros y entró en una época de decadencia que, que por ellos mismo, la había impregnado de de cierta majestad.
Todo el Balneario había además cambiado. De lugar de reposo y baños de mar, se había convertido en una ciudad moderna, cruzada por anchas avenidas de asfalto. Las viejas mansiones republicanas de las avenidas Pardo, Benavides, Grau, Ricardo Palma, Leuro y de los malecones habían sido implacablemente demolidas para construir en los solares edificios de departamentos de diez y quince pisos, con balcones de vidrio y garajes subterráneos. Memo recordaba con nostalgia sus paseos de antaño por cales arboladas de casas bajas, calles perfumadas, tranquilas y silenciosas, por donde rara vez cruzaba un automóvil y donde los niños podían jugar todavía el fútbol. El balneario no era ya otra cosa que una prolongación de Lima, con todo su tráfico, su bullicio y su aparato comercial y burocrático. Quienes amaban el sosiego y las flores se mudaron a otros distritos y abandonaron Miraflores a una nueva Clase media laboriosa y sin gusto, prolífica y ostentosa que ignoraba los hábitos antiguos de cortesanía y de paz y que fundo una urbe vocinglera y sin alma, de la cual se sentían ridículamente orgullosos.
Memo ocupó desde el comienzo y para siempre un transversal de dos pisos, donde se alojaba la gente más modesta. Ocupaba en la planta alta una pieza con cocina y baño, extremadamente apacible, pues limitaba por un lado por el jardín de una mansión vecina y por el otro con un departamento similar al suyo, pero utilizado como depósito por un vecino invisible. De este modo llevaba allí especialmente desde que se jubiló, una vida que se podría calificar de paradisíaca. Sin parientes y sin amigos, ocupaba sus largos días en menudas tareas como coleccionar estampillas, escuchar óperas en una vieja vitrola, leer libros de viajes, evocar escenas de su infancia, lavar su ropa blanca, dormir la siesta y hacer largos paseos, no por la parte nueva de la ciudad, que lo aterraba, sino por calles como Alcanfores, La paz, que aún conservaban sino la vieja prestancia señorial algo de placidez provinciana.
Su vida, en una palabra, estaba definitivamente trazada. No esperaba de ella ninguna sorpresa. Sabía que dentro de diez o veinte años tendría que morirse y solo además, como había vivido solo desde que desapareció su madre. Y gozaba de esos años póstumos con la conciencia tranquila: había ganado honestamente su vida –
Sellando documentos durante un cuarto de siglo en el ministerio de hacienda –, Había evitado todos los problemas relativos al amor, el matrimonio, la paternidad, no conocía el odio ni la envidia ni la ambición, ni la indigencia y, como a menudo pensaba, su verdadera sabiduría había consistido en haber conducido su existencia por los senderos de la modestia, la moderación y la mediocridad.
Pero como es sabido nada en esta vida esta ganado y adquirido. En el recodo más dulce e inocente de nuestro camino puede haber un áspid escondido. Y para Memo García los proyectos edénicos que se había forjado para su vejez se vieron alterados por la aparición de Doña Francisca Morales.
Primero fue el ruido de de un caño abierto, luego un canturreo, después un abrir y cerrar de cajones lo que le revelaron que había alguien en la pieza vecina, esa pieza desocupada cuyo silencio era uno de los fundamentos de su tranquilidad. Ese día había estado ausente durante muchas horas y bien podía entretanto haberse producido, sin que él lo presenciara, alguna mudanza en la quinta. Para comprobarlo salió al balcón que corría delante de los departamentos, justo en el momento en que una señora gorda, casi enana, de cutis oscuro, asomaba con un pañuelo amarrado en la cabeza y una jaula vacía en la mano. Le bastó verla para dar media vuelta y entrar nuevamente a su casa tirando la puerta, al mismo tiempo que ella lo imitaba. Apenas habían tenido tiempo para mirarse a los ojos, peroles había bastado ese fragmento de segundo para reconocerse y odiarse.
Memo permaneció un momento indeciso, poseído por un sentimiento nuevo, acompañado de vagos y puramente deseos homicidas, pero luego resolvió que el único partido a tomar era espiar a su vecina. Por intuición sabía que la única manera de derrota a un enemigo –y esa señora gorda lo era— consistía en conocer escrupulosamente su vida, dominar por el intelecto sus secretos más recónditos y descubrir sus aspectos más vulnerables.
Al cabo de una semana de observación descubrió que se levantaba a las seis de la mañana para ir a misa, que había puesto una tarjeta en la puerta que decía Doña Francisca Viuda de Morales, que hacía su compra en la pulpería de la esquina, que no recibía visitas, que algunas tardes iba a curiosear tiendas al parque, que usaba un sombrero de anchas alas y un traje negro muy largo para ir probablemente al cementerio y que le resto del día dormía, cosía, leía y canturreaba en su cuarto o en el balcón sentada en una vieja mecedora.
Mal que bien comenzó a sospechar que se trataba de una vecina soportable, que alteraba apenas sus hábitos y que dotaba más bien su soledad de un decoro sonoro hecho de los muros más inocuos, hasta la vez que se le ocurrió, como sucedía cada diez o quince días, escuchar una de sus óperas en su vitrola de cuerda. Apenas Caruso había atacado su área preferida sintió en la pared un ruido seco. ¿Algún descuido de su vecina?
Pero al poco rato el ruido se repitió y cuando Memo volvió a poner el disco los golpes se hicieron insistentes “¿Va a quitar esa música de porquería?”. Memo quedo helado. Nadie en la vida lo había interpelado de esa manera. No solo era un insulto pérfido contra su persona sino una ofensa a su cantor favorito.


Parte II ........


Sin hacer caso continuó escuchando a Caruso. Pero la voz de contralto de su vecina se impuso: ¡Pedazo de malcriado!, ¿no se da cuenta que me molesta con esos chillidos? Memo quedó un momento callado y al fin apretando los puños y los dientes gritó: ¡Aguantatelos!. A mala hora. Ya no fueron Golpes esporádicos los que removieron la pared, sino un martilleo insoportable, hecho seguramente con el metal de una cacerola. Memo estuvo a punto de ceder, pero adivinando que una primera concesión lo llevaría al sometimiento absoluto, aumentó el volumen de su vitrola y prosiguío escuchando impasible su ópera. La vieja continuó golpeando y refunfuñando y al fin cansada se fue de su casa tirando la puerta.
Este primer incidente alarmó a Memo, pero al mismo tiempo halagó su vanidad, no se había dejado impresionar por esas bravatas y al final había salido con su gusto. Una vecina vieja y gorda no iba a mudar su rutina ni a menguar su tranquilidad. En los días siguientes continuó escuchando óperas, sin que la vecina pudiera impedírselo. Después de algunas protestas como: ¡Ya empieza usted con su fregadera! ¡Me quiere volver loca!, optaba por irse de paseo hasta el atardecer. Memo tuvo la impresión de que el enemigo cedía terreno y que esa primera batalla estaba prácticamente ganada.
Una tarde vio llegar a doña Pancha con una enorme caja de cartón, que lo intrigó. Estuvo tentado primero de salir al corredor y espiarla por la ventana, pero finalmente optó por pegar el oído a la pared. La escuchó canturrear y deambular por la pieza desplazando muebles. Al poco rato una voz de hombre llenó la habitación vecina. Era alguien que hablaba de las ventajas del fijador de cabello glostora. Memo se desplomó en su sillón: ¡un aparato de radio! El locutor anunciaba ahora el programa "Una hora en el trópico" Y la hora en el trópico empezó con la voz aflautada de un cantante de boleros. Memo escuchó dos o tres canciones sin atinar a moverse, pero cuandó se inició la siguiente avanzó hacia la vitrola y colocó su Caruso. Su vecina aumentó el volumen y Memo la imitó. Aún no se habían dado cuenta pero había empezado la guerra de las ondas.
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Texto agregado el 16-10-2008, y leído por 18426 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
19-10-2009 Muy bueno! Yo vivo en Mexico. Alguien sabe donde puedo comprar alguna obra de este autor? wiicki
 
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